Detrás de la imagen de la reina niña se asentaron todas las promesas de una España mejor. Vitoreaban entonces a Isabel II y a la Constitución de 1812, y tomaron su nombre para disimular pronunciamientos contra el régimen liberal. Lo hicieron en las revueltas de 1835, y en el golpe de Estado de La Granja en 1836 fue el eslogan para expulsar a Espartero de la regencia en 1843 y lo utilizaron en los programas electorales hasta bien entrado el reinado.
El problema de esta recreación de Isabel II como símbolo y bandera de la opción progresista no fue solamente su utilización partidista, sino sus consecuencias a la hora de pactar un régimen común a todos los liberales. Los progresistas unieron el nombre de la Reina a la nación y a la libertad, pero también al suyo propio. La consecuencia fue que, alejado del poder, el partido progresista no dudó en romper esa relación de Isabel II con la nación liberal, y endosar a la Reina una alianza oscura con el absolutismo teocrático.
Los moderados y la Unión Liberal, como en 1847 el partido progresista, utilizaron el desordenado apetito sexual de la Reina para intentar dominarla. Los moderados llamados "polacos" difundieron su vida amoroso, incluso desde el Gobierno. El objetivo era acusar a la oposición de las "calumnias" que ellos difundían, y así ganar el favor político de la Reina. La irresponsabilidad y la falta de escrúpulos era general, tanto de la Reina y su entorno como de los partidos. La Unión Liberal emprendió verdaderas campañas de prensa denunciando la existencia de camarillas y favoritos que dominaban el ánimo de la Reina y desvirtuaban el régimen constitucional (...) Los unionistas tampoco dudaron a la hora de utilizar a un favorito, Tirso Obregón, el amante del momento de la Reina, para satisfacer sus propios intereses políticos, incluso en una fecha del reinado tan tardía como 1865.
Los progresistas y los republicanos se sumaron a estas campañas de moderados y unionistas. Si la imagen de España no era buena en el exterior desde mediados de la década de 1840, los exiliados del partido progresista la aumentaron sufragando y escribiendo en la prensa extranjera artículos insultantes contra Isabel II, la Familia Real y el Gobierno de turno. Los republicanos dominaron la divulgación de la imagen negativa de la Reina una vez fue destronada, a partir de septiembre de 1868. Su propósito era denostar a la Dinastía y la forma monárquica de gobierno en general. No les bastaba a los republicanos con desautorizar las decisiones políticas de los reyes, sino que hacían lo mismo con su vida privada para presentarlos como indignos de reinar sobre los españoles, y como los primeros responsables de las crisis políticas, económicas o sociales. Los republicanos aludían con frecuencia a la moralidad, un concepto que utilizaron primero los unionistas, con el fin último de mostrar la superioridad moral de la forma republicana de gobierno.
La pretensión de todos los partidos al utilizar la imagen de Isabel II era desautorizar sus decisiones políticas mediante el descrédito de su vida privada. La propaganda y difusión de la imagen de una Familia Real y una corte vergonzosas fueron armas políticas utilizadas por los partidos. Ahora bien, y esto es tan triste como lo anterior: la mayor parte de los tópicos sobre Isabel II y su entorno eran ciertos. El comportamiento de la Reina fue indigno del cargo que representaba, y sólo se puede explicar que siguiera en el Trono porque los partidos la creían manejable.
La primera culpable: la Reina
Los partidos de la Era isabelina utilizaron y manipularon la imagen de Isabel II, pero no la inventaron. Fue una mala Reina, que ni siquiera puede ser calificada de inadecuada o inocente. Su personalidad permitía que su entorno fuera corrupto y enemigo de la libertad. No supo, pero sobre todo no quiso, cumplir con su papel. Ella misma labró su indignidad, una circunstancia alimentada por su entorno familiar y político. Ni la escasa educación recibida ni el sentimiento de orfandad pueden justificar su comportamiento, pues esas carencias las compartió con su hermana Luisa Fernanda, que, a la postre, tuvo una personalidad muy diferente. El lamentable matrimonio tampoco es una excusa para una vida sexual desordenada y exageradamente pública. El problema no fue solamente que cometiera adulterio, que fuera una beatuca o tuviera poco apego al sistema constitucional, sino su descaro y poca inteligencia al cometer tales errores.
La personalidad de la Reina entorpeció el desarrollo del régimen liberal, y propició el enconamiento de la vida política más allá de lo recomendable para un sistema constitucional. Sin embargo, Isabel II fue tolerada por los partidos debido a la ilusa pretensión de los líderes políticos de que la Reina era manejable. Los partidos no quisieron, en verdad, construir un Gobierno representativo, y despreciaron las ocasiones que tuvieron para dar ese paso. Además, los partidos instrumentalizaron la imagen de la Reina sin importarles el perjuicio que causaran a la Monarquía constitucional y al liberalismo en plena competencia con el carlismo y el republicanismo.
La imagen positiva de Isabel II popularizada durante la Primera Guerra Carlista fue tan poderosa que no pudieron contra ella los escándalos de 1847, ni la denuncia de las camarillas absolutistas o los vaivenes constitucionales. Los españoles toleraron perfectamente los adulterios de Isabel II, y se despreocuparon por la paternidad de los hijos de la Reina. La figura de un rey consorte homosexual impotente debió de justificar, a ojos de la opinión pública, la vida amorosa de la Reina. Es innegable la enorme popularidad de la que disfrutó Isabel II hasta 1865, a lo que contribuyeron sobremanera la labor del Gobierno O'Donnell con los viajes de propaganda y las campañas de caridad de la Reina. Y esto muestra la irresponsabilidad de los partidos: la misma Unión Liberal de O'Donnell era capaz de airear la vida sexual de la Reina cuando estaba en la oposición y hacer después campañas para mejorar su imagen una vez conseguido el poder.
El estudio de las variaciones en la opinión pública resulta impactante, pues sorprende la capacidad de los españoles para transformar en poco tiempo, entre 1865 y 1868, una tolerancia casi absoluta en un odio irrefrenable. El análisis de la evolución de la mentalidad de los españoles durante el siglo XIX es algo complicado y, quizá por ello, casi inexplorado. La mezcla de la ignorancia, los valores y creencias ancestrales y la modernidad, con todas sus realidades, progresos y manipulaciones políticas, puede explicar la reacción popular contra todo lo Borbón en 1868 y, en contraste, los recibimientos apoteósicos de 1875. En esto también cabe pensar en el fracaso colectivo, en la desilusión general que supusieron los seis años de revolución, entre 1868 y 1874, hasta el punto de transformar en deseable la Dinastía que se había despreciado e insultado poco antes.
La decepción que supuso el reinado de Isabel II afectó profundamente el optimismo y la confianza de la historiografía y el pensamiento liberal, así como el concepto mismo de nación liberal. ¿Cómo levantar un régimen constitucional, teorizar sobre él o historiarlo en tales circunstancias? En las obras de los historiadores y escritores posteriores a 1868, y sobre todo a 1875, se percibe una decepción profunda, y una necesidad de empezar de nuevo. La razón es que, durante mucho tiempo, Isabel II, nación y libertad habían sido un único concepto sobre el que se había argumentado y por el que se había luchado. El vínculo entre la nación liberal, la independencia española y la reina Isabel se hizo tan fuerte durante la guerra civil y los años inmediatamente posteriores que condicionó a la opinión pública y a los partidos durante todo el reinado.
El desarrollo de la revolución liberal española hay que revisarlo no desde la ausencia de una burguesía y su revolución, o esgrimiendo la existencia de una supuesta debilidad en la construcción de la nación. Sería conveniente examinarlo a la luz de un discurso nacional liberal que se construye y apoya en un Trono que, finalmente, falla. La ingratitud política y personal de Isabel II fue, quizá, el más eficaz agente revolucionario y disgregador. Ese trastorno en la construcción del discurso nacional liberal supuso un bache del que no consiguió sacar a España ni la revolución de 1868, pensada para asentar la regeneración única y exclusivamente en la nación soberana. La alteración fue tal que ni siquiera resultó viable un rey electivo, perteneciente a una dinastía liberal, como fue Amadeo de Saboya.
La nación liberal ligó su porvenir político a la Dinastía y a la persona que ocupaba el Trono. La guerra contra el absolutismo, cruel y que empeñó humana y económicamente el país, fue la principal razón de esa relación estrecha entre la nación liberal y la reina Isabel. Se creó entonces la ilusión de que Isabel II abriría el camino a la regeneración nacional. Aquellos liberales pusieron a la Corona, como luego haría Cánovas en 1876 siguiendo la tradición española, con la misma carta de naturaleza política, preconstituyente, que las Cortes como representación de la nación. El discurso político, literario, periodístico, historiográfico y filosófico se sostuvo en la alianza de la nación liberal con el Trono. Era el símbolo de la independencia y carácter nacionales, una creencia generalizada entre unos españoles tan fieramente patriotas como reticentes al extranjero, especialmente al francés. El imaginario popular se construyó así en torno a una libertad ligada a su Reina, una Isabel II que se mostraba, además, muy castiza y campechana.
El derrumbe de la imagen positiva de la Reina debilitó el desarrollo del proyecto colectivo. El desengaño, provocado por la misma Reina, fue un obstáculo en la construcción del régimen liberal y del discurso nacional. Era como si la nación se hubiera quedado viuda. El nuevo proyecto, el de la revolución de 1868, quiso poner a la nación liberal en primer y único plano para encontrar la fórmula de progreso y regeneración. Frustrado el proyecto nacional entre aquel año y 1874, la nación liberal se volvió de nuevo hacia los Borbones en la persona de un Alfonso XII cuya imagen era radicalmente distinta a la de Isabel II. Se pudo entonces recuperar aquella memoria colectiva que unía a la Dinastía con la nación, pero no con igual fuerza y unanimidad, porque los españoles ya no eran los mismos.
La imagen positiva de Isabel II se fue desmoronando desde 1854. La Reina tuvo entonces una última oportunidad verdadera para reconciliarse con el funcionamiento normal del régimen constitucional y desembarazarse de prácticas públicas y privadas indignas. Ella misma lo confesó al pedir perdón, en un manifiesto a los españoles, por una "serie de lamentables equivocaciones". Los sucesos de julio de 1856 y el retorno a la situación anterior a la revolución separaron ya completamente a los progresistas de Isabel II y de la dinastía de Borbón.
La campaña de imagen del Gobierno de O'Donnell entre 1858 y 1865, paseando a la Reina por toda España, y la guerra de África consiguieron mejorar algo la imagen de Isabel II. No obstante, fue desde ese último año cuando se impuso la imagen negativa. Esto se debió a que se relacionó a la Reina con tres taras insoportables para la nación liberal: la corrupción económica, la crueldad y el antiliberalismo. La cuestión de "El rasgo", el fusilamiento de los sargentos el cuartel de San Gil y el cierre de las Cortes a finales de 1866 dibujaron una Isabel II corrupta, cruel, absolutista e ingrata.
Si hasta entonces los españoles eran mayoritariamente indiferentes respecto a la vida sexual de la Reina, incluso a la paternidad del príncipe Alfonso y de las infantas, a partir de aquel instante su comportamiento se convirtió en una inmoralidad e indignidad intolerables. En un momento de fuerte lucha política y de crisis económica internacional, se extendió la percepción de una Reina sin interés real por los españoles, indiferente a las dificultades del pueblo. Apareció así la imagen de una Isabel II que se dedicaba al amor carnal, más que al amor a España. Su destronamiento y la caída de los Borbones y sus adláteres, el "Abajo lo existente", quedó como la única solución. Al aparecer la Reina separada de la práctica constitucional, partícipe en la corrupción económica y en los fusilamientos, con una vida amorosa inmoral, la misma Isabel II facilitó el camino a la revolución, que esta vez no se detuvo ante el Trono.
Inmoralidad privada y antiliberalismo eran lastres demasiado pesados como para emprender la Restauración con garantías de éxito. De aquí que Cánovas ideara su proyecto política desde 1873 contando con el apartamiento vergonzante de Isabel II, y con la creación de una nueva y positiva imagen de Alfonso de Borbón. Cánovas no puedo evitar el juicio severo de los historiadores y escritores hacia la reina Isabel, pero sí consiguió que su mala imagen no la heredara su hijo.
NOTA: Este texto es un fragmento editado del epílogo de ISABEL II, IMÁGENES DE UNA REINA, el más reciente libro de JORGE VILCHES, que acaba de publicar la editorial Síntesis.