Han venido de toda la Costa. Y del interior... ¡A San Marcial!... ¡Como en el Alarde!
Llegan de las poblaciones grandes y de las pequeñas: de Hendaya, de San Juan de Luz, de Biarritz, de Cambó, de Hasparren y hasta de Pau y de Bayona.
Acuden como las moscas a la miel.
Se han acercado a Biriatou en coche, en autocar, en bicicleta y hasta los hay que han venido a pie.
Se presentan vestidos con trajes de alpaca o de hilo –blancos, inmaculados– con chaquetas de punto, azules o verdes, con camisas "Lacoste", con milrayas, con tabardos marinos; cubiertos con monos de mahón. Van tocados de jipis, de "canotiers"; con boinas, con gorras de visera...
Son veraneantes, orondos burgueses de la región, pescadores, obreros de las fábricas y del ferrocarril.
Son los asiduos al "Bar Basque", al "Café de París", a "La Pérgola", a los figones del puerto de Ciboure, a las tascas de las afueras, a los "caseríos" con bodegón y lagar...
Aparecen como quien va de fiesta... De excursión... Al teatro... ¡A los toros, tal vez!
Vienen por ver cómo los españoles se escabechan unos a otros y, en la contemplación del espectáculo, deben experimentar un placer inefable...
Se reparten por las camperas, por los cuestos, entre las peñas, tras las paredes de piedra que acotan los minifundios; se protegen, malamente, con los troncos de los plátanos, que orillan carreteras y caminos...
Unos enfocan sus catalejos, otros los prismáticos, algunos se ajustan el monóculo; los hay que se arreglan a simple vista.
En su imprudencia parecen ignorar que las balas no saben de fronteras y que, cualquiera de ellos, podría recibir un "chinarrazo".
Juan los observa con rabia.
Miran hacia San Marcial; aquella ermita donde se remataron las glorias de Bonaparte; el monte en que se libró, cuando la francesada, la última batalla; fue acción en que, por cierto, se distinguió en gran manera un leonés, don Federico de Castañón y Lorenzana, su antepasado; aquella vida bien merece ponerse en letras de molde, pues que resultó pródiga en avatares, desde el dos de mayo, que le cogió Oficial de las Reales Guardias, allá, en Madrid... Él, Juan, ha de relatarla algún día.
***
Una pregunta que oyó esta mañana, le ha dado qué pensar... ¡Y mucho!
La oyó a un minero de Santa Lucía.
Estaban charlando en grupo, cuando apareció Javier Bueno, el director de "Avance".
– ¡Han matado a Federico!
– ¿A cuál Federico? –preguntó el minero.
Y tenía razón al preguntarlo... Están cayendo Federicos como moscas; a este lado y al otro; y Juanes y Antonios y Franciscos... Y el mismo derecho a la vida tiene un peón de albañil, que el más excelso de los poetas... ¡Aunque la muerte del uno importe a la sociedad menos que la del otro!
Pero, reflexiones aparte, esto ha sido una canallada... ¡Y, para los facciosos, una equivocación; un disparate!... ¡Van a tener Federico para rato!
No mostrarán compunción, no, aunque sólo sea por aquello de "sostenella y no enmendalla", a que tan dados somos por aquí... Pero se han lucido.
De pensarlo dos veces, es seguro que le hubieran dejado en paz.
¡Claro que todo puede venir a modo de represalia!... Que los de aquí se han llevado por delante a Manuel Bueno... Y a Juncadella. Y a Vilanova... Y a Ureña... Y el mismo día que aquellos mataban a Federico, éstos se cargaban a Santa María, el Presidente de la Asociación de la Prensa y, aunque la categoría literaria no fuera la misma, también escribían y tenían igual derecho que Federico a morir de viejos y en la cama...
Y no se han cargado a Foxá y a Pemán, porque no los han cogido.
¡Foxá!... ¡Gran poeta también! ¡Qué versos más sueltos, más fáciles!... ¡Y cómo admiraba a Lorca!
Recuerda cuando discutía con Juan sobre el Romancero Gitano... Sobre las dos primeras poesías. Foxá señalaba la belleza de las metáforas...
Fue en Madrid; durante uno de los paseos que hacían los "poetas románticos".
– Ha vareado el idioma como si fuera un olivo; igual que siempre; le ha sacado resonancias nuevas.
– Admito que suena bien –decía Juan– pero la composición es oscura.
– Hay que leerla con cuidado, para captar la intención.
Juan, que no se calla por nada, mostraba su desacuerdo:
– Abusa de las alegorías y algunas son retorcidas...
– Si repasas varias veces el poema, terminas por captar todo el significado, todo el sentido...
– Pero es que yo, cuando me pongo a leer poesía, quiero leer poesía, no resolver acertijos –rebatía Juan y, bien mirado, puede que no le faltara su tanto de razón.
Y, pensando en literatos... ¿Qué será de los leoneses?... ¿De Juan?... ¿Qué les habrá ocurrido a los de Astorga: a Luengo, a Gullón, a los Panero?... ¿Cómo habrá librado Crémer?... ¿Y su tocayo Don Antonio?... Éste, por lo menos –hablando en términos balompédicos– es claro que juega en su campo... ¡Mejor!... ¡Más vale así!
Viene a su memoria cómo les introdujo –a Juan y a él– en el mundo de la poesía o, al menos, les dio pautas para entenderla; con ocasión de una conferencia; la pronunciaba en el Casino. Fueron a oírle los dos al salir del colegio; todavía eran muy jóvenes y, la verdad, no habían pasado de aquello de la mona que subió al nogal y de lo otro del panal de rica miel; don Antonio les recitó y comentó cosas de Gabriel y Galán, de los Machado, de Rubén Darío; Juan y él salieron de allí transformados; a partir de aquella tarde comenzaron a interesarse por la poesía; a comprar libros.
Al terminar el bachillerato, le conocieron, le trataron. ¡Qué interesante amistad pese a la diferencia de años!
FRANCISCO DE CADENAS: LA SOMBRA DE CAÍN. Akrón (León), 2007, 150 páginas.