Con el fin de liberar al sexo femenino de la esclavitud arrostrada a lo largo de la Historia, muchas mujeres lucharon por sus derechos laborales, económicos, civiles y sociales. La herencia de estas pioneras se traduce en los albores del siglo XXI en el derecho de la mujer a sentirse realizada simplemente viendo a cuatro pendones hablando de ciruelos delante de una cámara. Hasta aquí llegó la riada.
Ann Coulter escribió en su libro How to talk to liberals... if you must que la serie es la historia de cuatro putillas escrita por un marica. Por supuesto, se armó la marimorena, pero curiosamente no por la primera afirmación, sino por la segunda. Al parecer, lo que soliviantó los ánimos del público que fielmente sigue las andanzas de Carrie, Miranda, Charlotte y Samantha no es que se las trate de putones –en realidad lo son, y a mucha honra–, sino que se especulara con la identidad sexual de los guionistas. Puesto que se trata de una obra de ficción (aunque, según las encuestas, millones de mujeres se sienten representadas por sus cuatro protagonistas; ellas sabrán por qué) que cuenta cosas sobre mujeres, parecía inevitable que detrás de los coloristas argumentos de la serie estuviera también un equipo de mujeres. De esta forma el drama traspasaría los umbrales de la ficción para convertirse en un daguerrotipo de la sociedad femenina actual.
Sin embargo, qué cruel es la vida, en una entrevista realizada unas semanas más tarde el guionista principal de Sexo en Nueva York reconocería su gozosa homosexualidad. Coulter sospechó que detrás de los argumentos de la serie no había ninguna mujer simplemente porque, según su experiencia, las señoras no hablan así, ni aun en la intimidad de los aseos. No sé, pero yo tampoco me imagino aquí en España a cuatro mujeres triunfadoras (pongamos por caso, una banquera, una empresaria, una política y una famosa periodista... y que cada cual les ponga nombre) discutiendo en los mingitorios de una discoteca los detalles de su última felación.
La novedad para esta temporada es que la serie televisiva va a dar un paso más hacia delante, hasta convertirse en un reality show (aparte de la intención de Ana Obregón de hacer una versión española de la famosa serie, válgame Dios). Es decir, nos enfrentamos a la amenaza de un nuevo experimento sociológico, por utilizar la definición acuñada por Mercedes Milá, sacerdotisa de Gran Hermano, para conceptuar este tipo de programas llamados a proporcionar apasionantes descubrimientos en el campo de las ciencias sociales.
Las concursantes serán probablemente personajes relevantes en el terreno de su actividad profesional, como en el programa de la hermana de Lorenzo, donde todos son empresarios. Asombrosamente, ni el tejido productivo ni las cifras del PIB se resienten cuando doce de los hombres y mujeres de empresa más relevantes del país deciden meterse en una casa durante tres meses a hacer el chorra. Una prueba más de la fortaleza de nuestra economía.
La diferencia con el Gran Hermano de Sor Mercedes estriba en que, mientras que aquí no se exige a los concursantes una especial tensión intelectiva en busca de un objetivo (sus actividades cotidianas consisten en deambular por la casa como muflones en plena berrea y mantener apasionantes debates sobre maquillaje, moda, sexo y metrosexualidad), en el programa gemelo de Sexo en Nueva York las participantes han de trabajar muy seriamente para convertirse en el putón del año.
Si el concurso, perdón, el "experimento sociológico", es fiel a las coordenadas de la serie televisiva, para alcanzar el éxito las chicas deberán competir en franqueza, imaginación y procacidad a la hora de analizar su vida sexual delante de todos sus compatriotas en horario estelar.