Hace unos años, cuando la visité por primera vez, tras el acto de rigor (algo de tipo asociativo, luego horrendo) que me había llevado hasta esa ciudad fui, por inercia, al Pilar. No esperaba nada particular de esa visita, pues la basílica me resultaba tan familiar como si la hubiera frecuentado toda mi vida. ¡Cuántos nodos de mi infancia me fueron presentados por dentro y por fuera! ¡Cuántas ceremonias oficiales, cuánto boato! Sabemos que la realidad siempre decepciona, magnificada como está por la imagen fotográfica o cinematográfica. Sin embargo, el espectáculo que se ofreció a mis ojos renovó mis expectativas y puso a prueba mi (acendrado) patriotismo. ¡Una bandera de la Legión, de regreso de Bosnia, presentaba sus respetos a la Pilarica! Y yo estaba ahí en medio, viendo a esos mozalbetes con las mangas arremangadas, pechiabiertos, marcando el paso y cantando esos himnos que, como conté la semana pasada, yo me sabía de memoria por razones nada ortodoxas.
No faltó de nada, las evoluciones, los cánticos, el público emocionado de madres, esposas y novias que a duras penas retenían las lágrimas. Esos jóvenes aguerridos (todavía no había damas legionarias) acababan de llegar de una misión no por pacífica menos arriesgada. La guinda estuvo en la ofrenda de la bandera a la Virgen y en la homilía del capellán, frente a esa diminuta imagen que los aragoneses veneran con pasión, exhortando a todos los españoles a la defensa de nuestros valores, aun a riesgo de morir por ellos. Me pregunto si eso se hubiera podido producir ahora, casi diez años después, cuando lo verdaderamente heroico es salir corriendo.
Pues bien, en Zaragoza, concretamente en la FNAC, se presentaba una serie de novelas históricas cuyo tema genérico eran los sitios, así, sin más explicación, La novela que me tocó presentar, junto a Laura López-Ayllón, una ex de EFE, se titula La lengua de Dios. Los grandes escritores de nuestro Siglo de Oro y sus luchas de poder, de Santiago Miralles, publicada por la editorial Martínez Roca, y no podía estar más alejada del tema. Sin embargo, la sala se llenó de un público atento que nos siguió por las calles, callejuelas, mentideros, palacios, conventos e iglesias de Madrid, algunas de las cuales todavía se encuentran en su sitio, mientras que otras han desaparecido, devoradas por las reformas urbanísticas a las que los ediles madrileños son tan aficionados desde los albores de la historia de esta ciudad, con vocación de ave Fénix.
Y no me ocuparé más de esta novela, por ser mi intención dedicarla en su momento una reseña en este mismo periódico, pues lo cierto es que se lo merece. No obstante, un apunte al pasar: asombra la poca atención que prestan las editoriales a sus autores todavía no muy famosos, a quienes abandonan a su suerte. Y no estoy hablando de cualquier cosa, pues Martínez Roca pertenece al grupo Planeta. Miralles es uno de los mejores novelistas jóvenes del momento, en su género, que es, por el momento, la novela histórica y la ciencia-ficción de corte histórico; mucho mejor que Arturo Pérez Reverte, sin término de comparación, y, por supuesto, mucho mejor que otros novelistas de la casa por quienes habrían movilizado a todo su departamento de prensa. Se equivocan de lado a lado, pues un escritor así, sostenido por una buena promoción, acabará arrasando. ¡Pero qué digo! Se me había olvidado que escribe demasiado bien, espantoso pecado del que nunca será perdonado el pobre, y ojalá me equivoque.
A la vuelta de Zaragoza me esperaban todavía muchos actos culturales. Ediciones Áltera presentaba en la Escuela de Letras de Madrid un libro que, de ser nuestros filósofos tan inquietos como pretenden, no debería pasar desapercibido. Se trata de El hombre reciente, de Horia-Roman Patapievici, traducida del rumano por Ileana Scipione, una hispanista de esa misma nacionalidad que maneja el castellano con una fluidez envidiable. Lo presentaban ella misma, junto al editor, Javier Ruiz Portella (editor también de la revista El Manifiesto), el teólogo y escritor Gabriel Ramírez, y Juan Carlos Suñén, director de la Escuela de Letras de Madrid.
Patapievici (pronúnciese Patapievich) es un hombre que aún no ha cumplido 50 años, es decir, joven, nacido en Bucarest, diplomado en Física y actual presidente del Instituto Cultural Rumano, algo así como nuestro Instituto Cervantes (la todavía directora del IC de Bucarest, Iona Zlotescu, estaba presente, respaldando el acto) pero aún más reciente. Patapievici ha publicado ya bastantes libros; éste ha sido un verdadero acontecimiento en su país, harto de materialismo dialéctico. Por lo que se dijo durante la presentación (aún no he leído el libro), el autor hace una crítica de la modernidad apuntando a sus principales causas, y su tesis es, como poco, novedosa, por no decir implacable.
El problema, dijo Horia en la presentación, es que ya no tenemos tradición, entendiendo por esto no sólo un cuerpo de conocimientos archivables, sino lo que pasa a través de nosotros y es transformado y transportado por nosotros. La tradición, insistió, ha de ser algo vivo o desaparecerá, como está ocurriendo, abandonada al relativismo y el nihilismo. La solución estaría, según el autor, y muy resumido, en la reafirmación de Dios.
Hay más cosas, por supuesto, pero habrá que leerse el libro. A nadie se le oculta que este discurso está muy lejos de la corrección política al uso, y Gabriel Ramírez felicitó a Juan Carlos Suñén por tener la valentía de presentar en su centro un libro como éste. En Rumanía tienen mucha hambre de libertad y quieren olvidarse de todo lo anterior a 1989, mientras que aquí el Gobierno y los adalides del Gobierno apedrean y amenazan a quienes quieren defenderla. Ellos sabrán por qué les duele y les inquieta tanto.
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