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CHUECADILLY CIRCUS

La diputada. Una confesión

Hace doce años que nació mi tercer hijo, y uno menos desde que supe que mi marido me la pegaba con mi secretaria. Además, en los últimos tiempos se rumorea que José es como el hijo de la gitana del chiste, que ya antes de nacer le había robado a su madre el anillo, la pulsera y el bolso aprovechando un descuido de la señora en el bidet.

Hace doce años que nació mi tercer hijo, y uno menos desde que supe que mi marido me la pegaba con mi secretaria. Además, en los últimos tiempos se rumorea que José es como el hijo de la gitana del chiste, que ya antes de nacer le había robado a su madre el anillo, la pulsera y el bolso aprovechando un descuido de la señora en el bidet.
De puertas para fuera siempre fuimos las más modernas. En los últimos años del felipismo la minifalda se convirtió en algo así como nuestra seña de identidad. Llegabas al plató de televisión y te pasabas cinco minutos ensayando cruces de piernas para lucir muslamen de forma natural y sin que se viese nada. Nuestras rivales socialistas se burlaban diciendo que padecíamos complejo de Marta Chávarri y los columnistas de izquierdas nos dedicaban comentarios dignos del Marqués de Sade. Fue a base de taparrabos, medias opacas y cremas anticelulíticas que las mujeres conseguimos acabar con el silencio mediático al que los sociatas habían condenado al jefe, del que sólo mencionaban el bigote para compararlo con el de Hitler.

Cuando por fin ganamos las elecciones, alguien decidió que lo mejor sería enviarnos de vuelta al siglo XVIII. Lo que el partido ha unido que no lo separen los hombres, sentenciaban cada vez que surgía algún problema marital en el seno de la organización. Hubo alguna excepción, como por ejemplo uno al que según se cuenta pillaron in fraganti mientras practicaba el contorsionismo con un buen amigo en el dormitorio conyugal. Supongo que se trata de una anécdota sacada de las memorias de algún político inglés de segunda fila, pero la verdad es que cada vez que me cruzo con él en los pasillos del Congreso tengo que hacer grandes esfuerzos para no partirme de risa.

A finales de los noventa, en el parlamento europeo todavía se contaba la anécdota de un veterano diputado al que una noche de invierno la policía halló tirado en la calle ataviado con tacones, medias de mujer y un corpiño. Por cierto, hace tiempo que no sé nada de él. Con tanta renovación he perdido la cuenta de los que quedan vivos.

Volviendo al Antiguo Régimen, por aquel entonces los nobles europeos no se podían casar ni separar sin permiso del rey. Los pocos que lo hicieron lo pagaron caro. Por desgracia, algunos líderes políticos actuales parecen haber heredado aquella facultad. ¡Todos al altar y tonto el último!, gritaban los más fieles. ¿Cómo se las arreglará para seguir siendo fiel a su amante?, comentaban los enterados a propósito de una de las grandes bodas políticas de aquel entonces.

Sin embargo, los peores son los periodistas. Cuando hojeo las páginas de los periódicos recuerdo a todas esas chicas progres que de la noche a la mañana pasaron de compartir cama ministerial a convertirse en arietes de la prensa de la oposición debido a alguna promesa incumplida. Me prometió ser jefe de gabinete y aquí me tienes, chupando plenos como una ***. Las más viejas siguen sin aprender la lección, a pesar de que a algunas sólo les quedan dos telediarios para la jubilación. Las jóvenes son incluso peores. De todas formas, no debería criticarlas. Gracias a ellas logramos sacudirnos aquella imagen casposa que habíamos heredado de nuestro primer líder. Como dice el refrán, Dios escribe recto en renglones torcidos; aunque, más que torcidas, algunas crónicas parlamentarias parecen haber sido escritas en vertical.

Si las paredes de algunos despachos hablasen, a más de un votante se le saltaba el bypass. Cuando tenía 16 años hice amistad con una vecina cuya familia había pasado varios años de misión diplomática en Washington. Entre los libros que trajo de América había uno que siempre me fascinó. Se titulaba Hollywood Babylon, y según mi amiga era el libro más leído en los institutos americanos porque sacaba a la luz todos los escándalos sexuales de las estrellas. Hasta que entré en política, todo aquello me parecieron fantasías insanas propias de gente enferma o sin escrúpulos.

En la sede había una ley no escrita según la cual los bígamos tenían prioridad a la hora de ocupar un puesto en Madrid. "A Fulano hay que sacarlo de allí antes de que su suegro nos arme un escándalo... Mengana se pasa media vida viajando a la capital, se merece un descanso... En las próximas generales a Zutano lo cambiamos de provincia porque ya se ha acostado con media lista electoral...". ¿Y los decentes qué?, me preguntaba yo sin sospechar que ese era un club al que mi marido nunca había pertenecido y en el que yo no duraría mucho. Comienzas volcándote en el trabajo y terminas trasladando el despacho a la cama. 

Tras enterarme del lío con la secretaria acudí al jefe en busca de consuelo. Aquí no se divorcia nadie, me dijo. Además, ¿tú no eres católica practicante? Pues te vas con tus hijos a otra parte. Yo me hice cargo de los colegios y él se dedicó a costearles el ocio, o sea, que no tuve más remedio que asumir el papel de ogro mientras él iba por la vida de padre marchoso. Aquello parecía Versalles en versión infantil. Ahora las compañeras de partido bromean a mi costa diciéndose "Madre ahorrativa vale por dos", y el otro día un columnista de lengua viperina se preguntaba quién me pagaba la ropa interior.

En fin, que poco a poco fui escalando peldaños en el organigrama del partido mientras mi vida personal se sumía en el abismo. Tanto fue así, que acabé formando parte del harén de un compañero casado. Quién lo hubiera dicho.

Un día de de estos convoco una rueda de prensa y lo cuento todo. La intimidad de un puñado de sinvergüenzas no vale un millón de parados. "Los tenemos cogidos por los mismísimos", se ufanaba hace unos días un miembro del Gobierno ante un grupo de periodistas afines a propósito del penúltimo escándalo. Resulta que un empresario había convertido su yate en un auténtico lupanar donde algunos compañeros acudían a solazarse con sus amantes. Espero que al menos llevasen dispositivos para la detección de micrófonos.

Los conservadores solemos decir que un millonario de izquierdas es un ladrón que piensa que todos son de su condición. Apoya el socialismo porque cree que los demás se hicieron ricos igual que él. Una sociedad así se convierte en una guerra de todos contra todos. ¿Y qué es un conservador? Quizá una persona que desea que el Estado legisle la virtud porque es incapaz de controlar sus propios vicios. Si todos fueran como él, esto sería peor que Sodoma. Quiere más Gobierno porque es incapaz de gobernarse a sí mismo. No sé qué será peor.


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