El objetivo de Fidel Castro siempre fue implantar un régimen democrático en la Isla. En las entrevistas que concedió a los medios internacionales mientras luchaba contra la dictadura (la anterior a la suya, me refiero) estimaba que en un par de años, en cuanto los sicópatas como el Che asesinaran a dos o tres mil cubanos, organizaría unas exquisitas elecciones democráticas.
Sin embargo, empiezas con que si hay que arreglar esto y lo otro, con que si los rusos nos dan una pasta y tal, y encima el Che no se cansa de darle al gatillo, y al final el plazo se dilata un poco. Cuarenta y ocho años, para ser más exactos, que, bien mirado, tampoco es demasiado retraso, porque lo importante no es democratizar la Isla, sino hacerlo a través de un proceso bien diseñado, y eso no se improvisa en cuatro décadas.
Además, surgió un inconveniente. Y es que mientras se preparaba la transición, Castro acertó a levantar un sistema político en el que la felicidad de los ciudadanos era tan grande y el progreso económico tan espectacular (hace un par de años incluso comenzaron a importar miles de ollas exprés, no les digo más), que, la verdad, lo de cambiar las estructuras políticas empezó a darle mucha pereza. Porque si los cubanos vivían de puta madre y los intelectuales europeos no se cansaban de alabar las conquistas del régimen comunista, ponerse a introducir cambios burgueses, como el respeto a los derechos humanos, la propiedad privada, la libertad de expresión o la de entrar y salir del país, se antojaba un esfuerzo a todas luces innecesario.
Y sin embargo, ni siquiera la evidencia palmaria de las grandes conquistas de la revolución ha conseguido torcer la voluntad firmemente democrática del Comandante, que con su renuncia al poder acaba de dar el primer paso para la tan ansiada transición. Una transición que se hará ordenadamente, como ocurre con todas las cosas en Cuba. Primero, un mandato de diez años de su delfín, casualmente su propio hermano, para, a continuación, iniciar un periodo de apertura política de otros veinte años, en el que se permitirá la existencia de más partidos, siempre, claro, que defiendan el socialismo y la revolución. O sea, que en cuestión de otros treinta o cuarenta años aquello va a ser una maravilla.
Los intelectuales españoles apuestan por este modelo transitorio. Lean ustedes cualquier análisis de la prensa progresista europea y verán cómo todos coinciden en la necesidad de iniciar una reforma económica. Política no, claro, porque eso sería alimentar el radicalismo del exilio de Miami, que allí son muy extremistas. Hombre, en su disculpa habrá que admitir que cuando uno huye de una tiranía apartando los tiburones a remazos tiende a ser escasamente condescendiente con el régimen del que ha huido jugándose la vida.
Los progres de este lado del Atlántico opinan que con una apertura tímida de la Isla al comercio los cubanos van más que servidos. Es el modelo chino, dicen, que tan grandes resultados está dando en el país asiático. Siguen los fusilamientos, los presos políticos y la prohibición de todo tipo de expansiones modernas, como el uso de internet, pero eso a nuestros progres les importa poco. Con abrir los mercados para que los dirigentes del partido comunista se forren aún más ejerciendo de intermediarios con las internacionales, sus fervores democráticos quedan colmados.
La capacidad de sacrificio de nuestros progres es proverbial. Porque si es cierto que con la retirada de Castro comienza un régimen de libertad, la Isla va a dejar de ser el paraíso del turismo sexual para la izquierda civilizada. Conociendo la iniciativa de los cubanos –no he visto en mi vida tíos más capaces de desenvolverse con éxito en el mundo del trabajo especializado y los negocios–, Cuba puede convertirse en un par de lustros en la potencia económica de Centroamérica, y sus ciudadanos disfrutar de estándares de vida homologables a los europeos.
O sea que se acabó lo de ventilarse a las jineteras y chaperos del Malecón a cambio de una pastilla de jabón o unos vaqueros usados. Nuestros progres lo saben, y sin embargo apuestan por la apertura del régimen. Son tan desprendidos que a veces dan ganas hasta de llorar.
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