"No mostréis vuestra alegría, muchachos. Estos pobres diablos están muriendo"
Capt. John Philip, del USS Texas, a su tripulación mientras veían arder el buque español Vizcaya en la bahía de Santiago, Cuba, en 1898.
El 9 de marzo de 1945, 346 B-29 salían de las Marianas con destino a Tokio, donde dejaron caer 1858 toneladas de bombas incendiarias que destruyeron la sexta parte de la capital de Japón, matando a 83.000 personas. El General Curtis LeMay, comandante entonces del ataque aéreo sobre Japón, escribía más tarde, "abrasamos y quemamos y asamos hasta morir más gente en Tokio... de la que se evaporó en Hiroshima y Nagasaki juntas".
Esto es inexacto, murieron 80.000 personas solamente en Hiroshima. Y en su nueva biografía de LeMay, Barrett Tillman escribe que el general era más empático de lo que sugiere su retórica: "Podía distinguir una niña de tres años llamando a gritos a su madre en una casa en llamas". Pero LeMay era un guerrero "cuyo gobierno le encomendó una tarea que exigía matar a grandes cantidades de civiles enemigos de modo que pudiera ganarse la guerra".
Se ha debatido acaloradamente sobre cuántas muertes indiscriminadas de civiles en los escenarios asiático y europeo que eran realmente "necesarias", y por tanto moralmente permisibles. Incluso durante la guerra había empatía hacia las víctimas civiles, al menos las europeas. Y menos de 15 años después de la guerra, el cine (véase The Young Lions, 1958) ofrecía imágenes amables de soldados alemanes comunes arrastrados al combate por el ciclón de una guerra iniciada por un tirano.
Pero las posiciones hacia los soldados japoneses fueron especialmente duras durante la guerra y han sido menos tamizadas por el tiempo que las posiciones hacia el soldado alemán. Durante la guerra, se consideraba aceptable que una cartelera en una base naval norteamericana del sur del pacífico –firmada por el administrador William F. "Bull" Halsey– exhortase a "Matar japoneses, matar japoneses, matar más japoneses". Matar a los enemigos de América era la ocupación de Halsey. Sin embargo, su retórica fue sintomática de la especial ferocidad, por consideraciones raciales, de la guerra contra Japón: "Les estamos ahogando y abrasando por todo el Pacífico, y es tan placentero abrasarlos como ahogarlos". Halsey apoyaba aquél proverbio chino de que "la raza japonesa" era producto del "apareamiento entre gorilas hembra y los peores criminales chinos".
Los carteles en tiempo de guerra en los restaurantes de la Costa Oeste anunciaban: "Este restaurante envenena tanto a las ratas como a los japoneses". En 1943, el representante de la Marina en el comité que consideraba lo que debía hacerse con un Japón derrotado recomendaba el genocidio: "la práctica eliminación de los japoneses como raza". Stephen Hunter, crítico cinematográfico del Washington Post, dice que de las más de 600 películas en inglés rodadas desde 1940 acerca de la Segunda Guerra Mundial, solamente cuatro (la más notable, El puente sobre el río Kwai, de 1957), "han reconocido siquiera la humanidad" a los soldados japoneses.
La empatía por el infortunio del enemigo común obligado quizá sea un lujo de posguerra; ciertamente es un logro civilizado, un logro de imaginación moral que con frecuencia precisa de la asistencia del arte. Este es el motivo por el que resulta notable que "Cartas desde Iwo Jima", de Clint Eastwood, fuera una de las cinco películas nominadas a mejor película. Es un espectáculo tenso. Un intento inclemente de llegar tan cerca como el cine pueda aproximarse a la realidad del combate, especialmente la lucha que mató a 6.821 americanos y a los 22.000 soldados japoneses de la pequeña isla (ocho millas cuadradas) de lava negra, a excepción de 1083. ¿Recuerda los 15 primeros minutos ardientes de Salvar al soldado Ryan, la carnicería de la Playa de Omaha? Se supera en Cartas desde Iwo Jima, con cambios espeluznantes.
El mando japonés en la isla, Tadamichi Kuribayashi, al igual que el almirante que atacó Pearl Harbor, Isoroku Yamamoto, era un guerrero cosmopolita que había vivido en América, a la que nunca había dejado de admirar. En el 2005, un equipo de arqueólogos japoneses, que exploraban las cavernas de la isla creadas por el hombre en busca de artefactos de batalla, descubrió una saca de correo no entregado procedente de Kuribayashi y otros soldados y oficiales. Todos los escritores sabían que hacían frente a una fuerza aplastante –Japón no tenía asistencia que enviar– y estaban condenados a muerte en concordancia con el código militar japonés, que prohibía la rendición e instaba al suicidio.
Las fuerzas japonesas cometieron con frecuencia barbaridades peores incluso que las cometidas por el ejército regular alemán, y es difícil exagerar la culpabilidad de las órdenes dictadas por los bárbaros. Sea como fuere, el contenido de las cartas humaniza a los soldados japoneses, cuyo fatalismo era la respuesta razonable a lo irracional. Los espectadores de esta película, aunque conmovidos con orgullo y la gratitud por el valor de los Marines americanos, no se sentirán inclinados a mostrar su alegría. Estamos alcanzando la sensibilidad del capitán Philip.
© 2007, The Washington Post Writers Group