Los laicistas se han hecho mayores y en lugar de comer curas ahora prefieren incorporar a su dieta a los sumos pontífices, así que llevan ya unos días desgañitándose ante la sospecha de que un acto religioso en España con Benedicto XVI pueda consumir recursos públicos en tanto manifestación multitudinaria, pero en cambio ven muy bien que el estado financie con dinero del contribuyente cualquier acto callejero convocado por los grupos de presión patrocinados por la izquierda, a la que todos ellos pertenecen.
En Libre Mercado hay abundantes ejemplos de cómo reparten el dinero los progresistas, naturalmente entre ellos, porque una cosa es ser progre y otra lo que decía el felizmente depuesto alcalde de Getafe.
Así pues, su aparente celo por la racional utilización de los recursos públicos nunca les llevará a emitir la menor protesta por la riada de subvenciones que todo tipo de organizaciones laicas trincan anualmente del bolsillo del ciudadano, pero si un solo euro de esos fondos estatales va a parar a un sector de la sociedad civil que no comparte sus ideas, no tardarán en acusar al político en cuestión de estar vendido a los sectores más reaccionarios.
Los que no comemos ni curas ni progres preferimos que el dinero público esté en el bolsillo de los ciudadanos, de donde sólo debería salir en casos muy justificados. No se trata de que el gobierno deje de financiar unas cuchipandas para destinar el dinero a organizaciones que defienden una idea de la vida radicalmente contraria, sino de erradicar la mefítica figura administrativa de la subvención. Que cada uno se pague lo suyo: eso sería, en el plano de la ética política, el único principio aceptable; pero como los progres son bastante roñosos, sus charlotadas dejarían de recibir financiación, al contrario de las instituciones que más odian, como la Iglesia Católica, que hasta en los peores momentos de la crisis no deja de recibir generosas aportaciones voluntarias.
Entendemos que eso joda bastante a los que se han apropiado de la capacidad de decidir qué se hace con el dinero de todos, de ahí que clamen al cielo, con perdón, cada vez que sospechan que un céntimo de las arcas públicas va a ir destinado a un asunto que ellos desprecian; pero la abstinencia subvencionadora de los gobiernos es la única terapia capaz de revertir la enfermedad social del trinque presupuestario, cuya extensión en el cuerpo social español ya ha adquirido dimensiones de pandemia.
Con la asistencia del Papa a la Jornada Mundial de la Juventud, los progres están operando bajo el esquema antes descrito, según el cual el dinero público no es de todos los contribuyentes sino de los que se han autoerigido en garantes de la ética ciudadana. O sea ellos. Es un paso adelante en la evolución zarrapastrosa del socialismo respecto al principio enunciado por la sabia egabrense, según el cual el dinero público no es de nadie. Al contrario, es solamente suyo. De los buenos.