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LATINOAMERICANOS EN PARÍS

Las divinas palabras

"¿Cómo va Cuba?". "¡Muy bien! La zafra se anuncia estupenda, la producción ha aumentado en un 3,5%, la alfabetización es un éxito…". "¿Y la libertad de expresión?". "Ah, de eso nada. Se terminó". "¿Y no es grave?". "Sí, claro, gravísimo".

"¿Cómo va Cuba?". "¡Muy bien! La zafra se anuncia estupenda, la producción ha aumentado en un 3,5%, la alfabetización es un éxito…". "¿Y la libertad de expresión?". "Ah, de eso nada. Se terminó". "¿Y no es grave?". "Sí, claro, gravísimo".
Esta conversación entre Mario Vargas Llosa y yo tuvo lugar en un restaurante popular cercano a la calle de Tournon, donde tía Julia y Mario alquilaban un piso cuya intransigente propietaria era Anne Philippe, la viuda del actor Gérard Philippe. Mario, claro, volvía de Cuba, adonde iba entonces bastante a menudo, pues estaba muy comprometido con el régimen castrista, para presidir jurados literarios de la Casa de las Américas y otras vainas, como bien es sabido. En lo que a mí concierne, fue la primera vez que le vi inquieto y preocupado, por lo que él percibía como el endurecimiento del régimen y la asfixia de la libertad, y no sólo la de expresión. Aunque su ruptura pública fue algo posterior. Esta conversación tuvo lugar, creo, en 1964.
 
Años después, en casa de Françoise y Daniel, Tomás Eloy Martínez me espetó, sarcástico: "Lo que nos estás diciendo es que quien hizo cambiar de opinión a Mario sobre el régimen castrista fuiste tú". "Lo que estoy diciendo es lo que he dicho: el entusiasmo de Mario por el castrismo no duró tantos años como algunos dicen". Aunque algo tardó en hacer pública su ruptura. Desde luego, incluso cuando nos entusiasmábamos con la Cuba revolucionaria, el régimen ya era una mierda. Lo fue desde el principio.
 
Conocí a Mario en 1959 o 1960, en la redacción de las "emisiones en lenguas extranjeras" de la radiotelevisión francesa (RTF). Después de haber dimitido del PCE me quedé sin nada, ni salario ni documentación, y estuve contento cuando, en 1959, André Camp me contrató para dichas emisiones. (Era hijo de Jean Camp, hispanista conocido. André, además de crítico teatral y director de esas emisiones, era el traductor casi oficial de Alejandro Casona). En realidad no era un trabajo de periodista, porque todo estaba escrito por la redacción central, y únicamente nos tocaba traducir y, a lo sumo, adaptar los despachos oficiales. Pero era un trabajo. Mario, quien durante el día trababa en la agencia France-Presse y de noche en la radio, cuya sede estaba entonces en la avenida de los Campos Elíseos, escribía, no sé cuándo, su novela La ciudad y los perros, y sacaba tiempo, no sé cómo, para ir al cine, al teatro, visitar exposiciones, tener líos de faldas y, en una palabra, vivir. Jamás he conocido una persona que trabajara más que Mario.
 
Mario Vargas Llosa.Nos hicimos amigos rápidamente. Me parecía más interesante y más simpático que el carrillista Ramirez, redactor jefe, o el melancólico José María Madern. No sólo trabajábamos juntos cinco noches a la semana, sino que a menudo almorzábamos juntos, o cenábamos con Julia, Nina y otros amigos.
 
Fue Mario quien propuso a Jean Supervielle, director adjunto de André Camp (e hijo del escritor Jules Supervielle), crear una tertulia literaria radiofónica, proyecto que fue aceptado y que Jean se apresuró a presidir. Da la casualidad de que en esa humilde tertulia conocí a gente que luego tuvo fama, como el propio Mario Vargas Llosas, Jorge Edwards, Julio Ramón Ribeyro y Ricardo Paseyro, cuñado de Jean Supervielle y el único de nosotros que era de derechas, porque los demás éramos progres, yo el que más, pero de una manera rara: comunista furiosamente anticomunista.
 
Si Mario Vargas Llosa como Jorge Edwards han hablado en sus libros de esa emisión literaria, de esos encuentros, del café de enfrente, de nuestras charlas, me imagino que no es por el gran valor crítico de nuestros comentarios radiofónicos, sino por todo lo que transcurría al lado, y que yo califico de amistad. Efectivamente, después de Mario, me hice amigo de Jorge Edwards. Por aquellos años, a principios de los 60, Jorge era secretario en la embajada de Chile en París, y ya había publicado dos libros de cuentos (Mario también).
 
Recuerdo una cena en casa de los Edwards, Pilar y Jorge, con Mario y Julia, Nina y yo, allá por la calle de Passy –o la Muette–, en la que Jorge, que aún no había sabido planificar sus bebidas, borracho, me insultó: "Este Semprún es un boludo, sí, sí, un boludo. Usted es un boludo, señor Semprún". Y Mario se precipita y se pone a murmurar cosas misteriosas al oído de Jorge, y yo siempre me he imaginado que fue algo así: "Este Carlos es español, por lo tanto un bestia, y si sigues insultándole se va a liar a puñetazos, y ¿te imaginas la situación? ¡Pobre Pilar! Cálmate". Que fueran ésas u otras las palabras, lo cierto es que Jorge se calmó. Y no le rompí la crisma.
 
Si ese nuestro pequeño círculo de poetas aún no desaparecidos se disolvió, fue porque a Edwards, diplomático de carrera, le mandaron a otra capital, y fue sustituido en esa tertulia radiofónica por Julio Ramón Ribeyro. Pero incluso si tuvimos buenas relaciones, nunca fui tan amigo de Julio Ramón como de Mario o de Jorge. La última vez que vi a Julio fue en Madrid, en el Gijón y por casualidad. Intercambiamos calurosos saludos y frases consabidas: "Los dos vivimos en París y no nos vemos nunca, salvo en Madrid".
 
Yo había abandonado en 1962 esas emisiones radiofónicas en español, pero seguía viendo a Mario, y a Julia, tan simpática, tan sensual (bailaba divinamente), y hasta asistí a los primeros escarceos de la joven Patricia con Mario. Pero luego éste se convirtió en cohete estelar, con el éxito de sus libros, que no se debe sólo a Carmen Balcells, su presidencia del Pen Club, su candidatura a la Presidencia del Perú –fue derrotado por los pelos, por "el chinito"– y todo lo que todo el mundo sabe.
 
Una vez, en Madrid, en un palacete, la editorial Tusquets presentaba un libro de Jorge Edwards, creo que era Adiós, poeta, casi exclusivamente dedicado a Pablo Neruda, con la participación de Mario Vargas Llosa. Estuvieron recordando nuestros años en París (digo "nuestros" porque yo también estaba, aunque, claro, no hablaran de mí). Felicité a Mario por haber perdido las lecciones en Perú, y no le hizo la menor gracia. Para vengarse, supongo, me preguntó si seguía en la radio, o sea en las alcantarillas. Le respondí que sí, pero que había "trepado": me ocupaba sobre todo de teatro radiofónico para France-Culture.
 
Luego le hice una entrevista para ABC Cultural, en París, y entre otras muchas cosas le pregunté por qué él, presidente del jurado del Comillas, había concedido ese premio al pésimo libro de Manuel Azcárate Derrotas y esperanzas, tan estalinista descafeinado. Me confesó que no lo había leído (¿y desde cuándo los presidentes de los jurados literarios leen los libros premiados?), pero que lo iba a leer, y si tenía razón dimitiría del Comillas.
 
Esto, que publiqué en ABC, armó un diminuto escándalo. Resulta que, desde entonces, Mario me ha retirado el saludo. Me importa un bledo, porque de todas formas no es el mismo. No es ese chaval con bigote y copete, repleto de energía y talento, que yo conocí. Se ha convertido en académico. No me interesa, y sus libros cada vez menos; poco tienen que ver con La casa verde, por ejemplo.
 
No fue Mario, si siquiera Jorge Edwards, quien me presentó a Pablo Neruda. Fue Matta.
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