En España los atracos con rehenes vienen resolviéndose con un balance satisfactorio. Aquel asalto de Alicante, en el que el atracador exigía comida, droga, un vehículo y bebida en abundancia, se solucionó con solvencia, a pesar de que el delincuente se quejaba amargamente de que no le habían proporcionado su marca de cerveza favorita, y además le habían traído una sin alcohol. En eso consiste la negociación: en hacer que los tipos atrincherados, en ocasiones con síndrome de abstinencia o directamente drogados, rebajen sus exigencias o acepten lo irremediable de la situación, hasta acabar bebiendo un sucedáneo de cerveza. Sólo con la cabeza clara se impedirá la eventualidad de que apriete el gatillo.
Aquel atracador obligado a convertirse en abstemio por la habilidad negociadora de la policía logró subirse a lomos de una motocicleta de gran cilindrada y salir a escape desde la puerta del banco, produciendo las imágenes más espectaculares que imaginarse pueda cuando le fue cortada la huida por la aparición de un coche camuflado. El resultado, una caída que no acabó en muerte gracias al ángel bueno de los atracadores.
Tiempo después, un delincuente habitual, conocido como Dieguito el Malo y al que popularizó un espacio de televisión, individuo de trena inmemorial que acumula condenas como Imelda Marcos acumulaba zapatos, dio en asaltar un supermercado en el momento del cierre, con la mala fortuna de que en el primer minuto se le escapó el empleado que tenía la llave de la caja. Sin botín y resignado al desastre, trató de llevarse embutidos y luego quiso repartirlos con los rehenes. Finalmente, fue capturado cuando intentó una huida por disimulo.
Una vez que la acción sorpresa de los atracadores falla, por algún imprevisto, la policía rodea el lugar. Da el cerrojazo de tal manera que resulta imposible para aquellos salir de la trampa. Entonces comienza la larga negociación, en la que el "hombre bueno" entabla una relación que pretende cordial. Los atracadores, aunque atrapados, suelen tener la sartén por el mango, porque se escudan en personas inocentes, empleados o clientes, que capturan violentamente y a las que amenazan con sus armas. Aunque la situación se resuelva sin heridos, el peligro es evidente y, por momentos, de enorme gravedad.
Así ocurrió en una sucursal bancaria del barrio madrileño de Vallecas, en la que dos individuos, posibles consumidores de euforizantes y otras sustancias de gran efecto, penetraron armados de un revólver y una pistola. Se pusieron en la cola de los clientes, y cuando vieron llegado el momento se delataron con un: "¡Quieto todo el mundo, que esto es un atraco!".
Lo primero que falló fue que uno de los empleados, que estaba hablando por teléfono, informó en directo a su interlocutor de lo que pasaba. Lo segundo, que un peatón advirtió desde fuera la maniobra, les vio empuñar las armas e informó a la policía. El cierre de la zona no se hizo esperar, y llegaron hasta los geos. En unos segundos un denso dispositivo policial hacía guardia frente a la entidad bancaria.
Los asaltantes, que como se ha dicho eran dos, parece que tenían experiencia en este tipo de percances, pero nunca se habían visto en otra tan complicada. Estaban de triunfadores y con la saca del dinero cuando les sorprendió la situación. Comenzaron a dar golpes y gritos, a amenazar y apuntar con sus armas de fuego, elevando la tensión dentro del banco y provocando angustia y temor en los once rehenes secuestrados. Pero en eso llego el negociador.
Aunque no figure en el currículo ni en el programa de estudios, el aspirante a esta figura policial debe ser buena persona de base; es más, debe transmitir confianza desde el primer momento, como si fuera una especie de reacción química. Dentro, los asaltantes estaban tan confundidos y despistados que hasta levantaban los teléfonos cuando llamaban los periodistas; se dio la circunstancia de que llegaron a hablar con un informador, al que colgaron con educación insólita para quienes se jugaban muchos años de cárcel.
En este momento explosivo el negociador, que naturalmente era buena gente, consiguió un clima de diálogo cruzando su nombre de pila con el de uno de los atracadores, que empezó por darle el suyo auténtico. Inmediatamente se produjo el lento goteo de las concesiones. Los delincuentes pedían droga, un coche de gran cilindrada, cigarrillos y agua. El negociador, mano de hierro en guante de cabritilla, exigió la suelta de rehenes, que fueron saliendo a escape uno tras otro.
Los malos lograron agua y cigarrillos, cosas que no prohíbe la ley. Hasta que el agente, desprovisto de armas, jugándose el tipo, como en Tarde de perros, la película que popularizó en España al policía que consigue más con su capacidad de persuasión que con las armas, logró entrar en el banco, liberar a los últimos secuestrados y conseguir que los dos presuntos, gente de experiencia, armada y desesperada, depusiera su actitud y acabara entregándose.