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MEMORIAS ERRÁTICAS

La escapada

Corría el año 1980, y mientras algunos se preparaban para los tiempos alegres de la movida yo, sin preparar gran cosa, y con bien poca alegría, hice mi propia movida: largarme. Tomé la decisión en el ascensor del periódico en cuya redacción trabajaba. Las aventuras políticas de los últimos años del franquismo y de la Transición se habían acabado; el enemigo había desaparecido, y con él, el escenario en que habíamos actuado los que nos teníamos por adalides de la libertad. Mis creencias políticas se habían hecho una confusa bola de cenizas una vez sometidas al fuego de la realidad.

Corría el año 1980, y mientras algunos se preparaban para los tiempos alegres de la movida yo, sin preparar gran cosa, y con bien poca alegría, hice mi propia movida: largarme. Tomé la decisión en el ascensor del periódico en cuya redacción trabajaba. Las aventuras políticas de los últimos años del franquismo y de la Transición se habían acabado; el enemigo había desaparecido, y con él, el escenario en que habíamos actuado los que nos teníamos por adalides de la libertad. Mis creencias políticas se habían hecho una confusa bola de cenizas una vez sometidas al fuego de la realidad.
Una locomotora del Transiberiano
El panorama que se avistaba desde el ascensor, un artefacto llamado Pater Noster, que consistía en una cadena de cabinas abiertas, en movimiento continuo, no era muy alentador: era el de siempre. El que podía ser para siempre. Había que salir corriendo. Iba a ser por unos meses. Pero una vez que se echa uno a rodar no se detiene tan fácilmente, y así, de un viaje al otro, como impulsada por la inercia de aquel primer movimiento causado por el pánico que me produjo la vista desde el ascensor, la escapada tomaría cuerpo de periplo.
 
Un amigo me encontró un compañero para la fuga. Y a finales del verano ambos nos pusimos delante de un mapamundi. Todo era posible. Cruzar el Atlántico en un mercante con destino a Brasil resultaba atractivo, pero tenía sus complicaciones; bajar a Marruecos no era ninguna novedad; hacer un tour por la vieja Europa tampoco ofrecía aliciente. Y así fuimos descartando rutas, hasta que a Augusto se le ocurrió la idea que nos atraparía: tomar el Transiberiano hasta su estación término y allí embarcarnos con destino a Japón. Había unos barcos rusos que hacían la travesía. Una vez en tierras japonesas, ya veríamos. Ex Oriente lux.
 
Por entonces no era imposible, pero sí dificultoso, sacar los billetes para el Transiberiano en España. Los españoles aún viajaban poco a países lejanos y la oferta era limitada; no había siquiera aquellos billetes de avión que se obtenían en Londres, París o Berlín y que le permitían a uno hacer escalas de larga duración en varios países, incluso dar la vuelta al mundo con más comodidad que Phileas Fogg, y menos gasto. A principios del otoño Augusto se fue a París a negociar los billetes del famoso tren y los correspondientes visados, imprescindibles para entrar en el imperio que entonces regía Breznev, el de las cejas más tupidas.
 
Recorrido del Transiberiano.La gestión era complicada, porque no se trataba sólo de los billetes. En un viaje por la URSS no se podía improvisar. No lo permitían las autoridades. Todo debía estar concertado de antemano. Ya que íbamos a atravesar Siberia, decidimos que haríamos paradas en las principales ciudades. Y, por supuesto, en la estación de partida: Moscú. Para llegar allí tomaríamos un tren que salía de París. En cuanto al visado, no había que revelar en ningún momento que yo tenía alguna relación con el periodismo. Nos enteramos de que el Transiberiano no llegaba hasta Vladivostok, secretos militares obligaban, sino a Najodka, un poco más al Norte.
 
Las gentes de pocos posibles, como nosotros, iban entonces a París en las literas del expreso Puerta del Sol, camastros en los que es improbable que alguien haya dormido alguna vez; no ya por su incomodidad, sino porque los viajes largos en tren solían activar las ganas de conversación y de jolgorio, y uno terminaba pasando la noche en el bar, hasta que le echaban.
 
En París Augusto había encontrado alojamiento en un albergue para estudiantes. La capital francesa resultaba muy cara. En el albergue le levantaban a uno al alba y le daban un desayuno de huevo pasado por agua, tostada y el mal café correspondiente. Para comer y cenar recurríamos a las baguettes y al queso; sólo una vez nos permitimos un restaurante. Había allí otros huéspedes con ánimo viajero, y con un brasileño de Sao Paulo, que había venido a Europa con la intención de recorrerla con el bono interrail, nos dedicamos a lo que suelen hacer los turistas pobres en las grandes ciudades del mundo: recorrerla a pie, y como mucho utilizar el metro. Rascándonos el bolsillo entramos en el Louvre y algún otro museo.
 
El Paradiso de Amsterdam.Por eso de que no estaba lejos y había autobuses baratos, un fin de semana nos acercamos a Ámsterdam. Era una ciudad como las que había imaginado en la infancia al ver estampas de los burgos medievales poblados de emprendedores comerciantes y artesanos. Los holandeses nos asombraron por su altura. Y porque no había forma de desayunar otra cosa que pescado en salmuera. Por lo menos, no la encontramos.
 
Una noche fuimos al café Paradiso, montado en lo que había sido una iglesia. A la entrada había una mesa en la que se ofrecían diferentes tipos de hachís y marihuana. Un vendedor informaba con aire profesional de la calidad de la mercancía. Mientras estábamos allí un tipo se puso frente al público e hizo un recitado, del que nada entendimos. Fue escuchado con respeto. El estilo era así, informal y sin alboroto.
 
De regreso a Francia la policía gala inspeccionó con cuidado a los pasajeros del bus, por si habían comprado en las mesitas. Ámsterdam había añadido aquel comercio a sus atractivos naturales.
 
Llegó el gran día. Provistos de nuestro billete, porque era sólo uno, con forma de pequeño cuadernillo desplegable, y de las bolsas de viaje, bien ligeras, entramos en la Gare du Nord al anochecer. Nuestro tren era largo, pero, según descubrimos allí, sólo un vagón iba a Moscú, y estaba en cabeza.
 
Detalle de la fachada de la Gare du Nord.
Frente a su puerta montaba guardia un revisor, grande, corpulento, con un uniforme gastado y la gorra de rigor. Le mostramos el cuadernillo aquel, escrito en ruso, y se puso a examinarlo. Le dio un repaso y habló, en ruso, claro. Entendimos por sus gestos que no nos franqueaba el paso. Llevábamos un diccionario, pero ni sabíamos leer el ruso ni cómo pronunciarlo, ni había tiempo que perder.
 
No faltaban más de quince minutos para la salida. A la carrera, Augusto marchó en busca de un teléfono para llamar a la agencia que nos había vendido la inútil cartulina por una cantidad no del todo despreciable de dinero.
 
Le esperé en el andén, mirando sin cesar el reloj. Por las ventanillas del tren que había al otro lado se veían, rodeados de penumbra, rostros de viajeros con rasgos eslavos y expresión de fatiga. ¿Adónde irían? ¿Quiénes serían? Parecían emigrantes que regresaran, sin haber hecho fortuna, a un país donde sabían que no podrían hacerla. Parecía, el suyo, un tren de posguerra. Su tristeza me contagió. Por un malentendido, mi movimiento se detenía nada más empezar. La escapada se truncaba en sus inicios.
 
Ya en París había notado los efectos benéficos del alejamiento. Los antiguos creían que al pasar el Ecuador se le caían a uno los piojos del cuerpo, pero no había tenido que llegar yo tan lejos para empezar a liberarme de los del alma. Había entrevisto claridad, y una vieja señora de una agencia de viajes me arrojaba de nuevo a la tiniebla.
 
En éstas, el revisor me hizo señas. Todo estaba en orden. Después de darle unas vueltas más al cuadernillo azul había entendido que el billete era para dos. Augusto apareció por fin. Y así entramos en un vagón que en absoluto cuadraba con la estética del realismo socialista, sino que parecía haberse conservado, más mal que bien, desde de la época de los zares. Sólo faltaba, pensé al entrar, que hubiera un samovar con té. Y, en efecto, algo de eso debía de haber, porque el revisor, ya en veta amable, nos ofrecería luego té en unos vasos de cristal de aspecto prerrevolucionario. Pero esa no sería la única sorpresa.
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