Fruto de ese espíritu de conciliación fue la Constitución de 1978. No en vano se le ha llamado la Constitución de la libertad y de la concordia. Los que la hicimos y la votamos estábamos convencidos de que la Guerra Civil, aquel gran fracaso colectivo de los españoles de los años 30, era ya un triste y trágico episodio definitivamente cerrado y enterrado.
Ocurre que el Gobierno de Rodríguez Zapatero, so pretexto de impulsar la "recuperación de la memoria histórica", ha vuelto a abrir el telón de la gran tragedia, pero de momento no parece tener otro objeto que mostrar los horrores protagonizados por el bando victorioso. Hay incluso una creciente sospecha de que, en último término, la recuperación de la memoria histórica no es más que la tapadera para otra operación política de gran calado: la recuperación de la legalidad republicana. El argumento subliminal es bien claro. Si los fascistas de la derecha derribaron la República, todo cuanto vino después está viciado de raíz, incluida la restauración de la Monarquía. Y si hasta ahora se respeta la figura de Don Juan Carlos –un rey bastante republicano, según Rodríguez Zapatero– es porque impulsó el tránsito a la democracia e impidió en 1981 el triunfo del golpe de Estado de los generales Milans del Bosch y Armada. Pero después ya veremos.
Hace unos día el hispanista Ian Gibson, en una entrevista publicada en el diario El País (22 de septiembre de 2005), decía: "Las heridas de la Guerra Civil sólo se curarán definitivamente cuando ambos bandos acepten la verdad de lo que pasó en sus respectivas retaguardias durante la contienda fratricida". Parece una reflexión razonable. Pero esta proposición de Gibson parte de un supuesto equivocado, cual es el de la existencia y permanencia en la España de hoy de los dos bandos enfrentados en la Guerra Civil. Y eso no es así, porque la inmensa mayoría de los españoles creyó, con todo fundamento, que la Constitución de 1978 cerraba el paso definitivamente a las dos Españas. A partir de su promulgación sólo habría ciudadanos españoles libres.
El problema reside en que la recuperación de la memoria histórica consista no en conocer con objetividad el pasado, sino en resucitar a uno de los bandos, el vencido en la Guerra Civil, presentado como protagonista de una titánica lucha frente al fascismo totalitario en pro de la democracia, de los derechos humanos y de un sistema político, social y económico justo y benéfico. Los valores cívicos y morales de la II República habrían sido aplastados por los sublevados de 1936, que no podían soportar un régimen político donde la libertad, la igualdad y la solidaridad constituían el eje fundamental de la acción de los poderes públicos. Los vencidos renacen, pues, de sus cenizas, a través de sus naturales continuadores políticos en la España de hoy, para vindicar su memoria y, de paso, para denunciar la ferocidad genocida del bando vencedor. De ahí a sentenciar la ilegitimidad de todo lo actuado en la Transición, bajo la tutela de los supuestos poderes fácticos del franquismo y de modo especial del ejército, no hay más que un paso.
Hay otro riesgo aún mayor. En España el bando vencedor de la Guerra Civil ha desaparecido. Nadie reivindica hoy la dictadura como régimen político ni justifica cualesquiera crímenes cometidos durante la Guerra Civil ni la represión posterior. Los partidos políticos que fueron responsables directos del alzamiento de 1936 o han desaparecido o apenas pasan de ser formaciones puramente testimoniales. Dicho de otra forma: ni UPN ni el Partido Popular tienen nada que ver con el franquismo. Ambas formaciones nacieron y se desarrollaron tras la instauración de la democracia con el compromiso claro y nítido de defender el marco de convivencia de nuestra Constitución. La pretensión de que el Partido Popular o UPN pidan perdón por los crímenes cometidos en la retaguardia en la Guerra Civil y por la represión franquista no tiene ningún fundamento. Ni uno ni otro pertenecen a ninguno de los bandos enfrentados.
Por el contrario, la izquierda española la integran los mismos partidos que tanto contribuyeron al fracaso de la República, como el PSOE, el Partido Comunista y Esquerra Republicana de Cataluña. Más aún, se da la circunstancia de que los partidos que hoy gobiernan España formaban el núcleo esencial del Frente Popular que condujo la II República al precipicio. Aun con todo, esto no fue ningún obstáculo para lograr el consenso que permitió una transición política ejemplar, pues los partidos metieron en el baúl de los recuerdos su pasado para mirar hacia delante. A nadie se le preguntaba de dónde venía, sino a dónde quería ir.
Sin embargo, la recuperación, al cabo de treinta años, de la memoria histórica puede tener otro efecto perverso, si los partidos históricos caen en la tentación de convertir aquel funesto episodio en una historia maniquea, de buenos y malos, para que al fin los malvados vencedores de ayer sean derrotados por los buenos de hoy. Los partidos históricos del actual sistema, cuando reivindican con orgullo su pasado, están en su derecho, pero no tanto cuando omiten cualquier referencia a sus propias responsabilidades durante la República y la Guerra Civil. O cuando transmiten la idea de que el Partido Popular y UPN son los herederos ideológicos de aquella derecha conservadora, clerical y fascista, enemiga de la democracia, que decidió un buen día porque sí derribar por la fuerza el poder legalmente establecido.
Se intenta demonizar a la derecha para deslegitimarla como opción de gobierno. Sólo la izquierda progresista tiene derecho a ejercer el poder, porque la derecha es fascismo. ¿Qué puede ocurrir si se sigue por este camino? Pues que se reabran las heridas de la Guerra Civil que creíamos totalmente cicatrizadas, y eso sí que es un esperpento o un desatino.
Al comentar la frase del hispanista Gibson dije que su proposición era imposible de llevar a cabo porque el bando vencedor ya no existe y es imposible que pida perdón. Por otra parte, la izquierda histórica tampoco parece estar dispuesta a hacerlo, y no hay por qué exigírselo. ¿Entonces? La solución sería dejar hablar a la historia, con objetividad, sin apasionamiento ni espíritu revanchista. Y la historia no es cosa de políticos sino de historiadores. En cualquier caso, seamos conscientes de que obligar a los nietos de la generación del 36 a tener que alinearse, en memoria de sus abuelos, con una de aquellas dos Españas enfrentadas es volver a sembrar odio, resentimiento, confrontación civil.
Reivindiquemos, pues, el espíritu de la Transición. Rechacemos toda suerte de extremismos. Tendamos la mano y no cerremos el puño. Somos ciudadanos de un país democrático y libre, además de próspero. Aprendamos las lecciones de la historia, pero neguémonos a repetirla.