Una de esas costumbres decembrinas, o rutinas, o tópicos, es apelar al vino espumoso, se trate de cava o de champaña. Para mí, uno de esos vinos es, justamente, un vino que no es que no tenga fechas de consumo: no tiene ni siquiera horas, porque se puede beber en cualquier momento y casi con cualquier cosa, y jamás he entendido a quienes consideran que un cava o un champaña son vinos que sólo han de beberse en ocasiones especiales... cuando la mejor manera de hacer especial cualquier ocasión es descorchar una de esas botellas.
Recapitulemos una serie de cosas que hay que saber respecto a cavas, champañas y cómo y cuándo beberlos. Lo primero que hay que decir es que se trata de dos vinos, generalmente blancos, con el añadido de burbujas de dióxido de carbono; sí, el presunto culpable de todos los males del planeta, pero sin el que la vida no sería posible. Dos vinos, digamos inmediatamente, distintos y, por tanto, no comparables. Un cava, normalmente, procede de la mezcla de tres uvas blancas: xarel·lo, parellada y macabeu, mientras que un champaña de libro se elabora con una blanca (chardonnay) y dos tintas (pinot noir y pinot meunier).
Hoy, en realidad, puede suceder que un cava tenga chardonnay –cada vez es más frecuente– y hasta pinot noir, especialmente si se trata de un cava rosado. En cuanto al champaña, la moda actual prefiere dos tipos muy concretos: el blanc de blancs y el rosé. El blanc de blancs es, como su nombre indica, un vino blanco procedente sólo de uvas blancas, en este caso un monovarietal de chardonnay; son champañas excelentes para el aperitivo, aunque, para mí, les falta el puntito que les dan las tintas. En cuanto al rosé, se trata de que el mosto macere un tiempo con los hollejos, que es donde están los pigmentos que dan su color a los vinos rosados y tintos. Un rosé resulta muy elegante.
Cavas y champañas son vinos para beber fríos, más fríos que los blancos tranquilos. Recuerden que la temperatura de servicio ha de estar ligeramente por debajo de la que consideremos ideal para el consumo: el vino, en las copas y en una habitación con calefacción, sube de temperatura en seguida. Yo lo serviría a seis grados, como mucho, para beberlo a ocho. Hay que abrir la botella sin dar taponazos y sin que se escape gas ni líquido; para ello, sujeten bien el corcho y hagan al revés que con una botella de vino normal: giren no el corcho, sino la botella. Si las cosas se ponen duras, usen un cascanueces para sujetar el tapón.
Las copas... Verán, uno tiene la profundísima convicción de que el vino hay que servirlo en copas de vino. Es cierto que la industria no ha parado de producir copas especiales para el champaña o el cava, desde la clásica copa plana o Pompadour, que hoy no usa ya casi nadie, a las estrechísimas copas flauta que se pusieron de moda en los últimos años, que tampoco me gustan, entre otras cosas porque esa estrechez obliga a que las burbujas suban casi en fila india... y las burbujas forman parte del espectáculo visual. Una copa de vino amplia, como un catavinos generoso, sería la idea. Jamás se les ocurra sujetarla por el cáliz: sus manos calentarán el vino. Tómenla por el tallo, que para eso está, y dejen lo de agarrarla por la base a los catadores.
Brinden, si es su deseo: no hace falta chocar las copas, si no quieren. Y en cuanto a con qué beber estos vinos... ya hemos dicho que con casi todo, desde los mariscos de concha –ada como un buen champaña para unas buenas ostras–a los mejores pescados, incluyendo todos los ahumados, muchísimas ensaladas invernales y las carnes blancas: las aves asadas se entienden de maravilla con un cava, un champaña... siempre que lo elijamos brut, es decir, sin rastros de azúcar: sólo es admisible el semiseco, que es dulce, con el postre. Y, mejor que nada... un millesimé, es decir, un cava o un champaña procedente de uvas de la misma cosecha, que para ello ha de ser de excelente para arriba.
Recapitulemos una serie de cosas que hay que saber respecto a cavas, champañas y cómo y cuándo beberlos. Lo primero que hay que decir es que se trata de dos vinos, generalmente blancos, con el añadido de burbujas de dióxido de carbono; sí, el presunto culpable de todos los males del planeta, pero sin el que la vida no sería posible. Dos vinos, digamos inmediatamente, distintos y, por tanto, no comparables. Un cava, normalmente, procede de la mezcla de tres uvas blancas: xarel·lo, parellada y macabeu, mientras que un champaña de libro se elabora con una blanca (chardonnay) y dos tintas (pinot noir y pinot meunier).
Hoy, en realidad, puede suceder que un cava tenga chardonnay –cada vez es más frecuente– y hasta pinot noir, especialmente si se trata de un cava rosado. En cuanto al champaña, la moda actual prefiere dos tipos muy concretos: el blanc de blancs y el rosé. El blanc de blancs es, como su nombre indica, un vino blanco procedente sólo de uvas blancas, en este caso un monovarietal de chardonnay; son champañas excelentes para el aperitivo, aunque, para mí, les falta el puntito que les dan las tintas. En cuanto al rosé, se trata de que el mosto macere un tiempo con los hollejos, que es donde están los pigmentos que dan su color a los vinos rosados y tintos. Un rosé resulta muy elegante.
Cavas y champañas son vinos para beber fríos, más fríos que los blancos tranquilos. Recuerden que la temperatura de servicio ha de estar ligeramente por debajo de la que consideremos ideal para el consumo: el vino, en las copas y en una habitación con calefacción, sube de temperatura en seguida. Yo lo serviría a seis grados, como mucho, para beberlo a ocho. Hay que abrir la botella sin dar taponazos y sin que se escape gas ni líquido; para ello, sujeten bien el corcho y hagan al revés que con una botella de vino normal: giren no el corcho, sino la botella. Si las cosas se ponen duras, usen un cascanueces para sujetar el tapón.
Las copas... Verán, uno tiene la profundísima convicción de que el vino hay que servirlo en copas de vino. Es cierto que la industria no ha parado de producir copas especiales para el champaña o el cava, desde la clásica copa plana o Pompadour, que hoy no usa ya casi nadie, a las estrechísimas copas flauta que se pusieron de moda en los últimos años, que tampoco me gustan, entre otras cosas porque esa estrechez obliga a que las burbujas suban casi en fila india... y las burbujas forman parte del espectáculo visual. Una copa de vino amplia, como un catavinos generoso, sería la idea. Jamás se les ocurra sujetarla por el cáliz: sus manos calentarán el vino. Tómenla por el tallo, que para eso está, y dejen lo de agarrarla por la base a los catadores.
Brinden, si es su deseo: no hace falta chocar las copas, si no quieren. Y en cuanto a con qué beber estos vinos... ya hemos dicho que con casi todo, desde los mariscos de concha –ada como un buen champaña para unas buenas ostras–a los mejores pescados, incluyendo todos los ahumados, muchísimas ensaladas invernales y las carnes blancas: las aves asadas se entienden de maravilla con un cava, un champaña... siempre que lo elijamos brut, es decir, sin rastros de azúcar: sólo es admisible el semiseco, que es dulce, con el postre. Y, mejor que nada... un millesimé, es decir, un cava o un champaña procedente de uvas de la misma cosecha, que para ello ha de ser de excelente para arriba.
En fin, elijan a su gusto, que la gama es amplísima, también en precios. Pero no me negarán que, con lo ricos que están los cavas y los champañas, es una rutina bastante poco comprensible beberlo sólo en la época del turrón... o en las bodas. Por cierto: el turrón también es otra cosa que, con lo buena que está, jamás he entendido por qué sólo se puede comer en Navidad. Lo dicho: animales de rutinas. Anímense, y rómpanlas.
© EFE