Algunos habitantes de un barrio de Madrid, el de Lavapiés, han reaccionado con violencia contra la policía hasta echarla de la calle cuando los agentes intentaban cumplir con su trabajo identificando –en una ocasión– a un vendedor ambulante y deteniendo –en la otra– a un presunto vendedor de droga. Los videos pueden verse en internet y producen bochorno.
Lo suyo hubiera sido que la policía, en defensa de la democracia, la ley y el orden, hubiera cargado contra todos aquellos que se le enfrentaron.
En manifestaciones, protestas y algaradas, las masas no actúan de forma espontánea. Y desde luego no son espontáneos movimientos como el del 15-M, que carecen de líderes visibles pero por supuesto que están manejados por gente ducha en el activismo. El asalto a la Bastilla no fue una feliz coincidencia de un grupo de desharrapados, sino fruto de una decisión política que tenía por objeto echar abajo el Antiguo Régimen. Esta rebelión de las masas de Lavapiés se debe fundamentalmente a dos cosas: la escasa atención del alcalde Ruiz Gallardón al acomodo de las gentes de aluvión que lo habitan –el barrio necesita excavadora, remodelación, limpieza y redecorado– y la presión de unos políticos sin escrúpulos que tal vez pretenden la conquista del poder.
En cualquier caso, es algo intolerable en la democracia que nos hemos dado. La policía a la que unos provocadores convertidos en delincuentes echaron del barrio es nuestra policía, la que salvaguarda el orden que nos hemos concedido. Las protestas y peticiones de esos grupos, supuestamente espontáneos, a los que el poder viciado permite que ocupen la vía pública, en contra de los intereses generales de comerciantes y transeúntes, están ya contempladas en el régimen de votaciones. Si usted quiere que cambien las cosas, adelanten las elecciones. Estos rebeldes sin causa toman las calles; por otro lado, en las últimas municipales se registraron medio millón de votos en blanco, lo que indica claramente quienes madrugaron para votar no son partidarios, ni simpatizantes, de los que retrasan la oportunidad de corregir el rumbo político.
Unas municipales bastaron para echar a Alfonso XIII, pero las que acabamos que celebrar, mucho más fuertes y poderosas, ni siquiera han logrado remover de sus poltronas a unos políticos titubeantes. Una de dos: o las elecciones ya no son lo que eran, o los políticos fracasados ya no se van ni con agua caliente.
La toma de la calle por turbas, agitadores, masas enfebrecidas, elementos violentos, asaltantes de policías, bandas organizadas y miembros de botellones políticos no significa otra cosa que el empobrecimiento de la libertad, la pérdida de calidad de vida cívica y un intento de amedrentar a los votantes. No nos engañemos: estos atacantes de la policía lo único que pretenden es que la gente tenga miedo de salir a depositar su voto. Con toda claridad, le están diciendo a la mayoría silenciosa que puede cambiar el rumbo del país: si os atrevéis, la calle se volverá amenazante e insegura, llena de peligros y violencia.
Por eso, los policías tienen que volver pronto a Lavapiés, identificar a los de la algarada y saber si son de verdad vecinos o delincuentes.