Pasadas las diez de la noche del domingo 26 de agosto de aquel año, dos hombres vestidos con ropas de cazador, cruzados de cananas con abundante munición y armados con escopetas repetidoras del calibre 12 se mueven como sombras por detrás de las casas hasta situarse en un callejón, en el centro de la aldea, que da a la calle principal. Durante unos minutos quedan a la espera. Muy cerca de allí, en la calle Carrera, que hace las veces de gran paseo, unas niñas se despiden de un amiguito, unos vecinos hablan sentados en la terraza de un bar y otros toman el fresco, después de un día caluroso en la puerta de sus casas.
Entre hombres y mujeres reina una calma apacible y serena, en un pueblo en el que se conocen todos, al final de una jornada de asueto. Pero la tranquilidad aparente oculta viejas desavenencias entre dos familias: los Cabanillas, conocidos como los Amadeos, y los Izquierdo, a los que llamaban los Patapelás.
Puerto Hurraco vive de la aceituna, el grano, el cerdo y la oveja. Ha estado durante mucho tiempo en el atraso y la miseria, como una de las zonas más depauperadas de España, pero la llegada de la electricidad –en los años 70– y la implantación del agua corriente –en los 80– elevaron la calidad de vida de sus habitantes.
De repente, los dos hombres que se ocultan en las sombras, obedeciendo a una señal convenida, irrumpen en la calle principal y abren fuego con sus escopetas. Los disparos son de postas, lo que significa que cada cartucho de caza contiene nueve gruesos perdigones de plomo. Las primeras en caer son las niñas Antonia y Encarnación Cabanillas Rivero, de catorce y doce años, respectivamente. Les disparan en el pecho a corta distancia, hiriéndolas de muerte. Encarna apenas puede hablar, y Antonia pide ayuda a gritos a Isabel, la otra hermana, que salva su vida arrojándose al suelo.
Manuel Cabanillas, de 57 años, sale del bar vecino gritando: "¡Estáis locos, que las vais a matar! ¿No veis que son unas niñas?". Acto seguido recibe los disparos que pondrán fin a su vida.
Se produce una primera descarga de cinco tiros que crea confusión, carreras y miedo en la calle. Antonio Cabanillas, de 25 años, hijo de Manuel, intenta en un primer momento hacer frente a los que disparan, pero éstos rápidamente vuelven las escopetas contra él y le alcanzan por la espalda cuando intenta ponerse a cubierto. Los impactos que recibe le dejarán para siempre en una silla de redas. Los vecinos que pueden escapar se ocultan en sus casas o se parapetan tras árboles y mesas.
Los agresores cargan sus armas y siguen disparando sobre todo lo que se mueve. Araceli Murillo Romero, de 60 años, que está sentada a la puerta de su casa, ve caer heridas a las dos niñas y sin pensarlo va hacia ellas para prestarles ayuda. Los hombres armados le disparan. Muere en el acto.
José Penco Rosales, de 43 años, primo del alcalde pedáneo, que juega a las cartas en el bar, recoge a dos de los heridos en la primera descarga y los traslada en su coche a un centro asistencial de un pueblo vecino. Cuando regresa para hacerse cargo de otras víctimas, los dos hombres que no han dejado de disparar sobre la gente del pueblo le salen al paso y, tras apuntar a los cristales del vehículo, le dan muerte.
Algunos intentan escapar del pueblo. Así, Manuel Benítez, Antonia Murillo Fernández y su cuñado, Reinaldo Benítez, suben a un automóvil. Los agresores les disparan y causan la muerte de Antonia, de 57 años, y de Reinaldo, de 62.
En medio de la calle, disparando para todos los lados, los criminales no dejan descansar sus escopetas. Algunos vecinos logran dar aviso a la Guardia Civil del puesto de la localidad vecina de Monterrubio de la Serena. Un vehículo con dos miembros de la Benemérita entra en el pueblo. Los criminales les apuntan y disparan antes de que puedan salir del automóvil. El agente Juan Antonio Fernández Trejo, de 31 años, recibe un disparo en el pecho; el agente Manuel Calero Márquez resulta herido en la pierna izquierda.
Antes de darse a la fuga, los dos asesinos han matado a siete personas y herido a otras nueve, dos de las cuales fallecerán posteriormente. En el hospital Infanta Cristina de Badajoz ingresarán Guillermo Ojeda Sánchez, de ocho años, con un disparo en el cráneo, muy grave, en coma profundo –quedará hemipléjico–, y Andrés Ojeda Gallarde, de 36 años, herido en el pecho y en el vientre, con shock hemorrágico, muy grave. En el hospital Don Benito de Villanueva de la Serena atenderán a Isabel Garrido Dávila, de 70 años, herida en el pulmón derecho, muy grave; Vicenta Izquierdo Sánchez, herida en el brazo izquierdo, y Felicitas Benita Romero, con el impacto de un proyectil en el hombro.
Todo había ocurrido muy deprisa. El plan consistía en matar a un número indeterminado de habitantes de Puerto Hurraco. Los criminales cruzaron el pueblo descargando sus escopetas. Con los cadáveres en charcos de sangre, los heridos quejándose del dolor de sus heridas y el resto de los vecinos atemorizados, los agresores huyeron al monte cercano.
Rápidamente se organizó la caza de los fugitivos. Un fuerte dispositivo de más de doscientos agentes de la Benemérita, a pie, a caballo, en vehículos todoterreno y apoyados por un helicóptero, peinaron toda la zona. Vecinos y guardias pasaron la noche en vela. Quizá la peor de sus vidas. Sentían la amenaza de los francotiradores muy próxima.
Entrada la mañana del día siguiente se dio con los asesinos. ¿Quiénes eran aquellos desalmados? ¿Por qué mataban indiscriminadamente? Como muchos sabían ya, se trataba de Emilio (58 años) y Antonio Izquierdo (53), los hermanos Patapelás, que habían empezado por asesinar a las "niñas Cabanillas" y habían saciado sus ansias de venganza contra todo el pueblo.
Emilio fue sorprendido apostado cerca de la vivienda de dos de sus víctimas; con Antonio dio el helicóptero cuando huía monte arriba. Uno de ellos llegó a decir en su captura, aún caliente con la excitación de la sangre: "Si no me hubierais detenido, habríamos vuelto a disparar durante el entierro de los muertos". Lo dijo como si tal cosa.
Emilio, el jefe del clan, y Antonio, el hermano menor –llamado el Tuerto porque de niño perdió un ojo (se lo destrozó un gallo a picotazos)–, los dos solteros, vivían en la localidad vecina de Monterrubio con sus hermanas Ángela y Luciana, también solteronas.
Ángela y Luciana huyeron después de la masacre y fueron localizadas cuatro días después en la madrileña estación de Atocha. Serían acusadas por el sordo clamor popular de inductoras del crimen, pero nada podría probarse. Se les descubrió una grave dolencia mental, por lo que se las recluyó en el manicomio de Mérida.
Los Patapelás, nacidos en Benquerencia, de una familia de labradores que se trasladó a Puerto Hurraco con seis hijos –tres varones y tres mujeres–, abandonaron el pueblo, resentidos y cargados de odio, cuando murió la madre, Isabel Izquierdo Caballero, que falleció el 18 de octubre de 1984, carbonizada en un extraño incendio que, según dicen algunos, fue provocado.
Isabel era una mujer fuerte, en torno a la cual giraban las vidas de sus hijos. Prueba de ello es que cinco de los seis se quedaron solteros. Sólo se casó Emilia, que reniega de la macabra herencia familiar. Emilio, su hermano homónimo, explica así la matanza: "Ya estoy tranquilo, ahora ya estoy tranquilo. Después de seis años, ya he vengado la muerte de mi madre; ahora que sufra el pueblo lo mismo que he sufrido yo durante seis años".
El líder indiscutible de los Patapelás hacía culpable al pueblo entero de Puerto Hurraco. Y había preparado cuidadosamente la venganza. A uno de los psiquiatras le confesó que eligió agosto porque es friolero: en invierno se le entumecen los dedos y no puede disparar.
La enemistad entre Amadeos y Patapelás había empezado treinta años antes, con Manuel, el padre de los asesinos, y el abuelo de Antonio Cabanillas, padre de las dos primeras víctimas de aquellos, por un desacuerdo sobre lindes. Continuó con los amores no correspondidos de Luciana Izquierdo por Amadeo Cabanillas, que se saldó con la muerte de Amadeo, tío de las mencionadas niñas, muerto a puñaladas por el mayor de los Izquierdo, Jerónimo, el 22 de enero de 1967.
Era tal la idea obsesiva de venganza de Jerónimo contra los Amadeos que, luego de cumplir catorce años de condena por el asesinato, apuñaló a Antonio Cabanillas, padre de las niñas muertas –"No pudo matarme y ahora me matan a mis hijas", lloraba Antonio en el funeral–, por lo que fue ingresado en el Psiquiátrico de Mérida, donde falleció.