Más allá de las justísimas reivindicaciones sobre el pepino patrio o de las procelosas batallas en el fárrago de la burocracia de Bruselas para solicitar reparaciones, el asunto debería hacernos reflexionar sobre algunas verdades asumidas en la gigantesca industria de la alimentación.
Si un desastre nuclear como Fukushima, que, a día de hoy, no ha generado víctimas mortales directas entre la población, nos obliga a replantear la estrategia energética europea en su conjunto, con más motivo el fallecimiento de docenas de ciudadanos europeos en lo que puede ser la intoxicación alimentaria más grave de la reciente historia del continente debería poner en entredicho algunos preceptos dados por asumidos en el modo en el que las frutas, las verduras y las hortalizas se producen y consumen.
No pasará inadvertido que, a día de hoy, la principal sospechosa de haber causado la infección en Alemania sea una planta de producción de germinados orgánicos. Es decir, una instalación que cumple con los dictados de la llamada agricultura ecológica. En otras palabras, el paradigma de lo natural y lo sano.
Merece la pena recordar que este tipo de industrias dedicadas a lo eco ha sido profusamente fomentado en toda Europa en los últimos años, y que se ha visto beneficiado por una normativa específica para sus productos y una inmensa campaña de imagen que ha terminado por instalar la idea de que, en cuestión de alimentos, cuanto más natural, mejor.
Los defensores de la agricultura orgánica nos dicen que los productos ecológicos son más sanos, más respetuosos con el medio ambiente y de mejor calidad. Al respecto de estas ideas ya expresamos en este mismo diario nuestras dudas. Igualmente, pretenden desterrar cualquier uso de la química y la tecnología (sobre todo si es biotecnología) en los procesos de producción de alimentos. Si, como se dice, todo lo natural es bueno, la agricultura deberá tender a ser lo más natural posible.
Esta idea encierra una paradoja que convierte el argumento ecológico en humo. Y es que la producción de alimentos, la agricultura y la ganadería son, por definición, procesos antinaturales. Ni el ser humano ha sido diseñado por la naturaleza para cultivar o pastorear, ni los animales y las plantas presentan una tendencia natural a ser comidos. La agricultura misma, desde sus orígenes, es una actividad de domesticación de la naturaleza. Domesticación a la fuerza, claro.
Todas las especies vegetales y animales tratan de evitar ser devoradas. Las bestias huyen, se camuflan, se defienden. Las plantas elaboran estrategias de supervivencia como la creación de espinas, la emisión de tóxicos, el arraigo en suelos inaccesibles, la fabricación de semillas acorazadas... Sólo con la llegada del sedentarismo, en el Neolítico, el hombre aprendió a dominar esta tendencia a la supervivencia de las especies que depredaba. La totalidad de las plantas que hoy consumimos (sea cual sea el proceso de selección) no existiría sin la intervención artificial del ser humano.
La agricultura es la forma más antinatural de comer. Pero es la única que ha permitido que vivan en el planeta miles de millones de seres humanos comiendo cada día (los afortunados, al menos) aquello que extraen de la tierra.
La pretensión de mejorar la calidad de los alimentos y, sobre todo, su seguridad mediante aditivos químicos no es un invento reciente. Los romanos conservaban los alimentos, principalmente, con sal. Aun así, en demasiadas ocasiones sufrían envenenamientos colectivos, en los que morían docenas de personas de una misma familia o de una misma legión. Habían consumido carne en mal estado contaminada de Clostidrium botulium. Es decir, habían muerto de botulismo. Los navegantes egipcios, sin embargo, fueron capaces de superar esta amenaza. Utilizaban un tipo de sal especial, el nitrito sódico, que mantenía alejada la presencia de la bacteria, aunque confería al alimento un aspecto artificial. Ese nitrito es hoy utilizado como conservante. Se trata del E250, muy común en los productos elaborados a base de carne o pecado y que debe usarse en concentraciones muy pequeñas, establecidas por la normativa de seguridad alimentaria de cada país.
El uso de algunos de estos conservantes y aditivos químicos está escrupulosamente regulado. Desde los años 50 del siglo pasado, sabemos que la sobreexposición a los mismos puede predisponer a padecer ciertos cánceres. Pero esto, lejos de convertirse en un argumento en su contra, es una prueba más de su seguridad. Los alimentos industriales, los procesos intensivos de producción, pasan controles muy exhaustivos y mantienen dosis mínimas de aditivos (muy inferiores a las que podrían ser dañinas en ratones de laboratorio).
Por el contrario, la agricultura orgánica está exenta de algunos de estos controles. En el libro de reciente aparición Los productos naturales, vaya timo, de J. M. Mulet (ed. Laetoli), se explica con claridad que el sello agricultura ecológica no hace la menor referencia a la calidad o a la salubridad de esos productos. Se refiere sólo a la garantía de que en su producción no se han utilizado insumos (abonos, pesticidas, etc.) artificiales. De hecho, dice Mulet, el reglamento en cuestiones de seguridad es más laxo para estos alimentos en algunos casos. Por ejemplo, se permite una mayor exposición a aflatoxinas y micotoxinas. Esto es así porque se considera que la aparición de estas toxinas (algunas de ellas también cancerígenas, como el E250, si se consumen en elevadas dosis) es una respuesta recurrente derivada de la propia condición natural del proceso.
Hemos de alimentar a un número cada vez mayor de individuos con unos recursos cada vez menores. La disponibilidad de suelo en hectáreas para el cultivo por habitante es diez veces menor que hace un siglo. Además, cada vez más ciudadanos se vinculan a la agricultura y la ganadería intensivas. Millones de chinos e indios quieren, legítimamente, consumir las mismas hamburguesas y pollos que los europeos y los americanos.
Este panorama es inabordable sin el concurso de todas las formas de producción agrícola posibles.
Me encanta consumir un pepino español cuidadosamente producido en una plantación orgánica sabiendo que sus productores le han dedicado la máxima atención. Y no somos pocos los que creemos en los valores organolépticos y estéticos de la alimentación orgánica. Pero el triunfo de esta agricultura, en la que España ha demostrado ofrecer los mayores estándares de calidad del mundo, no debe auparse a lomos de mitos y medias verdades.