El texto arriba mencionado anunció, hace 25 años, la llegada de algo que la mayoría de los americanos consideraba cosa de otros tiempos: una epidemia infecciosa. Al principio se denominó GRID (Gay Related Immune Deficiency - Inmunodeficiencia Relacionada con los Gays), pero el CDC pasó a llamarlo Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida (SIDA) en septiembre de 1982.
Los muertos por sida son ya más de 20 millones, más de los que se cobró la peste bubónica en el siglo XVI. Hacia el año 2020 el sida habrá matado, probablemente, a más gente que ninguna otra epidemia de la historia. La mayoría de los fallecimientos se producen en el África subsahariana, donde es probable que surgiera la enfermedad, hace 75 años, luego de que varias personas que comían carne de chimpancé se infectaran con un progenitor de baja virulencia del virus del sida.
Una epidemia precisa, para expandirse, tanto de un microorganismo como de un contexto social permisivo. En África, la presencia de ciertos aspectos de la modernidad en un entorno primitivo dio lugar a una combinación mortal: el VIH se extendió a través de las prostitutas que ejercían en las carreteras, que tenían por clientes a soldados y camioneros; las guerras provocaron desplazamientos de población, y el desarrollo económico trajo las migraciones de mano de obra a través de las fronteras, cada vez más porosas. Todo esto debilitó la familia y disolvió las normas sexuales tradicionales. Por otro lado, la aviación integró el Continente Negro en el comercio y el turismo mundiales.
Por lo que hace a la América de los años 80, el contexto permisivo incluía una comunidad gay que se sentía más independiente y con más confianza en sí misma, y los usuarios de drogas inyectables compartían las jeringuillas.
El sida llegó a América inmediatamente después de la vacuna Salk, que, al infligir una contundente derrota a la polio, instaló en los americanos un paradigma engañoso sobre los progresos en el ámbito de la salud pública. En este punto, la farmacología suele aportar poco.
Para cuando estuvieron a disposición de la gente los primeros medicamentos contra la tuberculosis, allá por los años 50, el número de personas fallecidas por dicha enfermedad había caído en picado, desde los 200 por cada 100.000 americanos de 1900 hasta un 20 por 100.000. Puede que los fármacos contribuyeran a la reducción en un 3%; el 97% restante se debió a la mejor alimentación y los menores niveles de aglomeración urbana. La cloración del agua y las mejorías en los ámbitos de la sanidad y la higiene personal hicieron que también el tifus fuera un mal poco frecuente ya antes de que se pusieran a la venta las medicinas eficaces.
Lo anterior sugiere que el mejor programa de salud pública es el crecimiento económico; y el segundo mejor, la información.
La peste negra se llevó por delante en el siglo XVI la vida de un tercio de la población europea. Pero como estaba en el aire, los alimentos y el agua, tanto el respirar como el comer y el beber eran comportamientos de riesgo. Así pues, es mucho más difícil coger el sida, que, al igual que otros componentes del coste de la sanidad pública americana (por ejemplo, la violencia, los accidentes de tráfico, las enfermedades arteriales coronarias, el cáncer de pulmón), es consecuencia, por encima de todo, de la práctica de conductas de riesgo.
La epidemia norteamericana, que hasta 2004 había matado a 530.000 personas, podría haberse contenido en gran medida mediante vastas campañas para la modificación de conductas sexuales y sobre el uso de las drogas en 25 ó 30 vecindarios desde Nueva York hasta Miami, pasando por San Francisco. Pero cuando el mal empezó a cobrar fuerza los valores políticos prevalecieron sobre las exigencias sanitarias. Se lanzaron entonces mensajes, bastante inútiles, pensados para democratizar la enfermedad, como "el sida no discrimina".
Para el año 1987, cuando el presidente Ronald Reagan dedicó su primer discurso a la cuestión, habían muerto 20.798 americanos. Como era de esperar, no hizo la menor alusión a la existencia de vínculo alguno con la comunidad gay. Ningún presidente considera que sea parte de su tarea decir al país que el recto humano, esa mucosa delicada y absorbente, hace peligrosos los intercambios sexuales por vía anal cuando anda el sida de por medio.
Un alto cargo de Sanidad de la ciudad de San Francisco dio cuenta, hace 20 años, del poder aleccionador de la muerte: ver un accidente mortal en la carretera resulta sobrecogedor, pero, luego de conducir más despacio durante unos cuantos kilómetros, volvemos a acelerar. El sida ha tenido un efecto disuasorio más duradero.
Sin embargo, se ha producido un aumento de las prácticas sexuales inseguras, como consecuencia del progreso en el terreno de la farmacología, lo cual ha obstaculizado las campañas para la modificación de las conductas. Los cócteles de fármacos antivirales que prologan la vida de los afectados han llevado a algunos a clasificar el sida como una enfermedad crónica manejable, de ahí que se impliquen en comportamientos de riesgo. Además, el declive en la tasa de mortalidad por sida significa que el número de personas infectadas que sobreviven es mayor; personas que pueden propagar el virus. Y gracias a medicamentos como el Viagra hay más varones de edad avanzada sexualmente activos.
Aun así, incluso sin que se haya dado con la solución farmacológica definitiva, el número de muertes por sida en América viene decayendo desde hace un decenio. Por lo que hace a África, donde las relaciones heterosexuales son la principal vía de transmisión, la tasa de mortalidad comienza a decaer con el crecimiento de la población; además, la edad de inicio en las prácticas sexuales se está elevando, y aumenta el uso de preservativos.
En definitiva, el ser humano aprende; pero a menudo a un ritmo mortalmente lento.