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ADELANTO EDITORIAL

Las confesiones de mi abuelo

Confesiones. Así fue como Francisco de Cossío quiso intitular la obra con la que rubricar lo que él estimaba había sido su vida. Quizás, más que estimar lo que había sido su vida, sería mejor decir lo que él había contemplado como su vida.

Confesiones. Así fue como Francisco de Cossío quiso intitular la obra con la que rubricar lo que él estimaba había sido su vida. Quizás, más que estimar lo que había sido su vida, sería mejor decir lo que él había contemplado como su vida.
Confesiones es, en cierto modo, ese diario de a bordo que los capitanes de barco redactan para dar fe de la travesía que afrontaron y de las maniobras a las que se vieron compelidos. Pero Francisco de Cossío era navegante de tierra adentro. Por ello, como geometría básica, tuvo que recurrir a la horizontalidad de los galgos y a la verticalidad de los álamos, para encontrar el aplome de la Castilla Vieja que lo engendró.
 
(...)
 
Francisco de Cossío fue, antes que nada y después de todo, un espectador. Este oficio, el de espectador, es uno de los más difíciles de aprender y de ejercitar. Se necesita, desde muy niño, haberse educado en tensar ciertos resortes del alma, dejando relajar, al mismo tiempo, la musculatura del espíritu. Los acróbatas de circo, apenas dejan de gatear sobre el serrín de la pista, descoyuntan sus miembros en escorzos inverosímiles, con el fin de que los aplausos del público no lleguen a producirles luxaciones.
 
Como espectador, Cossío debió comenzar su entrenamiento contemplando, desde muy temprana edad y desde la balconada de la casa de Sepúlveda en la que nació, el bullir de las gentes en la Plaza de la Villa. Desde lo alto de ese mirador, se le ofrecía el trasiego de un pueblo en el que la historia se resistía a cambiar su caligrafía. Dudaban, aquellos descendientes de los repobladores de Castilla, de si el trueque, cambiando la redacción de sus vidas, podría merecerles la pena. El tiempo, caminando a paso de buey, les permitía seguir mascullando lindes y medianerías sin tener que tragar con demasiada premura la saliva.
 
En los mercados que en la plaza del pueblo se celebraban, los aldeanos calibraban y regateaban sus productos, mientras las viejas piedras construían un caserío asomado al vacío, conformando un coro que esperase a que el río Duratón, desde sus hoces, le diera el tono con que vocalizar la música que los siglos, tomando como partitura los blasones y los recovecos del pasado, habían venido componiendo.
 
Como desde una atalaya, a aquel niño se le ofrecía una doble meditación. Por un lado, la visión de la plaza principal, a una distancia en la que los ajetreos de los hombres y sus comentarios llegaban tamizados y en sordina. Por el otro, la espectacular panorámica que, utilizando las huertas regadas por el Caslilla como peana, se desbordaba trocando la carretera de llegada al pueblo en unos brazos que, en cada curva, se abrazaban a ellos mismos.
 
[...]
 
(...) Cossío recuenta su familia hasta donde los archivos de la misma le permiten. Y no por vanidad, la más pueril de todas las vanidades, sino porque al ser los hombres hijos de sus obras, el análisis de los cimientos heredados es el que aparejará adecuadamente el andamiaje que requerirán éstas para sustentarse con solidez. Para un liberal, la familia, aparte de las connotaciones jurídicas y biológicas desde la que pueda ser contemplada, es una coordenada que, junto a la del tiempo y el espacio, modela nuestro contorno para engarzarlo en una dimensión más amplia que la de la simple singularidad. Se es hijo de algo y de alguien, y ese algo y ese alguien, son los que depositaron en nuestro equipaje los enseres que quizás algún día necesitaremos para reconfortar nuestro viaje.
 
Como pintor reconozco en los bocetos todas las claves y pautas que éstos proporcionan para la total comprensión de la obra última. Regreso, pues, y con este ánimo, a la infancia de Cossío, para dejarme seducir por dos sucesos que él describe como si fueran los protagonistas de alguna de aquellas charlas en las que gustaba prodigarse para deleite de quienes le escuchaban... Una niñera le dijo que, pegada a la muralla (la casa se encontraba adosada a ella) estaba la cárcel, y que, por las noches, se oía el ruido de las cadenas y los lamentos de los presos. En una cárcel de la entidad que podría tener la de Sepúlveda por aquel entonces, era poco probable que tales hechos aconteciesen. No obstante lo cual, el abuelo tuvo que acunar su miedo durante muchos insomnios.
 
Seguramente aquello le dejó el poso de una filosofía que jamás abandonaría... La historia no es lo que los voluminosos tratados que enumeran batallas y acontecimientos contienen, sino esa parte de lo experimentado que hemos aceptado como cierta aunque no lo haya sido. La física quántica va poniendo orden a este estado de cosas.
 
Napoleón, artífice de la batalla de Waterloo, según lo refiere Stendhal, tuvo que preguntar, en su retirada, a un soldado fugitivo qué es lo que había pasado. Este soldado, con la visión de unos cuantos metros en torno suyo, dio una lección de historia al emperador. Con menos datos quizás que los que exigiría un pormenorizado estudio sobre tan magno acontecimiento, pero suficientes para que este hombre relatase a quien quisiera escucharle, una realidad que, sin necesidad de notas a pie de página, se le impuso como la más veraz historia posible. Todo suceso que no pueda ser contado en una noche de invierno, al calor de la lumbre, sin necesidad de tener que amplificar la voz, y no teniendo que recurrir al criterio de los demás, solamente es una verdad con las lindes entreveradas.
 
De cualquier manera, todas las reflexiones que yo ahora pueda hacer sobre la existencia humana, todos los dibujos que esboce sobre el esqueleto de la verdad o la musculatura de la mentira, serían sacos de mi cosecha. Lo justo y necesario es dejar que Cossío, en sus Confesiones, nos permita saborear lo que un espectador en estado puro, como él lo era, nos ofrece. Ésa es la riqueza que proporcionan los años cuando se han sabido ir arrancando las hojas del calendario una a una y a su debido tiempo.
 
[...]
 
En unas Confesiones como las que escribió Cossío, destiladas sin necesidad de confesionario alguno, y sin esperar absolución por parte de nadie, no podían quedar en el olvido los amigos. Esos amigos que, a lo largo de la vida, fueron apuntalando sus afectos, a sabiendas de que, con lealtades, el tiempo se deja acariciar sin necesidad de tener que cambiar el sentido en las manecillas del reloj.
 
(...) A ellos, a sus amigos, dedica una buena parte de su libro, y se nota, cuando su pluma se desliza sobre las cuartillas, cómo medita las interrogaciones, las admiraciones y los puntos y aparte, para que sólo aflore la frase que mejor dé la talla de cada uno de aquéllos con quien compartió avatares, alegrías, duelos y conmemoraciones.
 
Miguel Delibes.Delibes, refiriéndose en una ocasión a la forma de escribir de un consumado articulista, decía que se notaba cuándo encendía el cigarrillo. En Cossío sólo se notaba el cómo navegaba con su pipa, dejando que el humo dibujase los encabezamientos de cada párrafo a la manera en como los monjes medievales iluminaban las mayúsculas de los códices, para mayor gloria de Dios. Cossío, sin tener que glorificar más que a la propia gloria de haber vivido sin otras pretensiones que el serle permitido ser espectador de la época que le tocó en suerte, echa mano de todo cuanto aconteció a su alrededor, para remachar esa filosofía que los castellanos heredaban en los caminos y las posadas donde al pan se le llamaba pan y al vino no se le echaba agua.
 
Ningún lugar del mundo le resultó lejano, ninguna idea ajena a su sentir llegó a perturbarle, y ni la adversidad ni el halago le hicieron entonar un suspiro más fuerte que otro. Fumaba, ya lo he dicho, en pipa, algo tan difícil de practicar como el aprender un idioma. En los idiomas hay sonidos que se aspiran y otros que se expelen; si no se llegan a dominar estos malabarismos de la respiración, el humo acaba siempre agonizando sobre los rescoldos de lo que podía haber sido una paz pasada de mano en mano con armonía.
 
Y hablando de respiración y, a punto de abrir la puerta de despedida de este escrito: cuenta Francisco de Cossío, cómo en una de las visitas que solía rendir a la Casona de Tudanca, que (...) su hermano José María se había impuesto [convertir] en un santuario de la cultura y el recuerdo, se encontraba hospedado don Miguel de Unamuno. Estimaron conveniente una buena mañana, hacer una excursión y escalar unos riscos desde donde se presumía la visión, de la que se podría disfrutar, sería magnífica. Parte del grupo ascendió en caballerías, pero don Miguel se empeñó en hacerlo a pie. El abuelo, para no hacerle un desaire, se prestó a acompañarle en esas mismas condiciones. Don Miguel, pasado el primer entusiasmo, comenzó a jadear, y cada vez se le hacía más penosa la remontada. Quisieron convencerle de que lo más prudente sería el recurrir a las cabalgaduras que, aparte de conocedoras del terreno, podrían aliviar tanto esfuerzo. Don Miguel, congestionado, apasionado, y no renunciando a ninguno de los principios que alumbraron su vida, exclamaba: ¡Hay que llegar a lo alto!... Que eso fue lo que estuvo persiguiendo toda su vida a base de sonetos crucificados y disecciones poliédrico-metafísicas.
 
En España siempre se asciende y se desciende jadeando. Son los pulmones de los genes que nos alumbran y deslumbran los que así vienen configurados de fábrica. Este diseño es el que permite el que se puedan gestar orfeones de una sola voz, y procurando que no se oiga la del de al lado, al que se le supone escolano de ínfimo rango.
 
Cossío nunca quiso que, cuando en el declinar de sus años, los recuerdos se le hacían más humanos, el libro que surgiera fuera, ni unas memorias ni una autobiografía. Una confesión es lo que deseó. La confesión es el acto más íntimo y sincero al que el hombre puede abandonarse. Sin necesidad de absoluciones, uno se cuenta su vida como él ha creído vivirla; camino éste el más transitable para llegar a la certeza de las cosas. Los hechos y los hombres no son sino como uno los ha percibido. Para ello se necesita esa serenidad de espíritu que el que ha sabido ser espectador atento y desinteresado, llega a adquirir. En un banquete, los comensales discuten y se acaloran. El camarero, quizás fuera el único que, con la perspectiva suficiente, pudiera intervenir en la controversia con mejor juicio, pero se limita a observar para algún día poder dar fe de quién fue el que se comió la tajada más apetitosa, hurtándosela al que por su prudencia le debería de haber correspondido.
 
Para finalizar. No me sentiría del todo satisfecho, si no celebrase con emoción la reedición de este libro. Confesiones, aparte de una familia y unos amigos, describe una época que muchos han querido, peor que relegar al olvido, adulterar. Han dejado que los lugareños, desde el mojón que mejor apañase el surco que siempre sobra, cantasen y contasen las coplas que, en las fiestas de su pueblo, mejor sirvieron para meter mano a las mozas. Así, saliendo el sol por donde tenía que ponerse y bajando el pan con más miga que corteza, cualquier necedad se convierte en dogma. Cossío fue un grandísimo escritor, digno de mejor recuerdo. Fue un liberal ecuánime y generoso, que tuvo que contemplar y padecer todos los saraos que en España, para que la juerga de siempre no decaiga, se montan sin necesidad de santo ni de romería. Contó su vida sin hurtar luces ni sombras y yo, su nieto, ahora que tanto se estila este tipo de parentesco, no oso añadir ni quitar un solo punto o una coma a cuanto quedó dicho cuando tuvo que decirse.
 
 
NOTA: Este texto es un extracto de la introducción de JOSÉ MARÍA PÉREZ DE COSSÍO a las CONFESIONES de FRANCISCO DE COSSÍO, que acaba de publicar la editorial Akrón.
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