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ASESINOS MÚLTIPLES

Los crímenes de el Sacamantecas

Marzo de 1870. La primavera florece. La vegetación muestra mil colores. El campo está hermoso y florido. Una mujer camina por un bosquecillo. Es una prostituta de esas que viven en chamizos y andan de pueblo en pueblo. No es joven, pero a pesar de su edad y de sus ropas, que están gastadas, conserva cierto atractivo. Debió de ser muy guapa y bien formada. Ni siquiera la vida de privaciones que arrastra le ha quitado todo su gancho.

Marzo de 1870. La primavera florece. La vegetación muestra mil colores. El campo está hermoso y florido. Una mujer camina por un bosquecillo. Es una prostituta de esas que viven en chamizos y andan de pueblo en pueblo. No es joven, pero a pesar de su edad y de sus ropas, que están gastadas, conserva cierto atractivo. Debió de ser muy guapa y bien formada. Ni siquiera la vida de privaciones que arrastra le ha quitado todo su gancho.
El Sacamantecas, poco antes de ser ajusticiado.
De repente, un hombre fornido la aborda. Se nota que está nervioso, se diría que atenazado por urgencias y temblores. Primero con suavidad, trata de llevar a la mujer hacia lo más profundo del bosque. Luego, ya con firmeza, la empuja hacia donde quiere. Rechaza enérgicamente lo que la mujer le dice: le ha dado su precio, pero él no quiere pagar.
 
Hay entre los dos una corta discusión. No consiguen ponerse de acuerdo. El hombre está obcecado y se pone violento. Tal vez ella, con el olfato de tantos años de ejercer como "chamicera" peripatética, debiera haber detectado el peligro. Por una vez, tendría que haber puesto su seguridad por encima de las pocas monedas que vale su cuerpo.
 
Pero ya es tarde: sin que la mujer pueda preverlo, el hombre –de buen talle, fuerte y ancho de hombros– le echa las manos al cuello en una tenaza mortal. Aprieta sin aflojar, mientras la mujer trata de zafarse, cada vez con menos fuerza. Su cara se hincha, y sus piernas patalean en el aire hasta que se escucha un chasquido casi imperceptible. Queda colgada de las manos del hombre como una muñeca rota. Entonces el criminal la deposita en el suelo con algo parecido a la ternura, como si quisiera prodigarle los cuidados que en vida le negó. Por un momento la deja tendida sobre la tierra y la observa. En seguida, preso de un repentino furor, procede a quitarle violentamente las ropas. Con un rasgo brutal de animalidad, la viola y, envuelto en la efervescencia de su acción, la desgarra el vientre con un cuchillo.
 
Una vez ha descargado sus instintos, se horroriza de lo que ha hecho. Piensa que es cosa de los demonios que se han apoderado de su mente mientras escapa a toda prisa.
 
Pasa mucho tiempo antes de que el hombre sienta de nuevo la llamada de Satán. Pero al año siguiente, otra vez en primavera, siente de nuevo el impulso irrefrenable. Ha tardado doce meses en despertar la sensación abominable que le empuja a romper y desgarrar, a pasar por encima de los cuerpos, a arrebatar la vida con tal de apaciguar el volcán que le nace de las entrañas. Sale a los alrededores de la gran ciudad y en un paraje solitario encuentra a otra prostituta. Más vieja y menos atractiva que la primera, pero ya eso no le importa. Con ella repite casi exactamente lo que hizo entonces. La única variante es que la segunda víctima sufre con mayor saña, si cabe, las crueles consecuencias del desaforado sadismo de su asesino y violador.
 
Pasa el tiempo, casi un año y medio, sin que los crímenes se resuelvan ni se detenga al asesino. Tanto tiempo entre uno y otro asesinato, comparado con la frecuencia mucho más cercana de los que vienen a continuación, hace sospechar que entre ellos hubo otros que nunca se conocieron.
 
Agosto de 1872. Los crímenes tercero y cuarto se producen de forma casi seguida, en parecidas circunstancias a los anteriores. La tercera víctima no es ya una mujer de vida airada, sino una adolescente, una chiquilla de trece años. El asesino se la encuentra en un camino, y en unos segundos decide matarla y abusar de ella. Primero la amenaza para obligarla a seguirle; cuando consigue estar suficientemente lejos del camino la estrangula, le arrebata la ropa a zarpazos y abusa de ella, causándole después horrorosas heridas.
 
El cuarto crimen lo comete en la persona de otra prostituta; pero ésta es joven, no como las otras. La mata y viola como hace en todos sus raptos, pero en ahora deja una huella de su creciente sadismo, al propinarle numerosas heridas con una aguja que ella llevaba en el pelo para sostener el peinado. Le clava esa aguja con saña en el pecho repetidas veces.
 
La investigación policial logrará establecer, en la reconstrucción de los pasos del criminal, varios intentos de asesinato que no llegó a consumar. Uno fue en agosto de 1873, cuando pretendió aprovecharse de una prostituta; otro, en 1874, cuando quiso abusar de una vieja mendiga. Desde esos ataques hasta la siguiente agresión conocida pasan otros cuatro años. Al parecer, en ese tiempo el asesino enviudó por tercera vez y se volvió a casar por cuarta. No deja de extrañar lo fácilmente que murieron sus mujeres, aunque no consta que las asesinara. Es muy posible que los medios de investigación de la época no permitieran establecer la auténtica razón de la muerte de sus esposas.
 
En noviembre de 1878 se sabe que atentó contra una anciana que consiguió salir con vida. El episodio se repite en agosto de 1879: otra mujer mayor se escapa de sus garras. Pero en septiembre se produce el quinto asesinato. Tiene como víctima a una campesina joven, alta, fuerte, que cuando es agredida por el criminal se defiende con desesperación. Por fin el hombre acaba por atravesarle el pecho de una certera puñalada; luego, una vez muerta, celebra su sádico ritual de sexo y sangre. El cadáver queda cosido a puñaladas y con el vientre abierto.
 
El asesino huye de la escena del crimen como si finalmente se hubiera espantado de sus propios actos. Lo que hace es casi la prueba de que Satanás existe. O eso cree él. Los demonios, que no le dejan tranquilo, tan sólo dos días más tarde le hacen cometer un sexto asesinato. Se trata de otra campesina, a la que estrangula, fuerza y mutila después de muerta, desgarrándole el vientre –que es como la marca de sus asesinatos–. Su sadismo ha ido en aumento. El miedo se difunde de boca en boca por toda la Piel de Toro. ¿Es humana esa fiera desatada?
 
El criminal resulta ser, según crónicas de la época, un "monstruo rarísimo en quien la rara anomalía de la crueldad lasciva se asocia con la no menos rara del amor a los cadáveres". El criminal, también según las crónicas, es un "macho brutal, marcado con profundos estigmas atávicos y atípicos. La frente hacía recordar, tal como la describen los que la vieron, el cráneo de Neandertal. Las mandíbulas eran enormes. El rostro presentaba grandes asimetrías". Ofrece una imagen similar a las descritas como propias del criminal nato en el libro de Lombroso L'uomo delinquente.
 
Así fueron los crímenes del campesino Díaz de Garayo, apodado el Sacamantecas, que vivió en Álava en la segunda mitad del siglo XIX. Hombre muy primitivo, tenía la apariencia de un enorme mono. Vivía como un labrador sobrio, austero, que se dedicaba a su trabajo olvidado del mundo en las tierras de labor. Casó cuatro veces y enviudó tres. Al quedarse viudo se mostraba irritable, perezoso en sus obligaciones, violento y rijoso.
 
Habría podido ser siempre feliz y vivir tranquilo si hubiera tenido satisfechos los instintos, como dicen que pasó durante su primer matrimonio, que le proporcionó trece años de apaciguamiento. Aquella primera hembra fue completa y suficiente para tener al hombre aplacado y al monstruo dormido. Hasta donde se sabe, su vida criminal coincide con su edad madura, los 50 años. Fue cuando se volcó su herencia genética: había nacido de una madre gravemente neurótica y alcohólica y de un padre igualmente alcohólico.
 
Al contraer nupcias por tercera vez, con una hembra fría y distante que no le da lo que necesita, Díaz de Garayo, que tenía tan mala herencia orgánica, degeneró hasta la monstruosidad. Se cuentan seis crímenes, pero se teme que fueran muchos más. Durante el tiempo que actuó obligó a encerrarse a todas las mujeres en cien leguas a la redonda del campo alavés en que cometía sus fechorías, y aunque no se tiene constancia de que fuera un errabundo viajero que cometiera crímenes en otras regiones, el relato de sus atrocidades por medio del boca a boca sembró el miedo en todo el país.
 
La búsqueda del asesino se hizo agobiante. Al final, tanta dedicación tuvo su fruto; dedicación... y suerte, la casualidad. Cuenta Constancio Bernaldo de Quirós, en su libro Figuras delincuentes, que al entrar a servir Díaz de Garayo temporalmente a un labrador, una niña pequeña le señaló sin haberlo visto nunca y le dijo: "¡Qué cara! Parece el Sacamantecas!". Eso hizo que la vecindad le acosara y que la autoridad acabara por detenerle e interrogarle. Con gran sorpresa, los policías descubrieron que, al poco de someterle a las preguntas de rigor, se derrumbaba y confesaba sus feroces asesinatos.
 
Garayo fue juzgado como el diabólico "Sacamantecas" –que, dicho sea de paso, el diccionario define como criminal que despanzurra a sus víctimas–. El juicio se celebró muy poco después de la detención. Los médicos forenses, diez en total, estuvieron de acuerdo en que no se trataba de un loco, sino de un hombre capaz de decidir y de actuar con libre albedrío. Es decir, que era un pervertido consciente, plenamente responsable de sus actos.
 
El proceso se abrevió en lo posible. Garayo fue condenado a muerte y ejecutado en el garrote vil.
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