Ya en casa, consagraron, en señal de agradecimiento, una crátera de bronce en el templo de la diosa Hera, esposa de Zeus, la oficial. Lo cuenta Herodoto, por lo que habrá que creérselo.
Corría el año 630 antes de Cristo, y de esta manera, digamos, tan accidentada, hicimos nuestro debut en la Historia. Gracias a los griegos, que nos metieron en ella de golpe y sin pedirnos permiso.
Lo cierto es que los griegos, que tenían la manía de dejarlo todo por escrito, no fueron los primeros en llegar. La competencia se les había adelantado. Desde hacía varios siglos los mercaderes fenicios se paseaban por aquel país remoto como Pedro por su casa. Habían montado factorías costeras, desde donde comerciaban con los naturales del lugar. Habían introducido el alfabeto –el suyo, claro–, y tenían rendida a la población local con las baratijas que traían de Oriente en sus barcos mercantes. Su presencia era tan ubicua que en el año 1100 antes de Cristo fundaron la primera ciudad de España, y de todo Occidente: Cádiz. Tres mil años de historia la contemplan, que se dice pronto.
La relación entre aquellos refinados fenicios y nuestra asilvestrada prosapia fue tremendamente fructífera. A cambio de la plata, el cobre y el estaño que abundaban en nuestras montañas, los fenicios llenaron los pueblos y aldeas de aquellas gentes bárbaras de un sinfín de distinguidos productos manufacturados. Ya de paso, se dejaron olvidados el torno y el horno de cocción, inventos ambos de la máxima utilidad en una época en que casi todo se hacía de cerámica. El resultado fue que aquellos primeros españoles prosperaron y se civilizaron.
Llegar desde Oriente Medio hasta España llevaba muchos meses de navegación, pero merecía la pena el viaje. Las grandes civilizaciones de la Antigüedad, Egipto y Mesopotamia, se encontraban en pleno auge, sedientas de metales con que armar sus ejércitos y sobradas de la maña y la sabiduría que habían acumulado durante más de un milenio. España, el lejano confín del Mediterráneo, poseía esos metales, y a buen precio. Los fenicios serían sus agentes de comercio, el vínculo entre la cuna de la civilización y nuestra apartada y atrasada Iberia, que por no tener no tenía ni nombre.
Fue entonces cuando lo recibió, de manos de los fenicios. Is phannim, es decir, tierra de conejos o conejera. Simpático y orejudo mamífero que, criando en su madriguera, corretea aún por nuestros campos, ajeno al importante papel que la historia le ha encomendado. Podían haberla llamado Tierra de la Plata, que es lo que venían a buscar, pero no: les llamó más la atención la cantidad de liebres y conejos que triscaban por el sotobosque de los infinitos encinares de la Iberia antigua. Este Is phannim fenicio derivaría en la Hispania latina y, en otro salto etimológico, acabaría quedándose en la España que hoy muchos lerdos evitan pronunciar, o lo hacen con cierta vergüenza y sonrojo, como si el nombre se hubiese inventado anteayer.
Los fenicios, muy a diferencia de los griegos, no eran muy amigos de dejarse los dedos escribiendo. Como buenos hombres de negocios, utilizaban las letras para cuadrar las cuentas y dejar constancia de las transacciones. Además, eran muy celosos de revelar sus rutas marítimas, por si algún listo se les adelantaba. Sus marinos divulgaban falsas historias sobre temibles bestias que habitaban más allá de las columnas de Hércules y sobre lo traicionero que se volvía el mar al oeste de Sicilia. Todo para salvaguardar el negocio. No es casualidad que "fenicio" sea hoy sinónimo de negociante sin escrúpulos.
Pero como lo bueno es difícil de ocultar: en Oriente, el nombre de aquella tierra de promisión donde corrían ríos de miel y la plata afloraba a ras de suelo estuvo pronto en boca de todos. Hasta en la Biblia, en el Libro de los Reyes, que se encontraba entonces en plena elaboración, hay referencias a un lejano reino llamado Tarsis que surtía al mismo rey Salomón de oro, plata y marfil, monos y pavos reales. Lo primero puede ser, lo segundo es harto dudoso, porque España ha cambiado mucho en 25 siglos, pero no tanto como para habernos dejado en el camino manadas de elefantes, colonias de simios o aristocráticos pavos reales.
La Is phannim que los fenicios visitaban regularmente no era tan extraordinaria como pensaban en Oriente, pero apuntaba maneras; era lo que hoy se conoce como un mercado emergente. Los marinos de Samos que dejamos más arriba ofrendando una crátera de bronce a Hera se percataron de que, efectivamente, podían hacerse espléndidos negocios en aquel remoto lugar al que llamaron Tartessos.
Animados por la buena acogida que había encontrado Coleos, sus paisanos se aventuraron a la larga travesía y rompieron el monopolio de su odiada competencia fenicia. Herodoto asegura que llegaron a trabar amistad con su rey, un tal Argantonio, que vivió 120 años y reinó durante 80. Anacreonte, para no ser menos, también escribió sobre este monarca, pero se le fue la mano: le atribuyó un reinado de siglo y medio.
En la Antigüedad, la edad avanzada se tenía en mucha más estima que en nuestros banales días, en los que el bueno de Argantonio hubiese sido tachado de carcamal. Aquel era un mundo en el que la esperanza de vida rara vez superaba los 40 años, por lo que no es difícil imaginar la impresión que causaba entre los lectores de Herodoto o Anacreonte saber que había alguien en el mundo que seguía dando guerra con la edad de su difunto tatarabuelo.
Herodoto prosigue su narración afirmando que el reinado de Argantonio fue, amén de larguísimo, muy feliz y próspero para sus súbditos. La arqueología nos lo confirma, con un ramillete de objetos de aquella época, todos refinados y primorosamente trabajados, muy del gusto oriental que se estilaba entonces. Tesoros que contrastan con la miseria arquitectónica con que los arqueólogos se han encontrado. Los tartesios, o al menos su aristocracia, la que se enriquecía con el comercio con fenicios y griegos, iba a la última en joyería y ornato, pero vivía en insignificantes chozas y apenas disponía de templos dignos de tal nombre.
Esto tiene su explicación. Recién salidos de la barbarie, es lógico que los notables tartesios se entusiasmaran con los collares y las pulseras de oro venidas de Egipto, o con las túnicas finamente bordadas en los talleres de Tiro. Hoy pasa algo parecido con los "potentados" de ciertos países del Tercer Mundo, que aparcan el Mercedes junto al chamizo de la favela y alardean ante los vecinos de televisor de plasma y de teléfono móvil. A fin de cuentas, y aunque hayan pasado 3.000 años, los hombres seguimos siendo, esencialmente, hombres.
Los que no lo eran de ningún modo fueron los dioses y reyes míticos de Tartessos, protagonistas de una fecunda mitología que aún sigue cautivando a poetas y novelistas. Gerión, por ejemplo, era un gigante de tres cuerpos, con sus seis brazos y sus tres cabezas de rigor. Poseía un rebaño de vacas rojas que apacentaba en los verdes prados del Guadalquivir ayudado por Ortro, un perro de dos cabezas, hermano de otro can mucho más célebre: Cerbero, el guardián del Hades, que era tricéfalo y en lugar de cola tenía una serpiente. Alucinante. Con tanto brazo, Gerión era casi invencible en el combate, pero Hércules, que se las sabía todas, le derrotó en su décimo trabajo y le birló el ganado, para sacrificarlo en el altar de Hera. Menuda fijación la de los griegos con esta diosa.
Mejor aún es la leyenda de Gárgoris y Habis. Gárgoris, muy aficionado al dulce, inventó la apicultura, es decir, sometió a las abejas para que nos diesen su miel. Este pecadillo venial lo combinaba, sin embargo, con uno mortal, el del incesto. Dejó embarazada a su hija y, para tapar la indecencia, ordenó que abandonasen al bebé, llamado Habis, en el bosque, con la idea de que lo devorasen las fieras. Pero una cierva lo adoptó como una más de sus crías. Enterado Gárgoris, mandó secuestrar al niño y que lo arrojasen a una jauría de perras salvajes, que lo recibieron a lametazos, y a otra de cerdas, que retozaron alegremente con él. Desesperado, el rey pidió a sus servidores que lo tirasen al mar, pero el mar lo devolvió a la orilla sano y salvo, donde le estaba esperando la cierva, a cuyas generosas ubres se terminaría criando el niño.
Como no veía la manera de acabar con él, se rindió y aceptó su destino. Reconoció al niño como heredero y le restituyó el nombre y los privilegios. Habis, no tan licencioso como su padre-abuelo, se dedicó a ejercer de rey, que después de tanto ajetreo es lo que tocaba. Inventó el arado, dictó las primeras leyes y dividió Tartessos en siete clases, de las cuales una no tenía que trabajar. Un mito a la medida de la selecta clientela de los comerciantes fenicios, y es que la nobleza y el trabajo nunca se han llevado del todo bien.
El periodo dorado de Tartessos duró uno o dos siglos. Las rutas abiertas por griegos y fenicios trajeron riqueza y cultura. La competencia entre ambos terminó mal: se pelearon, y los griegos hubieron de largarse con viento fresco para fundar la ciudad de Marsella, de donde saldrían los colonos de Ampurias, nuestra ciudad griega más auténtica. Los fenicios, entretanto, explotaron el mercado tartesio todo lo que pudieron hasta que Babilonia conquistó su capital, Tiro, y arruinó sus expediciones.
Para entonces, el antiguo y deseado reino de Tartessos ya había desaparecido de la faz de la tierra, para no volver jamás. Los herederos de Tiro, los cartagineses, retomaron la faena de sus malogrados ancestros reconquistando, comercialmente primero y militarmente después, las costas de España. Echaron raíces, y sólo el genio de los romanos, siglos después, consiguió alejarles de la Península.
El recuerdo de Tartessos se fue difuminando y transformándose en una leyenda muy bien alimentada, eso sí, por las crónicas de los griegos. Pero si bien Tartessos era tan real como la memoria de Herodoto, ¿dónde se encontraba? Durante miles de años se hicieron cábalas sobre el lugar exacto en que se había levantado la capital de aquel fabuloso imperio. A principios del siglo pasado un alemán, Adolf Schulten, se echó sobre las espaldas el encargo de dar con las ruinas de la legendaria ciudad.
La suponía en la desembocadura del Guadalquivir, en algún punto entre Sevilla, Huelva y Cádiz. Esperaba encontrarse con algo parecido a Micenas, Cnossos o incluso Troya, que décadas antes había desenterrado su compatriota Heinrich Schliemann. Los nietos de los bárbaros del norte desvelando los secretos de las ilustradas culturas del sur: las vueltas que da la vida.
Excavó sin descanso durante años, pero nunca dio con la corte de Argantonio; todo lo más que consiguió fue topar con las ruinas de un poblado, pero era de la época romana. Su gozo en un pozo. Desanimado por el fracaso, abandonó las excavaciones y dedicó su vida a desentrañar los misterios ocultos de Tartessos por vías menos sacrificadas, como la de escribir libros o dar conferencias.
Tartessos nunca se ha encontrado. Quizá porque nunca existió, al menos como ciudad, que es lo que los primeros arqueólogos presumían. La opulenta Tartessos, bañada en plata y antesala de la Atlándida, por la que los antiguos se maravillaban, era un simple mito, pero no la existencia de algo parecido a un reino que, durante un par de siglos, floreció a orillas del Guadalquivir. Quizá llegó a tener un rey, o quizá la cosa no pasó de una confederación de caudillos ibéricos que se unieron para negociar en mejores condiciones con los fenicios y los griegos.
No lo sabemos y, probablemente, no lo sabremos nunca. Los tartesios conocían la escritura, pero aún no se ha conseguido descifrar. Hemos de conformarnos, pues, con vasijas, brazaletes, alguna ruina dispersa y lo que los griegos apuntaron con elegante caligrafía. Para el resto, la imaginación es libre. De ahí que Tartessos siempre quede en la difusa frontera entre la realidad y la leyenda, entre lo que de verdad fue y lo que, a algunos, les hubiera gustado que fuese.
Un enigma casi irresoluble que sigue dando que hablar. De este singular modo, hace más de dos milenios, amaneció a la Historia esta soleada tierra que, tan generosa y maternal como lo fue entonces, hoy nos acoge.
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