Llegué a Benidorm, en pleno boom turístico, y me hospedé en una fonda económica y limpia, del casco viejo. Era mediodía y hacía calor. Dejé los bártulos en la alcoba y salí a buscar donde comer. También salía en ese momento de otro cuarto un muchacho de mi edad, igualmente recién llegado y en busca de pitanza y, al parecer, de trabajo: un tipo alegre y dicharachero, muy moreno, delgado y ágil, de rasgos un poco agitanados y estatura media-baja, compensada con un calzado de gruesos tacones. Un andaluz de estampa castiza, de los que no hay muchos. Podía llamarse muy bien Manolo.
Al poco rato ya me había contado su vida y milagros, edificantes según se mirarse. Se dedicaba a merodear por la zona turística en busca de ligues económicamente provechosos, sin poner muchos peros en cuestión de orientación sexual. Correspondía al tipo humano de prácticas, si no de ideas, avanzadas, liberadas y desprejuiciadas tan promovido años después por la izquierda y mal mirado en aquellos atrasados tiempos: ahora son los que orientan las costumbres y enseñan desde la televisión y otros púlpitos qué está bien y qué está mal.
Unos reportajes en El País, muchos años después, daban coba con desparpajo a este tipo de ligones profesionales. Por la costa mediterránea se movían pequeñas bandadas de ellos, a través de los cuales (y de grupos de estudiantes o intelectuales progresistas) empezaba a difundirse la droga, otro signo de modernidad.
Manolo no era mal chaval, tenía un fondo de ingenuidad, pero llevaba una vida poco prometedora. Contaba con delectación y desprecio algunas aventuras con homosexuales, en particular con un abogado madrileño, casado, a quien había sacado bastante pasta. Debí de expresar cierta aversión, y él, percatándose de no estar con interlocutor muy afín, pasó a justificarse:
– Pero no les dejo llegar a nada, chaval, los pongo cachondos y tal, ¿entiendes?, y que suelten la pasta, pero al final, nada. Para eso hay que saber tratarlos, esa gente son muy viciosos. Les das cuerda y, al final, nada…
No se lo quise discutir, e intuí que el negocio podía incluir el chantaje. De todas formas, él prefería a chicas, con quienes la relación debía resultar más amable. Se jactaba del tamaño de su herramienta, y se ofreció a mostrármela en el váter, no fuera a ponerlo en duda, pero le hice comprender que su palabra me bastaba y aun me sobraba.
Al otro día quedamos con un par de amigos suyos, del mismo gremio. Apenas intervine en su charla, fascinante en cierto modo: salvo por un tinte de mala leche y chocarrería, hablaban talmente como chicas: ropas, colonias, discotecas... Chapurreaban francés o inglés, que por lo visto les bastaba, y mostraron cartas y fotos de turistas inglesas, ligues del verano anterior. Cartas apasionadas, convencional o literariamente apasionadas y, supuse, insinceras, como queriendo romantizar unas aventuras probablemente algo sórdidas, dados los partenaires. Cada cual sabía sus cartas de memoria, y subrayaba con risas o expresiones admirativas tales o cuales pasajes. A las escritoras, probablemente, les habría hecho poco felices saber sus misivas exhibidas, y más aún comentadas.
Al irse los otros dos, Manolo me aclaró, despectivo:
–Esos se quedan con el género que los demás no quieren. ¿Te has dado cuenta de lo feas que eran las fulanas? Pues al natural estaban peor que en las fotos.
Pero a él no debían de irle mejor las cosas, pues en la conversación no se había ufanado de conquista alguna. Las que me contaba quizá no podría hacerlas creer a quienes le conocían bien. Entramos en una tasca, siempre con la misma conversación más alguna alusión al trabajo, del que él no se manifestaba muy fanático. Un par de paisanos en la barra se unió a la charla. Comentarios tópicos, y sin embargo parecen no cansar nunca. En una mesa cercana estaban tres chicas inglesas de bastante buen ver.
– Mira ésas –dijo Manolo–. Tú sabes inglés, ¿no? ¿Por qué no les hablas?
Por entonces mi inglés era bastante fluido, aunque me costaba entenderlo cuando lo hablaban deprisa. Después pasaría casi cuarenta años sin practicarlo, con esporádicos y poco tenaces intentos de recuperación. Lo mismo el francés. Con facilidad para los idiomas, siempre me faltó la paciencia.
Fui donde las chicas. Estaban a punto de levantarse, pero charlamos un poco. Quedamos con dos de ellas al anochecer, a la puerta de una discoteca. La otra buscaba trabajo y me puse de acuerdo con ella para acercarnos al día siguiente a un hotel en las afueras, donde pedían personal, según había oído. Manolo estaba contentísimo. Yo no tanto, pues tuve la impresión de que no vendrían.
Y no vinieron. Entramos en la discoteca a ver qué caía. No tengo afición a bailar, y el ruido y las luces de esos locales me deprimen. Al poco rato salí, un tanto frustrado, mientras Manolo se contorsionaba frente a una extranjera, siempre tan eufórico. Sonaba una canción con el estribillo "Gaston, le téléphone, qui sonne/ il n´y a jamais personne/ qui y répond", o algo así. No habré ido en mi vida más de cinco veces a discotecas.
La que sí cumplió fue la chica en busca de trabajo, al día siguiente. Bajo un sol de justicia atravesamos Benidorm de punta a punta, hasta el hotel. Necesitaban una telefonista, pero el español de la moza era demasiado precario. Para mí no había nada: "Si hubieras venido hace unas semanas, antes de empezar la temporada… Ahora ya están todas las plazas cubiertas. En los demás hoteles pasará lo mismo". Mis endebles esperanzas con la inglesa se desvanecieron cuando me informó de que iba a encontrarse con su boyfriend.
Nos iría mejor en Alicante, sugirió Manolo. Allí vivían sus padres, venidos de Andalucía. Fuimos a pernoctar a su pequeña vivienda y me invitaron a cenar. Pusieron unos platos andaluces, no acostumbrados para mí, y los dejé casi intactos, pese a la hospitalaria insistencia de la madre. El padre trabajaba de taxista. Manolo les mentía, claro está, sobre sus andanzas, pero ellos intuían adónde tiraba la cabra. El padre cenaba en silencio, casi hosco, y la madre angustiada. Ésta debió de ver en mí una compañía algo menos estragada que las habituales de su hijo, y me rogó encarecidamente que acompañara a su Manolo y lo obligara a coger un trabajo honrado. ¡Pobrecilla! Su ansiedad conmovía, sobre todo por la falta de remedio. No es fácil salir de la mala vía, y menos a edades de fuerza e ilusión, cuando la vida apenas ha pegado en serio.
En la pequeña habitación de Manolo sólo había una cama, también pequeña. Probamos a acomodarnos, pero, recordando sus aficiones, extendí el saco de dormir sobre el suelo y allí me eché, protestando él que se estaba mejor en la cama. Lo decía algo compungido y sin mala intención, pero preferí malpasar la noche sobre el duro suelo: "Es una cama demasiado estrecha. Mejor así".
Al día siguiente fuimos hasta San Juan, acaso vimos alguna oferta en el periódico. Se trataba de la bolera del hotel Playa, no sé si seguirá existiendo. Al fondo de las pistas, dentro del cobertizo, había que esperar, encaramados en un murete, a que los jugadores terminaran de lanzar su tanda de bolas, procurando esquivar las piezas de madera, pues éstas, al saltar, podían golpear en el cuerpo o la cara. Entonces había que bajar rápidamente y colocar de nuevo los bolos.
Ofrecían comida y alojamiento en dos pequeñas casetas de cemento, de aspecto bunkeriano, a un lado y otro de la pista, llenos de botes de pintura, con sus acres olores, y sendas literas de dos camas, la de arriba casi al ras del techo. La jornada duraba desde avanzada la tarde hasta las once o doce de la noche. El sueldo era muy bajo, pero había propinas.
– ¿Qué tal las propinas? –pregunté a un empleado
– Depende de las noches. A veces sales muy bien.
A Manolo el trabajo le pareció una basura, y de ningún modo quiso cogerlo. ¡Un señorito!
– Pues yo me quedo, qué cojones. Me estoy quedando sin un duro, y aquí tienes casi todo el día libre, y la playa al lado.
Con la edad suelen cambiar las aficiones. Por entonces me gustaban mucho los viajes y la playa; hoy sólo viajo por obligación, y evito la playa.
Pasé en la bolera dos meses. Unas semanas más tarde volvió Manolo de visita, tan contento y hablador como de costumbre, riéndose de los empleados que curraban por cuatro perras. No tenía enmienda, como esa otra cosa.