La táctica de este negocio era la misma que luego emplearían los chinos en todas las grandes ciudades europeas. Consistía en pasear por los restaurantes y locales con flores envueltas en celofán y ofrecérselas a los clientes. En aquel entonces no sé si había algún chino dedicado a la rosa en Ginebra, pero el caso es que aún no habían monopolizado el negocio.
Valeria lo tenía bien organizado. Compraba rosas al por mayor y luego, en su casa, tras dejar que chuparan agua, las seleccionaba, las arreglaba un poco y las metía en los cucuruchos. La operación había que hacerla poco antes de salir, para que la flor aguantara la noche con buena cara. Con un montón de flores así preparadas, salimos cual violeteras varios viernes y sábados por la noche. La zona de trabajo de Valeria era Carouge, un barrio que yo conocía bien y que se prestaba para esa actividad, por la cantidad de pequeños restaurantes que albergaba en sus callejuelas.
A mí me daba algo de apuro entrarle a la gente, que estaba tan tranquila cenando, para que compraran una rosa de aquellas. Pero todo es empezar. Primero se les pedía permiso a los dueños o encargados de los locales, que no solían poner inconveniente. Después, con la mejor sonrisa, íbamos una u otra de mesa en mesa para ver si alguien picaba el anzuelo. No era fácil, pero tampoco imposible. Por raro que en principio me pareciera, había quien compraba la flor, casi siempre para regalársela a su novia o a su esposa.
El truco estaba en dirigirse a los hombres, que eran los más dispuestos a aceptar la oferta de añadir, por un franco o cosa así, un ingrediente romántico a la cena. Tras las primeras veces, empecé a soltarme un poco y a percibir, en cuanto echaba una mirada por el comedor, quiénes podían ser más proclives a la rosa. Los negros, por ejemplo, de los que había nutrida representación en Ginebra, eran buenos compradores. No dudaban en adquirir una rosa para su acompañante. Los nativos eran más agarrados. Si conseguíamos vender varias rosas en un solo local, lo celebrábamos. No era para menos. Llevaba muchas horas hacerse con algún dinero. Pero resultaba menos pesado que el ménage.
Si de noche me paseaba con las rosas en celofán, de día circulaba por Ginebra con el perro de la rue de Voltaire. Me daba pena, el pobre. Su dueño apenas tenía tiempo para sacarlo. El animal estaba todo el día metido en aquella casa, que no era un palacete, y con la lata de carne como única distracción. Así comía, de puro aburrimiento. Era un bobtail, o antiguo perro de pastor inglés, una raza cuyos ejemplares parecen bolas peludas, de color gris azulado con manchas blancas y un largo flequillo blanco que les tapa los ojos.
Nada que ver con un fox terrier como el de Tintín, pero el dueño del animalito le había puesto Milú. Este Milú ginebrino pesaba lo suyo y tenía mucha fuerza. Llevarlo atado era como ir en trineo pero sin trineo. Además, no tenía costumbre de andar con correa, así que hacía lo que le daba la gana, y se llevaba con él al pánfilo –la pánfila, en este caso– que pretendía agarrarlo. Pero cuando probé a dejarlo libre fue peor. Cruzaba las calles a su aire, desconociendo la existencia de los coches, si olfateaba algo atractivo al otro lado.
Solíamos andar por los muelles, donde no circulaban automóviles sino yates. En aquella época del año todas las embarcaciones deportivas de Ginebra, que eran numerosísimas, estaban en tierra. Al principio de la primavera empezaban las labores de reparación o repintado. Eso se hacía al aire libre, y a un ritmo artesanal. Había allí, bajo el Quai du Mont-Blanc, en medio del gran aparcamiento de veleros, un quiosco, un bareto, donde se congregaban los que hacían aquellos trabajillos y se pasaban el día entre los barcos.
Tenían el aspecto de viejos lobos de mar, con sus rostros curtidos, sus pipas y cigarrillos perennes, sus maneras de andar y de mirar el horizonte y su vestimenta. Nadie hubiera dicho, viéndolos, que estaba en un país interior, sin salida alguna al mar. Podían figurar de marselleses. Pero eran suizos. Aunque hablaban un slang que sólo ellos debían de entender. Los ginebrinos eran, y son, magníficos navegantes a vela. El lago Leman proporciona, por lo que se ve, un buen terreno de pruebas. Desde luego, no falta el viento.
Pasear con Milú tenía un toque de suspense. Nunca se sabía qué podía suceder. De todas las locuras e inconveniencias que hizo el perro en aquellas caminatas por Ginebra, hubo una de traca. No se le ocurrió otra cosa que hacer sus necesidades bajo el toldo que engalanaba la entrada de uno de los mejores hoteles de la ciudad. Fue en el Quai Mont-Blanc, que mira hacia el lago con su fachada de hoteles de lujo, sembrada de banderas y de porteros uniformados, ante los que se detienen cochazos y limusinas de los que descienden huéspedes elegantísimos. Allí tienen su asiento el hotel des Berges, uno de los más antiguos de la city, el Hilton, el hotel de la Paix, el del Beau Rivage y otros, y fue en uno de los citados donde Milú tuvo a bien detenerse.
Lo llevaba atado, pero no pude obligarle a moverse una vez que tomó posiciones. Y así, el portero, que llevaba un sombrero de copa impresionante, hubo de contemplar cómo aparecía ante sus ojos, y quedaba en medio del camino de entrada del hotel, un duplicado, algo deforme, de una lata de carne cruda y humeante.
Pobre portero. Se quedó atónito y paralizado. Y lo que se me ocurrió como remedio de emergencia terminó de empeorar el panorama. Entonces no se estilaba todavía andar con bolsas para recoger los excrementos caninos. Le pregunté si tenía una escoba, o algo parecido, y en efecto, abrió una puertecilla que había en la fachada y sacó de allí un escobón, que aplicó sobre la carnaza, dispersándola por un área mayor. Por suerte, no había clientela a la vista.
No volví a pasar por allí con Milú, para evitar una repetición de la jugada. Y a medida que la primavera se instalaba en la ciudad mis paseos diurnos empezaron a dirigirse, ya en solitario, hacia otros lugares.
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