¿A qué viene esta disertación? Pues, sencillamente, a que en demasiadas ocasiones se acusa a la ciencia de engendrar monstruos, diseñar aparatos malévolos, contribuir a la inestabilidad, producir desastres contra el progreso... Pues bien, nada más lejos de la realidad. Los científicos no suelen ser responsables del uso que se hace de sus logros, de la manipulación perversa de los avances tecnológicos, que suele correr por cuenta de otras gentes (militares, políticos, líderes sociales...) que nada tienen que ver con la comunidad investigadora.
Siempre, o casi siempre, que se produce un avance (ya sea la invención de la bombilla, ya de la clonación de embriones), la comunidad científica establece las bases teóricas y prácticas del asunto, pero es la sociedad quien debe decidir cómo y cuándo quiere utilizar el nuevo conocimiento. Si el matrimonio funciona, estaremos ante un progreso; si no, quedará amenazado el desarrollo de los pueblos. Es decir, que siempre tendremos los científicos que nos merezcamos.
Hubo un periodo en la historia, recién iniciado el segundo tercio del siglo XX, en el que esta difícil conjunción entre el avance tecnológico, el equilibrio social y la ambición política desempeñó un papel extraordinariamente importante. En pocos momentos como ése ha tenido tanta trascendencia el juego de intereses, creencias y convicciones establecido entre científicos, políticos y militares.
La ciencia había puesto en manos del hombre un conocimiento supremo sobre el átomo, sobre el control de sus reacciones en cadena y sobre la energía desprendida de su desintegración (la mayor fuente de energía jamás conocida hasta entonces). Pero la propia ciencia se encargó de alertar al mundo de las terribles consecuencias que podrían producirse si dichos conocimientos se utilizaban con fines no pacíficos.
En una de las etapas más inestables de la historia política de Europa, en medio de la ascensión de los fascismos, en los albores de una confrontación bélica mundial, el dominio científico de la energía nuclear se convirtió en un elemento de extrema importancia, y un puñado de científicos vivió aquellos momentos en primera línea.
En 1939 Albert Einstein, ya uno de los hombres con más prestigo en todo el mundo, envió una carta al presidente de Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt, para ponerle al día de los últimos descubrimientos de la física moderna. En uno de los párrafos, y siguiendo las indicaciones de un amigo, el físico húngaro Leo Szilard, también emigrado a Norteamérica, Einstein deslizó la siguiente idea:
Algunos trabajos recientes de E. Fermi y L. Szilard me conducen a esperar que el elemento uranio pueda ser utilizado como una nueva e importante fuente de energía en el futuro cercano. Ciertos aspectos de esta situación parecen demandar vigilancia por parte de la Administración. En el trascurso de los últimos meses (...) se ha hecho posible establecer reacciones en cadena en grandes masas de uranio, mediante las cuales serían creadas vastas cantidades de energía y de nuevos elementos del tipo del radio. Ahora parece casi cierto que esto podrá ser muy pronto una realidad. Este nuevo fenómeno conduciría a la construcción de bombas, y es concebible, aunque menos seguro, que sean bombas extremadamente destructivas.
El estamento científico era consciente, pues, de que en sus manos estaba la posibilidad de regalar a los hombres y mujeres una nueva fuente de energía... y de dolor.
Atribulados por la perspectiva, confusos por la falta de conocimientos empíricos de la nueva ciencia, preocupados por la posibilidad de que el enemigo político y militar (que, en el caso de las democracias occidentales de aquel entonces, era Hitler) alcanzara la tecnología suficiente para adelantarse en la fabricación de la bomba, a medio camino entre la necesidad de ayudar a su patria y el respeto debido a su ciencia, los físicos de la época mantuvieron reuniones frenéticas, intercambiaron apasionadas correspondencias, se codearon con la clase política y protagonizaron la actualidad de su tiempo. Si bien es cierto que, al principio, lo hicieron con bastante mala suerte; basta ver, por ejemplo, con qué sorna recogía el 30 de abril de 1939 el New York Times una reunión de físicos preocupados por los acontecimientos:
Los ánimos y la temperatura subieron visiblemente hoy en la Sociedad Americana de Física, mientras cerraba su encuentro de primavera con discusiones sobre la posibilidad de que algunos científicos vuelen una importante porción de la Tierra con una pequeña porción de uranio.
Parece claro que los científicos debían de sentirse muy solos en su empeño por alertar al mundo; y pronto empezaron a sentir sobre sus propias carnes el efecto del alarmismo mediático ante su trabajo. Las alertas de la comunidad científica del momento (Eistein, Fermi, Szilard….) nunca dejaron de lado la necesidad de embarcarse en una aventura nuclear que podría sentar las bases de un futuro más próspero. Todos los peros puestos por los expertos fueron siempre eso, peros, matices; en la base de sus posiciones se encontraban las bondades de la fusión del átomo como fuente de energía.
Sin embargo, los medios de comunicación primero y los lobbies de defensa de la naturaleza después se empeñaron en divulgar una y otra vez sólo la cara oscura de la nueva ciencia, emparejando para siempre la energía de fusión al horror de la bomba atómica.
Las cosas parece que no han cambiado mucho. Aún hoy es imposible plantear un debate sosegado sobre el futuro energético del planeta sin que la palabra nuclear sea sometida a reprobación. No se puede poner encina de la mesa la realidad tecnológica de las nuevas centrales de tercera generación, los efectos de lo nuclear sobre la disminución de la emisiones contaminantes o las expectativas de solución al problema de los residuos sin ser tachado de fundamentalista, hereje o cómplice de la proliferación del armamento atómico…
Los fermis y szilards del XXI se sienten tan solos como los del siglo pasado.
JORGE ALCALDE, director del programa de LIBERTAD DIGITAL TV VIVE LA CIENCIA.