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LOS MITOS DEL NACIONALISMO VASCO

Las matanzas del Cabo Quilates

A continuación reproducimos parte del capítulo sexto de Los mitos del nacionalismo vasco, la monumental obra (887 páginas) del periodista José Díaz Herrera que acaba de publicar la editorial Planeta. Una obra en la que habrá de sumergirse “cualquier persona que desee conocer la historia de las Vascongadas”, afirma César Vidal en el prólogo. El referido capítulo, ‘Las matanzas del Cabo Quilates’, da cuenta de la represión ejercida por los nacionalistas y las izquierdas durante la Guerra Civil en los territorios del Norte que controlaban.

A continuación reproducimos parte del capítulo sexto de Los mitos del nacionalismo vasco, la monumental obra (887 páginas) del periodista José Díaz Herrera que acaba de publicar la editorial Planeta. Una obra en la que habrá de sumergirse “cualquier persona que desee conocer la historia de las Vascongadas”, afirma César Vidal en el prólogo. El referido capítulo, ‘Las matanzas del Cabo Quilates’, da cuenta de la represión ejercida por los nacionalistas y las izquierdas durante la Guerra Civil en los territorios del Norte que controlaban.
Como en tiempos de la Inquisición, primero la Junta de Defensa de Vizcaya y posteriormente el Gobierno interino vasco crearon en todo el País Vasco una Junta Calificadora Central. Su misión, al igual que la po­licía política de Stalin, consistía en "purgar" a todos los enemigos del nacionalismo, detenerlos y enviarlos a los campos de exterminio anclados en la ría del Nervión, las chekas inventadas por los seguidores de Sabino Arana. Bastaba con haber militado en la Liga de Acción Monárquica, en el requeté o en las filas de los liberales o mauristas para ser tachado de "fascista", "traidor a la causa", "enemigo del pueblo" y ser pasaportado a los barcos-prisión, en donde era muy fácil entrar pero de donde se salía con el cuerpo lleno de agujeros y los pies por delante con demasiada facilidad. Los nacionalistas vascos, "la primera democracia del mundo", extremaron su celo en perseguir a sus compañeros de clase y de religión y no pusieron demasiados reparos a que fueran liquidados a ráfaga de metralleta o a machetazos en las cubiertas de las prisiones flotantes. Así, los dueños de los barcos-prisión a menudo fueron encerrados en sus navíos, que se convirtieron en su cámara de tortura, de iniquidad y en su cementerio. Para pintar en toda su magnitud la tragedia y el horror generado por el PNV, o con su complicidad, se hubiera necesitado toda una generación de Picassos. Por eso, no se puede ocultar el terror originado en la época de gobierno de quienes llevan un siglo culpando a los demás de "violencia institucional" y paseando un falso victimismo por el mundo entero o de sus cómplices.
 
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Aquel 4 de marzo de 1937 quedaría inscrito a sangre y a fuego en la conciencia colectiva de la sociedad vasca. Tras un bombardeo de la aviación franquista, varios batallones de la izquierda, con el concurso de los carceleros nacionalistas, habían asaltado las prisiones El Carmelo, Los Ángeles Custodios, Larrinaga, Casa Galera, Altuna Mendi y Cabo Quilates, los dos últimos cárceles flotantes. Más de 230 personas encarceladas, muchas de ellas ancianos y enfer­mos indefensos, son pasados por las armas sin ningún miramiento.
 
Los asesinatos en masa provocaron la primera crisis en el Gobierno de José Antonio Aguirre. Indignado, el presidente del Euskadi Buru Batzar, el máximo órgano de gobierno del PNV, Juan Ajuriaguerra, pidió la cabeza del consejero de Gobernación, Telesforo Monzón, pero el lehendakari no se atrevió a remodelar su Gobierno.
 
"Si ceso a Monzón, los comunistas exigirán que le entregue esa cartera", fue su excusa.
 
Los nacionalistas, que alardeaban constantemente de mantener el orden y la disciplina en los territorios bajo su dominio por medio de la Ertzaña y su flamante policía motorizada, se negaron a asumir la responsabilidad de una de las páginas más negras de toda su historia. "Los responsables fueron la chusma, favorecida y alentada por algunos batallones llamados rojos", repiten constantemente.
 
Lo cierto es, sin embargo, que en ninguna otra parte de España se produjeron asaltos a las prisiones, a la luz del día y a menos de doscientos metros de la Consejería de Gobernación. Y aunque la mayoría de los asaltantes de las prisiones y barcos-prisiones eran miembros de los batallones de UGT y anarquistas, entre las turbas también hubo nacionalistas –y muchos–, especialmente de los mendigoizales y de Acción Nacionalista Vasca, partidarios de aniquilar a los "españolistas" para crear lo más rápidamente posible la "República de Euskadi".
 
Telesforo Monzón.La responsabilidad de la matanza no se puede atribuir, por tanto, a la "masa de desarrapados" españolistas que dice el PNV. Bien al contrario, debe atribuirse al Gobierno Vasco, que mantenía una milicia bien armada y perfectamente coordinada cuidando las pocas iglesias y monasterios que por esas fechas no se habían convertido todavía en cuarteles de milicias, mientras dejaba a los presos a la buena de Dios.
 
Lo que realmente pasó aquel 4 de enero de 1937 fue que los dirigentes nacionalistas, especialmente Telesforo Monzón, no quisieron enviar a uno de los diversos batallones de su partido que se hallaban acantonados en Bilbao para restablecer el orden y evitar la matanza.
 
Temían que se vieran obligados a disparar sobre la gente que rodeaba las cárceles para abrirse paso y que esta acción les creara problemas con socialistas, comunistas y anarquistas, que poco antes se habían negado a ir al frente, exigiendo para ellos una consejería en el Gobierno Vasco.
 
La vida de centenares de personas, que estaban siendo brutalmente asesinadas a tiros, con bombas de mano e incluso con cuchillos y palos, les traía sin cuidado. Lo importante era que el Partido Nacionalista Vasco no se manchara las manos con la sangre del pueblo.
 
Según el periodista británico George L. Steer, esperaron horas hasta localizar a un batallón de la UGT, hablar con sus mandos y que éstos tuvieran la autorización de sus jefes políticos para intervenir.
 
Tras la masacre, a los familiares se les permitió oficiar funerales por sus muertos, enterrar los cadáveres, pero la preocupación de Telesforo Monzón era otra.
 
–¡Qué opinarán de nosotros los ingleses!
 
Sesenta y ocho años después de concluida la guerra en Bilbao, el saldo de aquella matanza es recordado con pavor por los pocos supervivientes que aún viven. Más del diez por ciento de los 2.217 presos custodiados en siete cárceles de Vizcaya, Larrinaga, Ángeles Custodios, Cabo Quilates, Altuna Mendi, Casa Galera, Monte Carmelo y Aránzazu Mendi, fueron exterminados sin piedad, compasión ni respeto a las edades ni jerarquías.
 
De hecho, la mayor parte de los presos –1.693– eran personas mayores de edad y, por lo tanto, personas sin capacidad ni fuerzas para defenderse y, además, no combatientes. Los comprendidos entre los 20 y 26 años, es decir, en edad militar, ascendían a 624.
 
Se trataba, pues, de un castigo por sus ideas a gente que no podía tomar las armas ni por el Frente Popular ni a favor de los llamados "rebeldes".
 
El Gobierno de Burgos respetó la vida de sus rehenes pese a que poblaciones como Zaragoza, Pamplona, Palencia, Burgos, Valladolid o Palma de Mallorca fueron bombardeadas por los aviones soviéticos. En Bilbao, en cambio, con el pretexto de los bombardeos se tomaron represalias sobre los prisioneros y los rehenes de guerra.
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