No me refiero aquí al tema de la utilización de embriones humanos para la investigación, sobre el que en estos días se están alzando voces mucho más autorizadas. No: pienso, una vez más en los dilemas éticos que, en ocasiones, acompañan el camino hacia la procreación.
Viene la reflexión a cuento de una noticia llegada desde el Reino Unido, país que en los últimos años se ha especializado en lanzar al mundo debates bioéticos de gran calado. La Autoridad sobre Fertilización Humana y Embriología (que es el órgano regulador británico para asuntos relacionados con la ética biológica) está considerando muy seriamente marcar los embriones y células sexuales (espermatozoides y óvulos) donados en las clínicas de reproducción asistida con un, agárrese, código de barras (¡!).
En realidad, puede que se trate de un código al uso de otro marcado electrónico, quizás mediante radiofrecuencias. Tanto da: el efecto será que todo el material biológico que poseen los centros de fertilización artificial podrá ser rastreado con facilidad. Más o menos como si se tratase de dinamita, billetes de banco o pollos de corral.
El objetivo de esta medida es evitar que se produzcan "accidentes" como el que saltó a la prensa en 2002. Una pareja sometida a un proceso de fertilización asistida concibió a una pareja de gemelos de distinta raza (uno blanco y otro negro). Lo dos padres eran de raza blanca. La clínica a la que asistían había inseminado por error a la mujer con semen de otro cliente que también esperaba aumentar su familia en el mismo centro.
El sistema de marcadores electrónicos permitiría que sonase una alarma si un médico situara demasiado cerca materiales biológicos procedentes de distintos programas de fertilización.
En muchos centros de este tipo, hasta ahora se utilizan sistemas de testificación doble, es decir, cada profesional tiene que pedir que esté presente otro profesional que dé fe de la idoneidad de los materiales biológicos utilizados. Pero teniendo en cuenta que cada tratamiento de fertilidad puede exigir decenas de sesiones, la testificación es laboriosa.
Ahora se propone estos mecanismos de seguridad electrónica, además de la inclusión de cámaras de vídeo que registren los movimientos del personal en cada momento.
Como en otras ocasiones, la noticia salta a los medios con una frialdad que pasma. Se da por supuesto que es una buena medida para evitar desgraciadísimos casos de error clínico. Pero nadie pone el foco en el aspecto más encarnizadamente humano del asunto. Nadie parece darse cuenta, por ejemplo, de que, en el fondo, cada vez que la dichosa alarma suene, el investigador de turno tendrá en sus manos el poder de evitar que dos códigos genéticos se fundan por error con una acción tan simple como devolver los frascos a su sitio. Y, con ello, ha abortado un proyecto de vida…
Una de las escenas más enternecedoras de algunas películas infantiles es aquella en la que una serie de perros de perrera esperan la llegada de un futuro amo que elige (generalmente se trata de un niño caprichoso e indeciso) los destinos de uno de los animales. En ocasiones, esta escena se parece demasiado a la realidad cuando se producen ciertas prácticas de adopción de niños. Uno no puede dejar de pensar en lo azaroso que es el destino: la frontera entre la vida y la muerte, la opulencia y la pobreza… a veces depende de que te escoja una familia u otra.
Ahora, el mismo pensamiento asalta la cabeza cuando se reflexiona sobre la posibilidad de que materiales genéticos se introduzcan inesperadamente en un proceso de fertilización artificial.
Los gemelos interraciales nacidos en 2002 pueden ser considerados un error clínico, pero no son un error humano. De no haber obrado el azar, simplemente ninguno de los dos existiría.
No dejaré de defender el valor de la biociencia para el desarrollo humano y la maravillosa fuente de esperanza que la fertilización artificial ha ofrecido a nuestra especie. Pero duele que las noticias lleguen y se vayan con tanta celeridad que se hace imposible la reflexión. Y es que cuanto más avanza la tecnología de la reproducción menos margen de actuación tiene un elemento que, hasta ahora, ha sido definitivo en la evolución de la especie humana: el azar.
Etiquetar espermatozoides, óvulos o embriones (y ya no hablemos de seleccionarlos) no es una acción baladí. Supone marcar, codificar y monitorizar proyectos de vida humana, genes, tejidos… ¿No tenemos derecho a asustarnos por ello?
Controlar el proceso hasta el extremo se parece demasiado a un sistema de producción industrial y demasiado poco a la aventura de la paternidad. Y, para colmo, algunos expertos alertan de que los sistemas de codificación electrónica podrían dañar las células a las que se aplican.
Como nos advirtió Isaac Asimov, puede que la ciencia nos arroje terribles efectos secundarios sobre la mesa, dilemas, debates y aplicaciones inconvenientes. Puede que el progreso, en ocasiones, nos haga daño. Pero somos muchos los que pensamos que la solución no puede venir desde fuera de la ciencia.
Las dudas que plantean este tipo de avances pueden, y deben, resolverse con más ciencia. Con una ciencia criticada, humanizada y dubitativa. Tan malo es el entusiasmo ciego como el espanto.