Los primeros cientos de kilómetros del viaje hacia Tamanraset eran los fáciles. La carretera que nos llevó a las suaves montañas del Atlas sahariano aún merecía ese nombre. En las colinas no asfixiaba el calor. Hicimos noche en el campo y montamos por primera y última vez la tienda de campaña que llevábamos. De mañana, nos encontramos delante de la tienda unos vasos con té. Eran obsequio de un pastor que andaba por allí con su rebaño, un adolescente tímido que no hablaba francés. Nos pareció un buen augurio. La gente era sociable y hospitalaria por aquellos andurriales.
En las montañas noté síntomas de ahogo en el motor de mi 504. El pueblo en el que paramos era pequeño, y no había taller alguno. Había, sin embargo, gente curiosa que, en cuanto nos detuvimos, se comportó como si hubieran llegado los alienígenas. No iban tan descaminados. Pero estaban dispuestos a recibir bien a los marcianos.
En la posada del lugar, el dueño decidió obsequiarnos con un guiso de cordero, para lo cual hubo de remover Roma con Santiago. Se armó allí una fiesta. El cordero debía de ser prehistórico, el pobre, pero dimos cuenta de él; yo, haciendo de tripas corazón, pues era entonces vegetariana. Tardaría días en digerir la grasa del animal.
La primera población importante que había tras las montañas era Laghouat. Había allí no uno, sino varios talleres, y aquel en el que depositamos el 504 blanco no era de los rápidos. Lo peor no era eso, sino la escasez de medios y el cariz de los mecánicos. Tras ver cómo uno de ellos, un chaval de corta edad, se disponía a atacar el motor armado de un martillo pensamos que la única esperanza de que el coche sobreviviera era ejercer una discreta pero atenta vigilancia durante el tiempo que durase la reparación.
La avería era importante. Había que cambiar un pistón. Pasábamos las horas en el taller, y acabaríamos teniendo trato con la familia del dueño, que nos invitó a un cuscús, con instrucciones para su preparación incluidas. La amistad no impidió que la factura que nos presentara al final fuera de órdago. Había que llenar las arcas y empezamos la venta, que, dada la necesidad, fue saldo. El radiocassette encontró en seguida comprador, y las botellas de licores de frutas que llevaba Jan también cayeron rápido en manos de gentes sedientas de alcohol.
Las compraron los del hotel donde estábamos. Hubieran preferido whisky, pero a falta de pan, ya se sabe. Jan quería conservar una de las botellas, que tenía forma de mandarina, y les hizo verter su contenido en otro recipiente. No perdonaron ni una gota. Tanto deseaban aquellos argelinos transgredir las normas coránicas que estaban dispuestos a emborracharse con unos licores empalagosos.
No hubo suerte con las piezas de repuesto que habíamos adquirido en los desguaces de Alemania. Me paseé con ellas por todos los talleres de Laghouat y nadie las quiso. Pero hicimos una exitosa venta ambulante de ropa vieja en cuanto salimos de la ciudad. Paramos en un chiringuito y corrimos la voz de que venderíamos cosas en las afueras, para más discreción, pues todas esas actividades estaban vedadas en un país socialista. Fue poner los coches en marcha y montarse detrás una caravana. En un descampado procedimos a la subasta de las prendas. Se las quitaban de las manos. Argelia era un país desabastecido en cuanto se salía de la costa.
De camino hacia Gardaia nos topamos con los primeros extranjeros que hacían lo mismo que nosotros pero a lo grande. Llevaban BMW nuevos, una camioneta y un enorme camión. Los conducían alemanes, pero el que capitaneaba la expedición era un francés, Philippe. Otros camiones gigantescos transitaban también hacia el Sur. Eran los argelinos, que llevaban provisiones a los núcleos poblados del desierto. Más adelante los veríamos parados a las horas del mediodía, descansando a la sombra de los camiones y preparándose el cuscús en unos fogones que se habían hecho con bidones de combustible.
Gardaia era una ciudad antigua, un laberinto de callejuelas, en alguna de las cuales se escuchaba la salmodia de las escuelas coránicas. Apenas quedaban rastros de la influencia occidental visible en la costa. En Laghouat había mujeres que iban con la cabeza cubierta y otras que no, pero allí andaban todas completamente tapadas. Sólo una ranura dejaban abierta, para un ojo.
En las afueras, sin embargo, había un hotel al estilo occidental que disponía incluso de una pequeña piscina de aguas sospechosas. Al borde del estanque intercambiamos información y anécdotas con Philippe. Había hecho ya aquella ruta cinco veces, y su meta era ganar dinero suficiente para comprarse un velero y navegar hasta la Polinesia, donde pensaba establecerse. Iba a vender los coches a Nigeria, en una ciudad cercana a la frontera con Níger. En cuanto los vendiera volvería en avión a Francia, para repetir la operación.
Al salir de Gardaia tuvimos que parar. Uno de los coches fallaba de nuevo. Pasó la expedición de Philippe, éste se detuvo y nos recomendó un taller. Decidimos retroceder y arreglar la avería. A partir de ahí empezaba el desierto propiamente dicho, y en la siguiente población no era seguro que hubiera mecánicos. No sólo eso. La carretera que hasta entonces era transitable se convertía en otra cosa. En un sinfín de agujeros entre restos de asfalto. En eso había quedado la famosa Transahariana. Sólo había estado íntegramente asfaltada una vez, durante su inauguración.
Transitar por aquel colador era un peligro para la suspensión de los coches, pero lo que había fuera resultaba disuasorio: un terreno duro, poblado de piedras puntiagudas. Quisimos encontrar alguna pista lateral menos accidentada, con arena de la buena, pero al cabo nos dimos cuenta de que nos habíamos perdido. Sacamos la brújula y ésta no nos dijo nada. No teníamos señales para saber dónde estaba el Sur y dónde el Norte.
Mal que bien, logramos volver a la carretera, y, a paso de tortuga, tratando de sortear los cráteres y las piedras, llegamos a El Golea. Más que una ciudad, aquello era un campamento construido contra la presión de la arena, que ya andaba a sus anchas entre los precarios edificios de cemento. La única pensión no tenía camas. Se dormía en el suelo, sin colchón. Pero estas incomodidades no eran nada al lado de las que había padecido Helmut, el alemán que conocimos allí, en un bar situado en un cruce de caminos.
MEMORIAS ERRÁTICAS: La escapada – De París a Moscú – Una noche en el Metropole – Entrada en Siberia – Trueque en el Transiberiano – De un imperio a otro – Por palacios y pensiones – De extra en Hong Kong – Curry no, pato tampoco – La Española y Sabang Beach – Lo siento, el carabao... – La isla y sus Robinsones – Últimos vagabundeos por Manila – Un invierno berlinés – Cita en Argel.