Son cosas de nuestro sistema inmunológico, de esa formidable herramienta con que contamos los seres vivos para protegernos de los agentes extraños, de los cuerpos de uno u otro tamaño, de una u otra capacidad infecciosa que penetran constantemente en nuestro organismo. Y un ser vivo del tamaño de un guisante que termina creciendo hasta convertirse en un bebé de tres kilos, no cabe duda, es un cuerpo extraño al que la madre, durante nueve meses, debe saber adaptarse.
Los conflictos entre los sistemas inmunológicos del feto y de la madre pueden dar lugar a la pérdida del primero, a partos prematuros o a complicaciones graves en la salud de la segunda. Pero he aquí que la naturaleza ha diseñado un inteligente mecanismo corrector para evitar tales dramas, en la mayoría de los casos. La respuesta inmune del no nacido permanece "dormida" durante el desarrollo embrionario y fetal, a la espera de una señal de activación que producirá toda la catarata de reacciones necesaria para afrontar la rudeza del ambiente extraplacentario. Según se cree recientemente, en realidad la capacidad de respuesta inmune del pequeño se encuentra bien desarrollada al nacer, pero ha sido situada en una especie de stand-by voluntario durante los últimos nueve meses.
Esa es la razón por lo que los recién nacidos no pueden ser vacunados. Los niños deben esperar hasta que pasan sus primeros meses de vida, y luego someterse a varias dosis de vacunación, escalonadas, para despertar su perezoso sistema de respuesta. Una vacuna inoculada a los pocos días del parto no produciría ninguna reacción positiva en el bebé, ya que éste es incapaz de tejer una red de acciones suficientemente consistente para combatir el azote de bacterias y virus. Por ello, en las primeras semanas de vida, las crías de cualquier especie de mamífero, por supuesto también las humanas, son especialmente vulnerables. Sobre todo en lo países más pobres, donde las condiciones de atención sanitaria son prácticamente inexistentes después del parto.
Lo decía con dramática clarividencia Ofer Levy, especialista en enfermedades infecciosas del Hospital Infantil de Boston, en una entrevista a la prestigiosa revista New Scientist: "En muchos países, la única vez en la vida que un niño recibe la visita de su médico es cuando está saliendo del canal de parto de su madre".
La ciencia médica moderna observa este momento de indefinición inmune del cuerpo humano con una especial fascinación. En parte, es la última frontera de la inmunología. O la primera. La terra incognita, el papel en blanco, el lienzo vacío en el que la naturaleza comienza a emborronar sus primeros trazos protectores y en el que el ser humano daría lo que fuera por poder actuar. No por un simple afán manipulador, no por la comprensible pulsión del espíritu emprendedor que lleva a los científicos a perder el sueño cuando se enfrentan a este tipo de retos, o, al menos, no sólo por eso; sino porque sabemos que cualquier intervención preventiva en esos primeros días de desarrollo podría tener increíbles efectos sobre la salud del futuro adulto. Una sola inyección en el momento adecuado defendería al bebé de multitud de infecciones peligrosas y, en ocasiones, mortales.
Ahora, es posible que tengamos una buena noticia para él. Los médicos del siglo XXI están dispuestos a no dejarle desprotegido ni siquiera en sus primeros días de vida. Y la solución viene de la mano de un grupo de moléculas conocidas como receptores tipo Toll (TLR), de las que se acaba de descubrir una interesantísima propiedad. Se encuentran en la superficie de ciertos glóbulos blancos, y podrían actuar como centinelas contra agentes infecciosos invasores. Ya han sido utilizadas en ensayos clínicos moléculas capaces de estimular estos receptores para tratar de aumentar el efecto de las vacunas en niños mayores y adultos, pero en recién nacidos su capacidad de estimulación es casi nula. Con una sola excepción: los llamados TLR8 son receptores que funcionan tanto en bebés como en adultos.