La pequeña corriente inicial aumentó tras la Guerra de la Independencia de Estados Unidos, y se convirtió en una verdadera oleada durante el siglo XIX, cuando millones de personas cruzaron el Atlántico y, en menor número, el Pacífico, empujadas por la miseria y la tiranía y atraídas por un anhelo de libertad y prosperidad.
A su llegada no encontraron las cosas ya hechas, ni mucho menos; no toparon con una vida fácil. Pero hallaron libertad y oportunidad para obtener el mayor provecho posible de su talento. Mediante el trabajo duro, el ingenio, la frugalidad y la suerte, la mayoría consiguió alcanzar sus sueños y esperanzas, animando a sus parientes y amigos a que se unieran a ellos.
La historia de Estados Unidos es la de un milagro económico y político hecho posible al ser llevados a la práctica dos grupos de ideas; unas y otras, por una coincidencia curiosa, formuladas en documentos que se publicaron el mismo año de 1776. El primer conjunto de ideas apareció en La riqueza de las naciones, la obra maestra que convirtió al escocés Adam Smith en el padre de la economía moderna. Dicha obra analiza el modo en que un sistema de mercado podía combinar la libertad de los individuos para lograr sus propios objetivos con la amplia cooperación y colaboración necesarias en el campo de la economía para producir nuestros alimentos, ropas y viviendas.
El hallazgo clave de Adam Smith consistió en afirmar que todo intercambio voluntario genera beneficios para las dos partes y que, mientras la cooperación sea estrictamente voluntaria, ningún intercambio se llevará a cabo a menos que ambas partes obtengan con ello un beneficio. No es necesaria una fuerza externa, la coerción o la violación de la libertad para conseguir una cooperación entre individuos de la que se pueden beneficiar. Tal es la razón por la que, como dice Adam Smith, un individuo que "intenta solamente su propio beneficio" es "conducido por una mano invisible a alcanzar un fin que no formaba parte de sus intenciones. Tampoco el hecho de que ese fin no formara parte de sus intenciones es siempre malo para la sociedad. Al perseguir sus propios intereses, el individuo promueve a menudo los de la sociedad de un modo más efectivo que cuando intenta directamente promover estos últimos. No he visto nunca que quienes dicen comerciar para el bien común hayan hecho mucho bien".
El segundo grupo de ideas aparecía en la Declaración de Independencia, escrita por Thomas Jefferson para expresar el sentimiento general de sus compatriotas. Proclamó una nueva nación, la primera en la historia regida por el principio de que cada persona tenía derecho a perseguir sus propios intereses: "Consideramos que estas verdades son evidentes por sí mismas, que todos los hombres han sido creados iguales, que su creador les ha dotado de ciertos derechos inalienables; que entre éstos se encuentran la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad".
O, como declaró John Stuart Mill casi cien años más tarde de forma absoluta y más extrema:
El único fin por el cual es justificable que la humanidad, individual o colectivamente, se entrometa en la libertad de acción de uno cualquiera de sus miembros, es la propia protección (…) La única finalidad por la cual el poder puede, con pleno derecho, ser ejercido sobre un miembro de una comunidad civilizada contra su voluntad, es evitar que perjudique a los demás (…) La única parte de la conducta de cada uno por la que él es responsable ante la sociedad es la que se refiere a los demás. En la parte que le concierne meramente a él, su independencia es, por derecho, absoluta. Sobre sí mismo, sobre su propio cuerpo y espíritu, el individuo es soberano.
Gran parte de la historia de Estados Unidos gira alrededor del intento de poner en práctica los principios de la Declaración de Independencia: desde la lucha por la abolición de la esclavitud, resuelta finalmente mediante una cruenta Guerra Civil, a la aspiración posterior a promover la igualdad de oportunidades y al intento posterior de conseguir la igualdad de resultados.
La libertad económica es un requisito esencial de la libertad política. Al permitir que las personas cooperen entre sí sin la coacción de un centro decisorio, la libertad económica reduce el área sobre la que se ejerce el poder político. Además, al descentralizar el poder económico, el sistema de mercado libre compensa cualquier concentración de poder político que pudiera producirse. La combinación de poder político y económico en las mismas manos es una fórmula segura para llegar a la tiranía.
La combinación de libertad política y económica dio lugar a una edad de oro tanto en el Reino Unido como en Estados Unidos durante el siglo XIX. Estados Unidos alcanzó incluso una prosperidad mayor que la del Reino Unido, porque en América se comenzaba partiendo de cero: menos vestigios de clase y de estatus; menos prohibiciones estatales; un terreno más fértil para la energía, el empuje y la innovación y un Continente vacío para conquistar.
La fecundidad de la libertad aparece demostrada con el mayor dramatismo y claridad en la agricultura. Cuando se promulgó la Declaración de Independencia, menos de tres millones de personas de procedencia europea y africana (es decir, excluyendo los indios nativos) ocupaban una estrecha franja a lo largo de la Costa Este de Estados Unidos. La agricultura era la actividad económica principal. De cada veinte trabajadores, diecinueve eran necesarios para alimentar el país y conseguir un excedente para exportarlo a cambio de productos extranjeros. Hoy se necesita menos de uno de cada veinte trabajadores para alimentar a los 220 millones de norteamericanos y conseguir un excedente que convierte a Estados Unidos en el mayor país exportador de alimentos del mundo.
¿Quién ha hecho este milagro? Es evidente que éste no se debe a un sistema gubernamental de dirección centralizada: los países como la Rusia soviética y sus satélites, la China comunista, la antigua Yugoslavia y la India, que hoy en día se apoyan en la dirección centralizada, utilizan de un cuarto al 50% de su población activa en la agricultura; incluso a menudo dependen de la agricultura de Estados Unidos para evitar el hambre de la población. Durante la mayor parte del período de rápida expansión agrícola en Estados Unidos, el Estado desempeñó un papel desdeñable. Se concedieron tierras, pero eran extensiones anteriormente improductivas. A partir de mediados del siglo XIX se crearon centros de enseñanza superior a los que se garantizaban extensiones de cultivo, y estos se dedicaron a divulgar información y tecnología a través de servicios de extensión agrarios financiados por el gobierno. Sin embargo, sin ningún género de dudas, la fuente principal de la revolución agrícola fue la iniciativa privada, que actuaba en un mercado libre abierto a todo el mundo (dejando aparte la vergüenza de la esclavitud). El crecimiento más rápido se produjo tras la abolición de ésta. Los millones de emigrantes procedentes de todo el mundo eran libres de trabajar para sí, como granjeros autónomos u hombres de negocios, o para otros, en condiciones sobre las que se habían puesto libremente de acuerdo con sus patronos. Eran libres de utilizar nuevas técnicas, en perjuicio suyo si el experimento fallaba y en su beneficio si tenía éxito. Obtuvieron escasa ayuda del gobierno. Lo que es más importante, la interferencia gubernamental era pequeña.
El Estado empezó a desempeñar un papel importante en la agricultura durante y tras la Gran Depresión de los años treinta. Su actuación se dirigió principalmente a restringir la producción a fin de mantener los precios artificialmente altos.
El crecimiento de la productividad de la agricultura dependía de la revolución industrial que la libertad estimulaba. De ahí procedían las nuevas máquinas que revolucionaron la agricultura. A la inversa, la revolución industrial estaba supeditada a la disponibilidad de mano de obra que la revolución agrícola liberaba. La industria y la agricultura marchaban de la mano.
Tanto Smith como Jefferson habían entendido el poder concentrado en el gobierno como un gran peligro para el hombre de la calle; consideraron la protección del ciudadano contra la tiranía del gobierno como una necesidad permanente. Este fue el objetivo de la Declaración de Derechos de Virginia (1776) y de la Carta de Derechos de Estados Unidos (1791), así como el propósito de la separación de poderes en la Constitución de Estados Unidos. Esta fue también la fuerza que impulsó los cambios en la estructura jurídica británica desde la promulgación de la Carta Magna, en el siglo XIII, hasta finales del XIX. Para Smith y Jefferson, el papel del gobierno era el de árbitro, no el de un jugador. El ideal de Jefferson, tal como lo expresó en su primer discurso inaugural (1801), era "un gobierno frugal y sensato, que intentará impedir que los hombres se agravien entre sí, y que les dejará libres para organizar sus propias aspiraciones de trabajo y de progreso".
Irónicamente, el éxito mismo de la libertad política y económica redujo su atractivo para los pensadores de épocas posteriores. El gobierno estrechamente limitado del siglo XIX poseía escaso poder y no estaba en condiciones de amenazar al hombre cotidiano. La otra cara de la moneda era que contaba con poco poder para que la gente de bien hiciera el bien. Y en aquel mundo imperfecto aún existían muchas cosas que reformar. De hecho, el progreso mismo de la sociedad hizo que las injusticias que quedaban parecieran tanto más censurables. Como siempre, la gente dio por supuestos los desarrollos favorables y olvidó el peligro que podía representar para la libertad un gobierno fuerte. En vez de ello, se sintió atraída por las cosas buenas que un gobierno más fuerte podría conseguir, si el gobierno estaba en buenas manos.