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MEMORIAS ERRÁTICAS

Lo siento, el carabao…

Conocimos a Jan en un pequeño bar de Manila. Entramos allí, pedimos algo de comer y, como había una máquina de discos, Augusto fue a poner música. Cuando había echado la moneda, un tipo alto y rubio le dio un suave empujón y puso el disco que él quería. Ese era Jan, y ese era su estilo.

Conocimos a Jan en un pequeño bar de Manila. Entramos allí, pedimos algo de comer y, como había una máquina de discos, Augusto fue a poner música. Cuando había echado la moneda, un tipo alto y rubio le dio un suave empujón y puso el disco que él quería. Ese era Jan, y ese era su estilo.
Un carabao.
Resultó que se alojaba allí mismo, pese a que no era aquello un hotel, pero le habían alquilado una habitación. Era berlinés, o eso decía, aunque no había nacido allí, y llevaba meses en Filipinas. Mientras Augusto se preparaba para dar el salto a otro país, Jan y yo empezamos una asociación que sería tan larga como conflictiva.
 
Él tenía alquilada una casa en una pequeña isla cercana a Mindanao, la más sureña del archipiélago. Y así, me vi una mañana en un destartalado muelle de Manila esperando la salida de un barco que iba al sur. Era el Doña Marilyn, que se iría a pique años después durante un tifón, con gran pérdida de vidas, y que, dado como estaba entonces, lo milagroso es que no naufragara antes.
 
La hora de salida pasó sin señales de movimiento. El pasaje vivaqueaba en el muelle, recostado en los bultos de viaje, dedicado a hacerse la manicura, ocupación preferida de muchos filipinos en esos trances.
 
El Río Panay a su paso por Roxas.Hicimos la travesía en cubierta. El estado de los camarotes lo aconsejaba. Allí mismo, en cubierta, un cocinero preparaba un rancho que los viajeros poco precavidos, o que deseaban comer algo caliente, trataban de conseguir entre empujones. Jan, que conocía el percal, llevaba un surtido de frutos secos y, comiendo un cacahuete, me rompí un diente. Ya lo arreglaría, me dijo, al llegar a Roxas, en la isla de Panay, donde nos proponíamos hacer escala y exploración.
 
Mi primera preocupación era el dentista, y hasta la Universidad me fui para localizar a uno, que entre ditirambos sobre su capacidad profesional, adquirida, decía, en los USA, me hizo un empaste y me quiso cobrar una pasta. No llevaba yo encima tanto dinero, así que le pagué lo que pude y quedé en darle el resto al otro día. Jan me convenció de que no le hiciera caso y dejé la deuda pendiente. El empaste resultaría tan fulero como el dentista.
 
Había un tren, uno de los pocos trenes de Filipinas, que recorría la isla hasta su extremo sur, pero antes de tomarlo nos montamos en un jeepney que se internaba en las montañas próximas a Roxas. No sabíamos adónde íbamos, mas no importaba. Nos bajamos en un poblado de casas dispersas, donde saltaba a la vista que no habría pensión. Jan preguntó por el capitán de barrio, que venía a ser la autoridad local. Y a su casa nos llevó una nube de niños que se había congregado al avistar turistas.
 
El capitán era un hombre de cincuenta y tantos, barrigudo, de habla cansina y aire fatigado. En seguida se avino a alojarnos en su casa, no por dinero sino por pura hospitalidad. Llamó a la familia y nos pasó a la sala, una habitación vacía, en cuya pared colgaba la foto de un viejo calendario con la llegada del hombre a la Luna. El capitán era un amante del progreso.
 
Ipil-ipil.El progreso se traducía para él en cosas bien tangibles. Era, por ejemplo, el suelo cementado de la sala. También el tubo fluorescente, uno solo, que iluminaba el cuarto, y sobre el cual se explayó con orgullo. Era el único que tenía tan avanzada luminaria en todo el barrio. Claro que no siempre había electricidad. Pero es que el progreso tardaba en llegar a los lugares recónditos, por mucho empeño que él pusiera.
 
Al saber que yo era española se le iluminó la cara. Resultaba que vivía con ellos un sacerdote, pariente de su mujer, que hablaba español. Lo trajeron para que nos saludara. Vestía sotana blanca y apenas veía ya. Tenía 86 años. Al decirle mi nacionalidad el hombre murmuró unas palabras en español apenas inteligibles. Había estudiado con curas españolas. Fue el primer filipino que conocí que hablaba el idioma.
 
El capitán no paraba de hablar. A la hora de la cena nos sermoneó sobre las virtudes de las hojas del árbol ipil-ipil, que tenían muchas vitaminas y que luego nos darían de comer. Pero junto a su optimismo por el progreso que venía se lamentaba de las desgracias que caían, una tras otra. El mal tiempo, que impedía que el ipil-ipil y otras plantas crecieran sanas, la maldad de los conductores de jeepneys, que atropellaban a sus gallinas, y, sobre todo, la enfermedad de su carabao.
 
Al día siguiente nos llevó de gira por su territorio. Cada tanto se paraba, nos mostraba un campo cubierto de hierba y decía: "Este campo de arroz es mío, pero, lo siento, no pude plantar… mi carabao estaba enfermo". A duras penas conteníamos la risa a sus espaldas. Pero la frase pasaría a nuestro vocabulario.
 
Nos paseó por hermosas colinas y nos mostró canales de regadío que databan, decía, de los españoles. Rematamos la visita en la cabaña de unos arrendatarios suyos, que cortaron cocos verdes para que bebiéramos y luego le dieron al tuba, un licor fermentado con el que acabaron emborrachándose. El capitán nos confesó que, dado el mal tiempo, las enfermedades y otros infortunios, aquellos hombres no habían podido pagarle ese año.
 
No se acaba de entender por qué Losada declinó darle al balut...El domingo, antes de partir, asistimos a la misa que oficiaba el viejo cura en la sala de suelo de cemento, bajo el fluorescente y con la simple mesa donde se comía como altar. La ceremonia, que no nos pareció muy ortodoxa, terminaba con el beso a unas reliquias que el viejo conservaba. La familia lo hizo y nosotros nos limitamos a admirarlas.
 
A nuestra marcha acudieron todos los niños del lugar, que siempre andaban rondando. El capitán, melancólico como nunca, nos dijo adiós con pena. Se le marchaban sus interlocutores sobre el progreso. Un progreso al que esperaba que sus hijos, los mayores de los cuales estudiaban en la ciudad, pudieran tener acceso algún día.
 
La estación de Roxas consistía en una pequeña casa de madera pintada de colores frente a unas vías en las que esperaba un tren igualmente coloreado. El maquinista era un hombre fortachón, a todas luces orgulloso de manejar aquel ingenio. El único vagón era de madera y no tenía techo. Pasamos entre campos y selvas, recibiendo a veces en la cara el azote de la vegetación. Los carabaos nos miraban con aire inteligente y distraído.
 
Por donde el tren pasaba salía gente de la nada, mujeres y niños que caminaban y corrían al lado del vagón, ofreciendo comestibles. La velocidad a la que iba permitía comprar algo aun en marcha.
 
Los balut, unos huevos de pato cocidos, eran la vianda favorita. Llevaban dentro un embrión formado. Se decía que eran buenos para la virilidad y los hombres los comían, haciéndoles un agujero y sorbiendo su contenido. No quise probarlos; al no ser hombre, tampoco me hubiera beneficiado de ellos.
 
Tras muchas horas de tren, llegamos a Ilo Ilo. Allí, tras una noche en el hotel de un chino, cuyas habitaciones estaban separadas, como en otras pensiones filipinas, por delgadas mamparas, tomamos otro barco. Esta vez fuimos sin escalas hasta Cagayán de Oro, ciudad del norte de Mindanao, la única isla del archipiélago donde había musulmanes. Pero allí, en el norte, no se les veía.
 
 
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