Pero Edgard, querido, pero Desmond, por Dios, ¿en qué estabais pensando cuando escribisteis eso? Sabéis de sobra que las diferencias anatómicas entre los sexos no son consecuencia de una primitiva división del trabajo. La prueba es que nuestros ancestros primates, que eran vegetarianos y no se repartían las tareas, tenían un gran dimorfismo sexual. Los machos eran casi el doble de grandes que las hembras. Luego, a medida que evolucionó nuestra especie, se fue reduciendo la diferencia.
La razón de que los hombres tengan una mayor masa muscular y una mayor envergadura no es, precisamente, la caza ni cualquier otro trabajo duro, sino que heredaron de sus antepasados los rasgos típicos de la competencia entre machos y la imperiosa necesidad de dominar a las hembras. El mismo Wilson lo reconoce en otra parte de su obra:
Los primates se rigen por la regla de que cuanto mayor es la competencia de los machos por las hembras, mayores serán las ventajas que proporcione el tamaño grande y menos influyentes serán las desventajas atribuidas a la talla grande.
Luego, en las diferencias anatómicas, no existe tal huella de especialización laboral. La única huella que existe es la de la especialización sexual.
Muchos antropólogos quisieron reconocer en los pueblos primitivos los patrones de la especialización del trabajo propios de la cultura occidental de su época. O sea, las mujeres cocinando y los hombres consiguiendo comida. Margaret Mead, por ejemplo, escribió:
El hogar (...) en el que el hombre es quien consigue el alimento y la mujer quien lo prepara es una escena común en todo el mundo. Pero este cuadro puede ser modificado y esta modificación serviría en sí misma como prueba de que esta regla no es algo profundamente biológico.
¡Oh, Margaret! Bueno, al menos admitió que "esta regla" no es biológica. El caso es que la misma autora, en sus libros, dio testimonio de la variedad y dureza del trabajo de las mujeres para conseguir alimentos –no sólo para prepararlos– en las tribus con las que convivió.
Otra autora, la economista Ester Boserup, en su libro La mujer y el desarrollo económico le reprocha así esa ceguera:
[M. Mead] no se equivoca al afirmar que la preparación de los alimentos es monopolio de la mujer en casi todas las comunidades, pero suponer que la provisión de dichos alimentos está siempre a cargo del hombre ya es otra cosa.
Los economistas nos presentan la división del trabajo como una estrategia óptima, y les gusta la idea de que existe un estereotipo biológico que orienta la forma en que las tareas se distribuyen a cada sexo, porque la naturaleza es sabia y una división natural del trabajo entre hombres y mujeres redunda en beneficio de los intereses de la especie. Pero no hay división natural del trabajo, y en cada sociedad los trabajos, con independientemente de su dureza o su trascendencia, se asignaron a hombres y mujeres siguiendo criterios dispares. En 1937 G. P. Murdock realizó un estudio comparativo de la distribución de trabajo por sexos entre 224 culturas y resultó muy chocante observar que, mientras en una sociedad un determinado trabajo era considerado masculino, en otra sociedad se creía que era femenino.
Irritaba especialmente a los occidentales ver a las mujeres de las sociedades primitivas realizar trabajos especialmente duros, como transportar enormes cargas sobre sus cabezas –"porque ellas tienen las cabezas más duras", según decían sus maridos–, mientras los hombres caminaban relajados llevando en sus manos sólo sus armas, por si atacaba una fiera.
He pensado muchas veces que los músculos y la agresividad, que heredó de los machos primates, le fueron muy rentables al hombre en algunas culturas para ejercer una especie de pastoreo parasitario sobre las mujeres. No es ninguna broma. Fueron muchas las sociedades en las que los hombres no pegaron ni sello. Por ejemplo, los papúes de Nueva Guinea se dedicaban en exclusiva durante varios años a fabricar sus tres pelucas; los iatmul pasaban su tiempo reduciendo las cabezas de sus enemigos y preparando complicados escenarios teatrales; los mundugumor, simplemente, se consagraban a la noble tarea de hacer la guerra, lo mismo que los comanches, que vivían en una eterna competición por el nivel de bravura. Esto de la guerra debe ser muy divertido, porque en muchas tribus los hombres están especializados en fastidiar a los vecinos. Peor aún se portaban los hombres de Meru –una región del centro de Kenia–, que pasaban su tiempo masticando el miraá, una hierba alucinógena que mantiene paralizada la mente. Y el caso es que esas actividades proporcionaban a los hombres un gran prestigio ¿Y las mujeres? Pues... buscando los garbanzos como locas.
Los hombres del pueblo dani del Grand Valley, que no mantuvieron contacto alguno con el exterior hasta 1938, vigilaban estrechamente el duro trabajo de las mujeres, que cultivaban con primor los campos de batatas; mientras, mataban el aburrimiento charlando entre ellos, guerreando y, sobre todo, dando la característica forma alargada a las calabazas que, todavía hoy, cubren sus penes. Si esto no es un caso típico de pastoreo, que venga Dios y lo vea.
Ved, queridos, lo que manifestaba un jefe chippewa en el año 1930:
Las mujeres han sido creadas para el trabajo. Una sola puede arrastrar o acarrear tanta carga como dos hombres. También levantan nuestras tiendas, nos hacen la ropa, la remiendan y nos mantienen calientes de noche (...) De ninguna manera podríamos emprender un viaje sin ellas. Lo hacen todo y cuestan poco, pues, aunque deben cocinar siempre, en tiempos de escasez pueden darse por satisfechas chupándose los dedos.
¡Qué morro!
Actualmente, el trabajo femenino se presenta como un logro que costó mucho conseguir y como un factor clave para la liberación de las mujeres. Como si las mujeres hubieran estado holgazaneando y como si el trabajo, por sí mismo, tuviera capacidad liberadora.