En cierto modo ocurre como con un tipo de novelas policíacas: el lector ve una sucesión de hechos y tiende a interpretarlos del modo que cree más lógico hasta que, finalmente, el autor le descubre su verdadero sentido, muy distinto del imaginado por aquél. Claro que el efecto proviene en la novela de un artificio, y la historia real no depende de ningún novelista o similar. Sin embargo, los intereses políticos juegan a veces un papel muy parecido. Los políticos e intelectuales no pueden inventar los hechos pasados, pero sí tratar de imprimirles retrospectivamente un sentido acorde con sus intereses, prejuicios y proyectos. Como tantas veces se ha dicho, esto es inevitable, y a veces se deduce de ahí la imposibilidad de una historia objetiva; pero la falsificación de la historia puede demostrarse con frecuencia, bien mediante el examen cuidadoso de los datos, o aplicando simplemente la lógica. Así, la lógica nos impide creer, sin más averiguaciones, que, durante la guerra, un Frente Popular compuesto por partidos totalitarios, golpistas y racistas pudiera haber defendido la democracia. Tal idea es simplemente grotesca... ¡y sin embargo la siguen manteniendo muchos interesados, con la pretensión añadida de oficializarla por ley!
Por otra parte, la visión del pasado condiciona la acción presente, y así, del modo como interpretemos la transición de hace treinta años depende en buena medida nuestra actitud ante los problemas actuales. De ahí lo que podríamos llamar "lucha por el pasado" entre los diversos partidos, con sus interpretaciones diversas u opuestas, cada una con su particular coherencia. Pero también aquí pueden afirmarse algunas certezas. Como las que exponía Carlos Bustelo, ex ministro de UCD, en ABC el 3 de junio del año 2000, en una tercera titulada "La transición democrática: una historia tergiversada". El artículo empezaba:
Por otra parte, la visión del pasado condiciona la acción presente, y así, del modo como interpretemos la transición de hace treinta años depende en buena medida nuestra actitud ante los problemas actuales. De ahí lo que podríamos llamar "lucha por el pasado" entre los diversos partidos, con sus interpretaciones diversas u opuestas, cada una con su particular coherencia. Pero también aquí pueden afirmarse algunas certezas. Como las que exponía Carlos Bustelo, ex ministro de UCD, en ABC el 3 de junio del año 2000, en una tercera titulada "La transición democrática: una historia tergiversada". El artículo empezaba:
Las últimas intervenciones del ex presidente González atribuyéndose el mérito de la transición española a la democracia no son nada nuevo; la desvergonzada apropiación de la transición comenzó al día siguiente de su gran victoria electoral de octubre de 1982 y no ha cesado desde entonces. Ello fue posible gracias a la irresponsable autodestrucción de UCD y a la no menos irresponsable actitud pasiva y hasta regocijada de Alianza Popular, donde no se levantó una sola voz para protestar ante tal impostura histórica. Se permitió así que arraigara en la sociedad española la creencia de que había que elegir entre demócratas progresistas y franquistas reaccionarios, lo que, de no haber sido por los graves errores de los gobiernos socialistas, podía haberles mantenido en el poder veinte años más.
Cualquiera con edad y memoria suficiente puede dar fe de los asertos de Bustelo. Un rey designado por Franco impulsó el proceso, lo diseñó un intelectual y político del franquismo, Torcuato Fernández Miranda, lo aprobaron las Cortes franquistas, lo pilotó un alto cargo del partido único del régimen anterior, Adolfo Suárez, le dio sustancia la UCD... No hay la menor duda al respecto, y las pretensiones del PSOE, entonces un pequeño partido sin apenas organización, resultan ridículamente falsas. Bustelo terminaba, con excesivo optimismo: "Es claro que en el PSOE empiezan a darse cuenta de que los felices años ochenta se han ido para siempre y que las elecciones no se podrán ganar al rebufo de un antifranquismo inventado y de una transición democrática falseada". Ha ocurrido lo opuesto. El PSOE no ha cejado un instante en su lucha por apropiarse la historia; al contrario, la ha incrementado, muy consciente de su poderosa virtud legitimadora, mayor todavía cuando las viejas legitimaciones ideológicas (marxistas) se han desmoronado. De modo que una amplia masa de población sigue persuadida de que la transición y las libertades se deben, ante todo, al PSOE, a Santiago Carrillo y la izquierda en general. Incluida la ETA, que habría abierto el proceso con el asesinato de Carrero Blanco. Esta falsa convicción, tan extendida, ha sido una clave de la política socialista, de su éxito y de la actual involución política.
Aunque, como digo, quienes vivieron aquellos años pueden dar fe de la falsedad de tales atribuciones, el vasto sector de población entre los dieciocho y los cincuenta años no está en las mismas condiciones, y una propaganda machacona y bien orquestada le influye fuertemente. Y ocurre otro fenómeno más sorprendente: muchos jóvenes o adultos en aquella época llegan a creer lo contrario de lo que vivieron. Cuando hay un cambio político profundo, miles de personas se apresuran a inventarse un currículo de oposición a la situación anterior. No sólo se trata de los políticos, por obvias razones de interés, sino también de gentes sin interés práctico alguno que falsifican los hechos simplemente por identificarse con lo nuevo, con lo que triunfa. ¿Quién no ha conocido a personas ajenas u hostiles al movimiento estudiantil antifranquista –muy minoritario–, y que, años después, "recordaban" cómo participaban en asambleas y corrían delante de los grises, por poner un ejemplo típico? Si tantos antifranquistas hubiera habido entonces, el régimen se habría tambaleado ya en los años sesenta. Hasta Manuel Fraga Iribarne, un niño prodigio del Régimen, confesaba modestamente, hace poco, haber luchado contra el franquismo "desde dentro".
A esa distorsión de la memoria contribuye una lógica aparente: ¿cómo iba a venir la democracia del franquismo siendo éste una dictadura, y hasta una dictadura horrorosa y brutal, que hasta el final estuvo matando a sus enemigos? Mucho más creíble suena la tesis de que las libertades provinieron de los partidos antifranquistas, demócratas por definición, o al menos por implicación. En este esquema cabe admitir, si acaso, la participación de algunos políticos del régimen anterior, movidos, probablemente, por miedo ante el potente movimiento contra la dictadura, o por el deseo de adaptarse y salvar algunos muebles. Pero el verdadero mérito solo podía corresponder a los enemigos del régimen. Lo explicaba años después la revista teórica socialista Sistema: la transición se hizo "con el concurso, precisamente, del rector reformista proveniente del régimen anterior". Con el concurso. Pero no con el protagonismo, como cae de su peso. Aquí la lógica –cierta lógica–, ganaba la partida frente a los hechos.
Una lógica bien apoyada, a su vez, en la de la Guerra Civil. El franquismo, nadie debiera dudarlo, había destruido a sangre y fuego la libertad republicana, y el movimiento antifranquista se proclamaba heredero de aquellas fuerzas democráticas unidas en el Frente Popular, que hicieron frente heroicamente al fascismo durante tres años. En verdad, esos demócratas habrían demostrado en la transición una generosidad sin límites y un altísimo sentimiento de civilidad y reconciliación, al aceptar la participación de los herederos de la feroz dictadura. Se sobreentiende, claro, que no solo entraba ahí la generosidad, sino la visión política, ya lo puso de relieve Alfonso Guerra: también pesaba la relación de fuerzas, que impidió por entonces hacer el "proceso político" a Franco y a su régimen. Pero hoy, treinta años después, habría llegado el momento de cumplir esa tarea pendiente y dejar sentada, por fin, la «memoria histórica», obligatoria por ley, a ser posible.
Este falseamiento ha calado en gran parte de los españoles, debido no solo a la contribución de poderosos medios de masas, sino, más aún, a la inhibición sistemática de casi toda la derecha. Ésta incluso ha condenado o marginado agresivamente a los pocos que, como Ricardo de la Cierva, intentaban poner diques a la marea de distorsiones que hemos presenciado en estos años. El PP prefiere "no mirar atrás", ni a la Guerra Civil ni al pasado reciente. Asegura que tal ejercicio es contraproducente, y propugna, por tanto, "mirar al futuro". Todavía no sabemos qué habrá visto en el futuro, exponiéndose de paso a alguna demanda del honorable gremio de las pitonisas, por intrusismo profesional. Pero al desertar de la "lucha por la historia", por la verdad histórica, la derecha confirmaba indirectamente a los ciudadanos la versión de la izquierda sobre su historial sórdido y terrible, del cual, ¡por algo!, prefiere el PP apartar la mirada. Razón de más para que el PSOE insista en él y lo "clarifique", por pura responsabilidad cívica, pues, ¿qué futuro cabe esperar de partidos y políticos con tan inconfesable pasado?
Al revés que la derecha, el PSOE entendió muy bien, desde el primer momento, el valor de la lucha por el pasado, pues, guste o no al PP, el presente, y por tanto el futuro, están indisolublemente unidos a él, y España es España y nosotros somos lo que somos, hablamos el idioma que hablamos y estamos inmersos en una cultura particular, como producto de sucesos anteriores, incluso remotos. Por eso, una temprana operación de propaganda del PSOE en el poder consistió en una serie documental, de máxima audiencia, sobre la Guerra Civil, bajo el asesoramiento de Manuel Tuñón de Lara y otros de su séquito. Este historiador comunista supo formar una verdadera escuela de intelectuales y profesores que terminó predominando durante muchos años en la universidad y la enseñanza media españolas. Según su versión, la guerra había consistido en un enfrentamiento entre los ricos y los pobres, entre los reaccionarios aferra dos a sus privilegios y los demócratas, etcétera. Las derechas actuales, no hacía falta decirlo, procedían del sector fascista o reaccionario, culpable de desatar una represión criminal sobre los progresistas republicanos.
Y de nada valía al PP señalar su nacimiento posterior a la dictadura, pues nadie ignora sus vinculaciones personales, familiares y políticas con el régimen anterior. El PP, le guste o no, continúa la tradición conservadora que en la historia dio lugar al franquismo entre otras cosas. Negarlo es fomentar una confusión llevada últimamente a extremos cómicos. Y sin embargo bastaría señalar que, a excepción del PCE, los líderes de los demás partidos vienen igualmente del franquismo, por familia o actuación; o que, como recordaba Bustelo, su antifranquismo no pasa de invención.
En el terreno así abandonado, el PSOE pudo lograr victorias psicológicas y políticas como la de sus "cien años de honradez", un lema tan perfectamente falso como rentable, no solo por la graciosa autoatribución de la virtud, sino por la negación implícita de ella a la derecha. Si algo distinguía a la derecha, se daba por sentado, era la corrupción, además de la violencia y un ciego afán represivo, apenas dominado hoy, gracias al estado de derecho, pero con tendencia a resurgir a cada paso. En contraste con la integridad moral a toda prueba de los socialistas, defensores naturales de los trabajadores y los desheredados del injusto sistema capitalista.
Estas versiones retroceden hoy a grandes pasos, como revela, entre otras cosas, la exasperación con que reaccionan sus mantenedores y beneficiarios frente a versiones más racionales, veraces y cada vez más divulgadas. Pero debe reconocerse que han cuajado en muy amplias capas de la población y no son fáciles de erradicar.
Lo mismo que de la democracia en la Guerra Civil, la izquierda fue apropiándose de la transición basándose en su pretendido antifranquismo, una cosa llevaba a la otra. Fue un proceso lento, al principio. Al morir Franco la mayoría de los españoles no valoraba la oposición antifranquista como factor de legitimación política, y por ello ganó UCD las elecciones; al propio PSOE nadie lo relacionaba en serio con el movimiento contra la dictadura, y sus radicalismos verbales eran considerados más bien como retórica oportunista o estridencias pasajeras debidas a la inexperiencia de sus líderes. Todo el mundo sabía, porque estaba absolutamente reciente, que la única oposición significativa al régimen había sido la de los comunistas y, ya a partir de 1968, es decir, muy a última hora, la de los terroristas, en especial la ETA. En las cárceles prácticamente no había demócratas; y no demasiados, tampoco, fuera de ellas, como demostró, ya en 1976, el episodio Solzhenitsin. Lo he comentado en Franco para antifranquistas: la denuncia de la tiranía soviética por el gran escritor desató en la España predemocrática un alud de injurias contra él, contra uno de los grandes testigos y acusadores del totalitarismo del siglo XX. La oposición emergente, incluida la moderada y ajena al comunismo, respetaba demasiado al sistema soviético, por no decir que simpatizaba con él, para tolerar semejante ultraje de un reaccionario como el premio Nobel ruso. Hubo hasta recomendaciones de hacer más riguroso el Gulag por parte de Juan Benet, un escritor no comunista aunque, desde luego, muy progresista.
La apropiación indebida de la transición ha tenido formulaciones pintorescas, como la de Alfonso Guerra cuando, en visita a Moscú, dejó pasmados a sus huéspedes al mostrarles el secreto del cambio político español: ¡el bikini! Idea grandiosa jaleada y ampliada por Luis Carandell en el diario El Sol: "La explosión laica de los cuerpos en las playas", la minifalda, El último tango en París, los curas obreros, las antiguas congregantes de María recicladas, un "famoso strip tease barcelonés", y así sucesivamente (y, es cierto, la oposición de numerosas personas en los últimos años del régimen consistió en viajar a Perpiñán o a Bayona a ver películas pornográficas, para negocio de los indígenas). Con lo cual quedaban claras dos cosas: el escaso papel de la oposición política y su nivel intelectual, no menos precario, como, por lo demás, nunca se han cansado de demostrar. Esta palabrería ha sido, precisamente, uno de los déficit más dañinos de la transición, porque si el falseamiento del pasado envenena el presente, su trivialización desmoraliza a los ciudadanos.
En el falseamiento y trivialización ha destacado la cadena de medios Prisa, sobre todo El País, convertido pronto en el diario más influyente de la nación y el más conocido fuera de España, al punto de que sus directivos otorgaban o denegaban credenciales de demócrata y pudieron creer que hacían o deshacían políticos, ministros y hasta gobiernos, con sus editoriales. El caso de este periódico y, en particular, de su director entonces e inspirador siempre, Juan Luis Cebrián, tiene el mayor interés político. Como es sabido, Cebrián proviene de una destacada familia falangista y medró gracias a ello en la prensa del Movimiento, en concreto en el diario Pueblo, órgano de los Sindicatos Verticales. Con Arias Navarro como presidente del Gobierno llegó a director de informativos de la televisión única. Hasta aquí todo concuerda con el hecho de que la transición fuera diseñada y organizada por el sector hegemónico del franquismo, y el propio diario El País respondiera a una iniciativa de Fraga. Lo llamativo es la evolución del periódico y su director hacia un antifranquismo tan visceral como ya innecesario, adoptando las versiones izquierdistas sobre la república, la guerra ¡y la propia transición!, sin excluir una simpatía soterrada hacia la ETA... En fin, un tema apasionante, como iremos comprobando.
NOTA: Este texto forma parte de LA DEMOCRACIA AHOGADA (Áltera), el más reciente libro de PÍO MOA.
Aunque, como digo, quienes vivieron aquellos años pueden dar fe de la falsedad de tales atribuciones, el vasto sector de población entre los dieciocho y los cincuenta años no está en las mismas condiciones, y una propaganda machacona y bien orquestada le influye fuertemente. Y ocurre otro fenómeno más sorprendente: muchos jóvenes o adultos en aquella época llegan a creer lo contrario de lo que vivieron. Cuando hay un cambio político profundo, miles de personas se apresuran a inventarse un currículo de oposición a la situación anterior. No sólo se trata de los políticos, por obvias razones de interés, sino también de gentes sin interés práctico alguno que falsifican los hechos simplemente por identificarse con lo nuevo, con lo que triunfa. ¿Quién no ha conocido a personas ajenas u hostiles al movimiento estudiantil antifranquista –muy minoritario–, y que, años después, "recordaban" cómo participaban en asambleas y corrían delante de los grises, por poner un ejemplo típico? Si tantos antifranquistas hubiera habido entonces, el régimen se habría tambaleado ya en los años sesenta. Hasta Manuel Fraga Iribarne, un niño prodigio del Régimen, confesaba modestamente, hace poco, haber luchado contra el franquismo "desde dentro".
A esa distorsión de la memoria contribuye una lógica aparente: ¿cómo iba a venir la democracia del franquismo siendo éste una dictadura, y hasta una dictadura horrorosa y brutal, que hasta el final estuvo matando a sus enemigos? Mucho más creíble suena la tesis de que las libertades provinieron de los partidos antifranquistas, demócratas por definición, o al menos por implicación. En este esquema cabe admitir, si acaso, la participación de algunos políticos del régimen anterior, movidos, probablemente, por miedo ante el potente movimiento contra la dictadura, o por el deseo de adaptarse y salvar algunos muebles. Pero el verdadero mérito solo podía corresponder a los enemigos del régimen. Lo explicaba años después la revista teórica socialista Sistema: la transición se hizo "con el concurso, precisamente, del rector reformista proveniente del régimen anterior". Con el concurso. Pero no con el protagonismo, como cae de su peso. Aquí la lógica –cierta lógica–, ganaba la partida frente a los hechos.
Una lógica bien apoyada, a su vez, en la de la Guerra Civil. El franquismo, nadie debiera dudarlo, había destruido a sangre y fuego la libertad republicana, y el movimiento antifranquista se proclamaba heredero de aquellas fuerzas democráticas unidas en el Frente Popular, que hicieron frente heroicamente al fascismo durante tres años. En verdad, esos demócratas habrían demostrado en la transición una generosidad sin límites y un altísimo sentimiento de civilidad y reconciliación, al aceptar la participación de los herederos de la feroz dictadura. Se sobreentiende, claro, que no solo entraba ahí la generosidad, sino la visión política, ya lo puso de relieve Alfonso Guerra: también pesaba la relación de fuerzas, que impidió por entonces hacer el "proceso político" a Franco y a su régimen. Pero hoy, treinta años después, habría llegado el momento de cumplir esa tarea pendiente y dejar sentada, por fin, la «memoria histórica», obligatoria por ley, a ser posible.
Este falseamiento ha calado en gran parte de los españoles, debido no solo a la contribución de poderosos medios de masas, sino, más aún, a la inhibición sistemática de casi toda la derecha. Ésta incluso ha condenado o marginado agresivamente a los pocos que, como Ricardo de la Cierva, intentaban poner diques a la marea de distorsiones que hemos presenciado en estos años. El PP prefiere "no mirar atrás", ni a la Guerra Civil ni al pasado reciente. Asegura que tal ejercicio es contraproducente, y propugna, por tanto, "mirar al futuro". Todavía no sabemos qué habrá visto en el futuro, exponiéndose de paso a alguna demanda del honorable gremio de las pitonisas, por intrusismo profesional. Pero al desertar de la "lucha por la historia", por la verdad histórica, la derecha confirmaba indirectamente a los ciudadanos la versión de la izquierda sobre su historial sórdido y terrible, del cual, ¡por algo!, prefiere el PP apartar la mirada. Razón de más para que el PSOE insista en él y lo "clarifique", por pura responsabilidad cívica, pues, ¿qué futuro cabe esperar de partidos y políticos con tan inconfesable pasado?
Al revés que la derecha, el PSOE entendió muy bien, desde el primer momento, el valor de la lucha por el pasado, pues, guste o no al PP, el presente, y por tanto el futuro, están indisolublemente unidos a él, y España es España y nosotros somos lo que somos, hablamos el idioma que hablamos y estamos inmersos en una cultura particular, como producto de sucesos anteriores, incluso remotos. Por eso, una temprana operación de propaganda del PSOE en el poder consistió en una serie documental, de máxima audiencia, sobre la Guerra Civil, bajo el asesoramiento de Manuel Tuñón de Lara y otros de su séquito. Este historiador comunista supo formar una verdadera escuela de intelectuales y profesores que terminó predominando durante muchos años en la universidad y la enseñanza media españolas. Según su versión, la guerra había consistido en un enfrentamiento entre los ricos y los pobres, entre los reaccionarios aferra dos a sus privilegios y los demócratas, etcétera. Las derechas actuales, no hacía falta decirlo, procedían del sector fascista o reaccionario, culpable de desatar una represión criminal sobre los progresistas republicanos.
Y de nada valía al PP señalar su nacimiento posterior a la dictadura, pues nadie ignora sus vinculaciones personales, familiares y políticas con el régimen anterior. El PP, le guste o no, continúa la tradición conservadora que en la historia dio lugar al franquismo entre otras cosas. Negarlo es fomentar una confusión llevada últimamente a extremos cómicos. Y sin embargo bastaría señalar que, a excepción del PCE, los líderes de los demás partidos vienen igualmente del franquismo, por familia o actuación; o que, como recordaba Bustelo, su antifranquismo no pasa de invención.
En el terreno así abandonado, el PSOE pudo lograr victorias psicológicas y políticas como la de sus "cien años de honradez", un lema tan perfectamente falso como rentable, no solo por la graciosa autoatribución de la virtud, sino por la negación implícita de ella a la derecha. Si algo distinguía a la derecha, se daba por sentado, era la corrupción, además de la violencia y un ciego afán represivo, apenas dominado hoy, gracias al estado de derecho, pero con tendencia a resurgir a cada paso. En contraste con la integridad moral a toda prueba de los socialistas, defensores naturales de los trabajadores y los desheredados del injusto sistema capitalista.
Estas versiones retroceden hoy a grandes pasos, como revela, entre otras cosas, la exasperación con que reaccionan sus mantenedores y beneficiarios frente a versiones más racionales, veraces y cada vez más divulgadas. Pero debe reconocerse que han cuajado en muy amplias capas de la población y no son fáciles de erradicar.
Lo mismo que de la democracia en la Guerra Civil, la izquierda fue apropiándose de la transición basándose en su pretendido antifranquismo, una cosa llevaba a la otra. Fue un proceso lento, al principio. Al morir Franco la mayoría de los españoles no valoraba la oposición antifranquista como factor de legitimación política, y por ello ganó UCD las elecciones; al propio PSOE nadie lo relacionaba en serio con el movimiento contra la dictadura, y sus radicalismos verbales eran considerados más bien como retórica oportunista o estridencias pasajeras debidas a la inexperiencia de sus líderes. Todo el mundo sabía, porque estaba absolutamente reciente, que la única oposición significativa al régimen había sido la de los comunistas y, ya a partir de 1968, es decir, muy a última hora, la de los terroristas, en especial la ETA. En las cárceles prácticamente no había demócratas; y no demasiados, tampoco, fuera de ellas, como demostró, ya en 1976, el episodio Solzhenitsin. Lo he comentado en Franco para antifranquistas: la denuncia de la tiranía soviética por el gran escritor desató en la España predemocrática un alud de injurias contra él, contra uno de los grandes testigos y acusadores del totalitarismo del siglo XX. La oposición emergente, incluida la moderada y ajena al comunismo, respetaba demasiado al sistema soviético, por no decir que simpatizaba con él, para tolerar semejante ultraje de un reaccionario como el premio Nobel ruso. Hubo hasta recomendaciones de hacer más riguroso el Gulag por parte de Juan Benet, un escritor no comunista aunque, desde luego, muy progresista.
La apropiación indebida de la transición ha tenido formulaciones pintorescas, como la de Alfonso Guerra cuando, en visita a Moscú, dejó pasmados a sus huéspedes al mostrarles el secreto del cambio político español: ¡el bikini! Idea grandiosa jaleada y ampliada por Luis Carandell en el diario El Sol: "La explosión laica de los cuerpos en las playas", la minifalda, El último tango en París, los curas obreros, las antiguas congregantes de María recicladas, un "famoso strip tease barcelonés", y así sucesivamente (y, es cierto, la oposición de numerosas personas en los últimos años del régimen consistió en viajar a Perpiñán o a Bayona a ver películas pornográficas, para negocio de los indígenas). Con lo cual quedaban claras dos cosas: el escaso papel de la oposición política y su nivel intelectual, no menos precario, como, por lo demás, nunca se han cansado de demostrar. Esta palabrería ha sido, precisamente, uno de los déficit más dañinos de la transición, porque si el falseamiento del pasado envenena el presente, su trivialización desmoraliza a los ciudadanos.
En el falseamiento y trivialización ha destacado la cadena de medios Prisa, sobre todo El País, convertido pronto en el diario más influyente de la nación y el más conocido fuera de España, al punto de que sus directivos otorgaban o denegaban credenciales de demócrata y pudieron creer que hacían o deshacían políticos, ministros y hasta gobiernos, con sus editoriales. El caso de este periódico y, en particular, de su director entonces e inspirador siempre, Juan Luis Cebrián, tiene el mayor interés político. Como es sabido, Cebrián proviene de una destacada familia falangista y medró gracias a ello en la prensa del Movimiento, en concreto en el diario Pueblo, órgano de los Sindicatos Verticales. Con Arias Navarro como presidente del Gobierno llegó a director de informativos de la televisión única. Hasta aquí todo concuerda con el hecho de que la transición fuera diseñada y organizada por el sector hegemónico del franquismo, y el propio diario El País respondiera a una iniciativa de Fraga. Lo llamativo es la evolución del periódico y su director hacia un antifranquismo tan visceral como ya innecesario, adoptando las versiones izquierdistas sobre la república, la guerra ¡y la propia transición!, sin excluir una simpatía soterrada hacia la ETA... En fin, un tema apasionante, como iremos comprobando.
NOTA: Este texto forma parte de LA DEMOCRACIA AHOGADA (Áltera), el más reciente libro de PÍO MOA.