El mismo origen de la Hispania romana nos habla de una conferedación panestatal de pueblos ibéricos, férreamente sojuzgados por el imperio romano a través de una guerra ilegal, injusta, ilegítima e inmoral. Hasta la llegada de las huestes imperiales, la Hispania plurinacional era un paraíso ecuménico en el que los distintos pueblos estrechaban sus lazos por el expediente de matarse mutuamente; pero no porque fueran violentos, sino porque la alianza de civilizaciones era un concepto no suficientemente comprendido en aquella época. La guerra imperialista desatada por Roma acabó con este idílico estado de cosas, pulverizando además el rico acervo cultural de unas naciones condenadas a desaparecer bajo la imposición del latín y una extraña religión igualmente opresora.
En ayuda de los íberos y celtíberos acudieron raudos los hermanos del norte, suevos, vándalos y alanos, pero los visigodos, que controlaban amplias parcelas del territorio peninsular, aliados con el Gran Satán romano, les pusieron de patitas en la frontera sin instruir ni un mísero expediente de expulsión. Lo que podría haber fructificado en un rico intercambio cultural acabó en un aumento del recelo y el odio mutuos por culpa de la ausencia de las necesarias políticas de integración. Y lo que es más, supuso la negación del legítimo derecho a la autodeterminación de las naciones que habitaban la península desde que Dios creó a nuestros primeros padres y estableció el euskara como lengua oficial del Paraíso.
La excepción en los resultados de este vendaval xenófobo fueron los suevos, hábilmente recluidos en Galicia, donde comenzaron a forjar una fuerte conciencia nacional galega que, andando los siglos, cristalizaría en lo que hoy es el Benegá.
Pero el berroqueño centralismo visigótico tendría que hacer frente también a una oleada de multiculturalismo que, esta vez, le llegó por el este, de la mano del imperio cristiano de oriente, el cual ocupó la franja mediterránea que hoy corresponde a Valencia, Murcia y la parte oriental de Andalucía, dando lugar a una realidad nacional bizantina que promete darnos muchas alegrías estatutarias a poco que la clase política actual tenga una mínima sensibilidad hacia la auténtica Histeria de sus pueblos.
Mas no todo era malo en el Estado centralista hispánico de aquella época. Los visigodos, forzoso es reconocerlo, tenían una gran conciencia democrática. Al contrario que los demás reinos europeos, cuya sucesión era una cuestión meramente hereditaria, el derecho al trono visigótico se dirimía de forma electiva en el Aula Regia, lo que proporcionaba al ambiente de la corte mucha vidilla, con sus campañas electorales, sus escándalos de corrupción y el continuo ruido de alforjas, como si aquello fuera cualquier sede del actual PSOE madrileño.
Los reyes constantemente aparecían y desparecían –la mayor parte de ellos asesinados por sus rivales–, lo que era todo un síntoma de la madurez democrática de un pueblo firme partidario de la saludable alternancia en el poder.
En definitiva, el reino visigótico era lo más parecido a lo que veinte siglos después la sabiduría popular daría en llamar "el coño de la Bernarda". Al rey Wamba, sin ir más lejos, sus enemigos le apearon del trono simplemente haciéndole beber un narcótico y aprovechando su momentánea indisposición para afeitarle la coronilla a modo de tonsura. Cuando el pobre Wamba se despertó y miró al espejo, se dio cuenta de que lo habían convertido en un clérigo (si sería simplón), y claro, un cura, por muy Wamba que fuera, no podía seguir siendo rey. Con este nivel intelectual entre las altas jerarquías no es raro que la cultura visigoda se fuera a hacer puñetas en cuestión de un par de siglos.
El rey Leovigildo consiguió centralizar la gestión de los asuntos públicos, uniendo a las distintas realidades nacionales hispánicas bajo el credo del arrianismo, corriente teológica que la intolerancia de la jerarquía católica acabaría condenando en el Concilio de Nicea. Arrio era un obispo libio (sí, sí, libio, con dos pelotas) que un buen día decidió que el misterio de la Santísima Trinidad era una cosa demasiado complicada, así que decidió que Dios sólo había uno, y punto.
Por supuesto, tanto los arrianos como sus contradictores estaban en un error, pues, como ha demostrado Dan Gordon en un libro de fama mundial por su extraordinario rigor histérico, quien cortaba el bacalao en el cristianismo primitivo no era Jesús ni Dios bendito, sino María Magdalena, descubrimiento esencial que muy probablemente cambiará la faz del catolicismo tal y como lo conocemos hoy.
Leovigildo, que era muy suyo para el asunto religioso, se cabreó muchísimo cuando su hijo Hermenegildo, un chaval ligero de cascos (un progre, vamos), le comunicó que se había convertido al catolicismo. Su regio padre, en lugar de ponerle las maletas en las puertas de palacio, decidió acabar con él. No porque fuera un asesino despiadado como Bush, sino porque el diálogo ecuménico no estaba por aquellos entonces demasiado desarrollado.
Otro hijo de Leovigildo, Recaredo, acabó también convertido; pero, más prudente que su hermano, y conocedor del mal genio del viejo cuando le tocaban la teología, esperó a que la palmara para hacer pública su profesión de fe.