Tuve la primera noticia de A serbian film, no se lo van a creer, viendo la tertulia de Concha García Campoy en Cuatro (RIP; la tertulia, no la guapa presentadora). Tanto la señora García como sus tertulianos, que no recuerdo, se hacían cruces, ponían los ojos en blanco, se rasgaban las vestiduras y pedían más o menos el ingreso en prisión del director, los productores y los directores de los festivales que la hubiesen programado. Por cierto, ninguno la había visto.
Naturalmente, me picó la curiosidad y me la descargué. Del mismo modo que seguramente hará usted. Psicología inversa, lo llaman los seguidores de la secta freudiana. A los niños de 1 a 91 años basta que nos nieguen algo para que queramos ese algo como si la vida nos fuera en ello.
A estas alturas de mi vida cinéfila, pocas cosas me quedarán por ver. Y, desde luego, la película serbia no va a refutar al Eclesiastés cuando nos dice que nada nuevo hay bajo sol. Es un aparatoso y vacuo discurso sobre los límites de la representación. Porque, aunque a algunos les pueda parecer que se trata de un film pornográfico y a otros que entra de lleno en el género gore, lo cierto es que el director defiende que lo suyo es una película intelectual. Con un par (de hemisferios cerebrales). Pero el caso es que no destaca por la complejidad de la trama: un actor porno es contratado para que ruede películas porno. Hasta aquí, nada que no hayan hecho mil veces Rocco Siffredi o Nacho Vidal (según me han contado, porque yo, igual que usted, no he visto una película porno jamás). Pero al tipo lo drogan y le hacen rodar escenas escabrosas. Escabrosísimas. Incluso el superlativo se me queda corto. Cuando no le corta la cabeza a una mujer mientras la sodomiza, tiene pesadillas en las que se está violando a un recién nacido mientras su madre sonríe apaciblemente. Todo ello, bajo el pretexto formal y metafórico de que se trata de un análisis del descenso al infierno del alma serbia posguerra civil. Es decir, que Srdjan Spasovic, el director, se pasó en el chute de celuloide en vena de Darío Argento y Theo Angelopoulos, y la sobredosis de matanzas indiscriminadas y metafísica de garrafón fue demasiado para él.
No hay ni que aclarar (¿o sí?) que todo es una ficción, se emplean muñecos, ketchup en lugar de sangre, y cuando terminan de rodar se van todos a tomar unas cervezas por la salud de los bebés y sus santas madres (siempre y cuando no sean croatas o albanokosovares). Tampoco hay que recordar (¿o sí?) que a nadie le ponen una pistola en la cabeza para que vea esta película. Y que se supone que uno es mayorcito y responsable para informarse sobre lo que va a ver. Además, no creo que esta película haya sido subvencionada por gobierno alguno (cosa que a los liberales siempre nos pone de buen humor). Y si lo ha sido, lo habrá sido por el serbio, que por mí como si subvenciona la alianza de civilizaciones yugoslavas.
Así que tenemos una película de porno-gore y gafapastas. Estaría de acuerdo con Concha García Campoy, su tropa de tertulianos todoterreno y los fiscales españoles, en cruzada contra la película, en que el buen gusto moral y estético está pidiendo a gritos que semejante engendro no vaya a ser jamás visto por nadie, no vaya a ser que... Pero entonces me acuerdo de los sabios Mussolini y Primo de Rivera, que nos aleccionan sobre la psicología popular: no hay mayor desprecio que el silencio. O algo así, que ni fuera yo Sancho Panza.
El problema en España es que, del mismo modo que los jueces de lo mercantil no tienen ni pajolera idea de economía (todo sea dicho con el mayor de los respetos hacia sus señorías), los fiscales, las presentadoras de televisión y el mundillo de la cultura en general no tienen siquiera unas nociones básicas sobre los conceptos de realidad, ficción, verdad, representación y por ahí seguido. Y así pasa lo que pasa. Un día un historiador alardea de trufar de imaginación sus relatos sobre lo real (y luego se cabrea cuando le aplican sus propias tesis), y al otro un fiscal, al salir del videoclub, procesa a Quentin Tarantino por colaboración con banda armada, tortura y asesinato (véase, salvo que pertenezca usted al ministerio fiscal, Reservoir dogs).
Cuando una benemérita asociación de defensa de menores denunció al Festival de Sitges, el fiscal tuvo que haberle explicado que su reino, su juridicción, es de este mundo, el de los hechos constatables que ocurren en el mundo de los átomos. Que no tiene poder sobre el reino de la ficción. Cosa que se había ventilado, al menos en el Occidente liberal, en el célebre juicio que le montaron a Flaubert porque su Madame Bovary ofendía "a la moral pública y la religión". Así que me sitúo junto al crítico Sainte-Beuve, la novelista George Sand y Charles Baudelaire y me meto a abogado del diablo. Aunque en mi caso tiene más mérito, porque ellos defendían nada menos que a Flaubert (mundo factual) y a su genial putita (mundo fiction) y yo me tengo que conformar con una película serbia de tres al cuarto. Y tampoco es tan malo incitar al adulterio (supuestamente) como hacer apología del sexo con menores (presuntamente). Cada cual tiene lo que se merece.
Al poner el fiscal catalán el foco sobre Ángel Sala, el director del Festival de Cine Fantástico [¡sic!]de Sitges, ha hecho un favor de esos que no se olvidan a Srdjan Spasovic. Que ya podrá presumir de sus tres premios en festivales internacionales y de haber montado un escándalo fenomenal, con denuncias y censura de por medio, en España. Y entre un premio de segunda fila y una polémica de primera página, pues ya me contarán...
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