¿O de un neandertal? La duda es razonable, porque en aquella época el territorio europeo fue compartido por ambas especies: los neandertales originales y los sapiens invasores. Menos de 20.000 años después, sólo quedaban los herederos del invasor, y el último neandertal servía de alimento a las alimañas en alguna gélida cueva, sin nadie que avivara los rescoldos de su postrera hoguera.
Llevamos unos 30.000 años pisando el planeta en solitario. No somos conscientes de ello, pero desde esa fecha sólo existe una especie de Homo en la Tierra. Carecemos de hermanos, y lo más cercano que podemos echarnos a la cara es la mirada misteriosa de un chimpancé: pero ellos no son más que primos torpes, que poco pueden ofrecernos, más que abnegada compañía.
Hace más de 30.000 años, sin embargo, las cosas eran muy distintas. Homo sapiens sapiens y Homo neanderthalensis (al que muchos aprendimos a llamar Homo sapiens neanderthalensis con la antigua nomenclatura) ocuparon el mismo espacio natural. El primero, recién invitado a la fiesta europea tras un largo periplo desde su África original. El segundo, campando a sus anchas en el helado continente que le vio nacer, ufano de su grado de desarrollo y, según los expertos, bello, pero ajeno a que las mejores de sus virtudes evolutivas: su adaptación al clima feroz y su robustez, iban a servirle de muy poco en la competencia por sobrevivir.
Nuestra actual soledad como especie se antoja intelectualmente insoportable. Quizás quede en nuestra memoria evolutiva una suerte de añoranza del hermano perdido con quien compartimos muchas peleas y, sin duda, muchos momentos únicos en la lucha por seguir adelante. ¿Será por eso por lo que a los paleontólogos les fascina tanto el seguimiento de las huellas que aquel tiempo nos ha legado?
Quién sabe. Lo cierto es que en los últimos meses han proliferado las noticias relacionadas con ese periodo de encuentros y desencuentros, a cuál más interesante. La última nos llega desde el río Don, a 350 kilómetros de Moscú, y tiene forma de artículo en la revista Science, del que se han hecho eco, no siempre con fortuna, los diarios españoles.
En la ribera del Don, donde se excavan los restos sapiens más antiguos de Europa, se acaban de hallar fósiles de nuestra especie datados en unos 45.000 años. El análisis de estos restos podría echar por tierra parte de la teoría actual sobre la expansión del Homo sapiens desde su cuna africana. Hasta ahora se creía que nuestros ancestros llegaron a Europa hace unos 100.000 años, pero es probable que la colonización se produjera mucho después: hace unos 50.000. No fue hasta entonces cuando los sapiens de África, poseedores de una cultura más desarrollada (hasta el punto de ser capaces de coser pieles para poder cubrirse con ellas), se encontraron con los tradicionales moradores europeos, los rudos neandertales.
¡Cuánto daríamos por conocer cómo fue aquel primer intercambio, aquellas primeras competiciones por el territorio y el alimento, aquellos primeros rastreos! Sobre ese momento no podemos elevar más que hipótesis e invocar al sentido común, para imaginar qué puede pasar entre dos especies casi idénticas que han de coexistir en un entorno hostil como pocos.
Por fortuna, también contamos con un puñado de herramientas científicas. La genética es una de ellas. Entre las muchas cosas que pueden hacer dos especies genéticamente casi idénticas en el mismo espacio están el olisquearse, el pelearse, el devorarse, el huir, el gruñir, el obviarse o el... ¡aparearse! No existe ninguna evidencia fósil de que cromañones y neandertales hicieran nada de lo antedicho. Lo cual no quiere decir que no ocurriera.
Sería muy útil hallar algún resto fosilizado de una especie híbrida entre cromañones y neandertales. Pero no exite. Sería útil contar con muestras de reparto territorial, intercambio cultural, predación…, pero carecemos de un número suficiente. Unos y otros eran pocos (muchos menos que los millones de sapiens que hoy poblamos Europa) y el terreno, demasiado vasto e intransitable.
Pero el encuentro debió de ocurrir (en lugares como la cueva asturiana del Sidrón, por ejemplo), y la huella debe de estar en algún sitio. Quizás en nuestros genes, si hacemos caso a las polémicas teorías de Bruce L. Lanh, quien aseguraba hace unos meses haber hallado en el gen microcephalin de los actuales humanos (usted y yo lo tenemos, sí) un alelo heredado de los neandertales, la prueba definitiva de que hubo sexo... y de que fue fructífero.
Hay demasiadas preguntas no respondidas aún por Lahn: ¿cómo pudo sobrevivir este supuesto alelo en la sopa de genes egoísta de la evolución? ¿Poseerlo fue una ventaja evolutiva tan grande para nuestros abuelos que acabó convirtiéndose en dominante?… Todavía son pocos los científicos que han aplaudido la tesis de Lahn. Pero todos comparten con él una idéntica pasión por el periodo bendito en el que, por última vez, dos especies de Homo se cruzaron en su devenir por la helada tierra europea.
Quizás compartieron un gesto de complicidad, quizás un mueca huraña de miedo o de sospecha… Uno siguió su camino hacia la extinción. El otro se giró de espaldas y continuó con paso firme rumbo a su futuro, preñado de astronautas, informáticos, paleontólogos, médicos, ingenieros…