Hubieron de pasar, desde luego, mucho más de seis meses para que Stephen Hawking escribiera en Una breve historia del tiempo sobre "la más que cercana fecha en la que la física habrá dado una explicación definida al funcionamiento de universo". A finales del pasado siglo, John Horgan sentenció en El fin de la ciencia que no podían esperarse más grandes avances en lo relacionado con el método científico, que a los investigadores ya no les quedaba nada nuevo por descubrir y que la empresa científica se reducía ya a un mero trabajo de ajuste fino, especulación y afinado de las ideas generales, definitivamente planteadas.
Es decir, que desde hace más de un siglo (cuando menos) pensadores de todo pelo se han visto tentados a creer que la ciencia ya lo sabe todo. El último ejemplo de esta fascinación sin límite por la razón nos lo acaba de regalar Stephen Hawking, que en su recién publicado The grand design parece que propone la posibilidad de explicar el cosmos sin necesidad de acudir a explicación sobrenatural alguna. Es decir, de nuevo la certeza de que la ciencia ha llegado o está a punto de llegar a la última estación de su viaje: la muerte de Dios.
Cada vez nos sentimos más fascinados por la ciencia. Basta con abrir un día cualquiera el periódico para confirmar cuán influyente es el saber científico. Lo científico es sinónimo de certidumbre. Si un político quiere dar crédito a sus predicciones, busca una representación matemática en forma de encuesta. Si un anunciante de crecepelos pretende dotarse de autoridad, impregna su discurso de investigaciones académicas, nombres técnicos y moléculas.
Visto epidérmicamente, el mundo de hoy quizá parezca un mundo erigido sobre los pilares de la ciencia y la técnica y en el que la filosofía, la teología, el arte... han perdido definitivamente la batalla de la realidad. Y quizás no estaríamos muy equivocados al pensar así. A la hora de dar respuestas concretas a las preguntas que nos hacemos sobre el funcionamiento de la naturaleza, el ser humano no ha inventado herramienta más poderosa que la ciencia.
Sin embargo, el dominio del pensamiento científico durante el siglo XX y lo que llevamos de XXI podría convertirse, paradójicamente, en su gran debilidad. Cuando un sistema de pensamiento se erige en suministrador de todas las respuestas, en representante oficial de la verdad, debe mirarse a sí mismo y analizar seriamente sus limitaciones si no quiere caer en la tentación del dogmatismo, que a tantos filósofos, artistas, teólogos y políticos ha llevado a la tumba de la sinrazón.
Hoy, la todopoderosa ciencia se enfrenta al espejo de sus limitaciones como nunca antes. Sólo si sale airosa del choque con su imagen invertida podrá pervivir como referencia para siglos venideros.
Esa imagen muestra defectos graves, arrugas y granos –cada vez más grandes– que hay que extirpar. El sistema de peer-review (revisión por pares), que durante más de 300 años ha garantizado la fiabilidad de las publicaciones científicas, empieza a hacer aguas. Presionados por la necesidad de publicar y por la velocidad a la que se consumen las informaciones científicas, investigadores y editores cruzan demasiado a menudo las fronteras de lo permisible para alimentar la hoguera de la sacrosanta innovación. Los gravísimos defectos de publicación y revisión de datos en el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático no son más que un ejemplo. Con demasiada frecuencia los portavoces de la ciencia no son los científicos, sino entidades –como el propio IPCC– con una evidente intención política. La apropiación de la voz de la ciencia por parte de toda suerte de agentes sociales llena de incertidumbre a la ciudadanía, hasta el punto de hacerle pensar que no hay una ciencia, sino muchas: casi tantas como intereses económico-políticos.
Por otra parte, los medios de comunicación aumentan la presión por el gran hallazgo, la noticia bomba, la explicación total, la curación definitiva. De esta manera, la imagen de la ciencia que llega al ciudadano medio es la de una herramienta todopoderosa que o es infalible o no es. Nada más lejos de la realidad del pensamiento científico, permanentemente obsesionado por la modestia, la incertidumbre, la parsimonia y la falsabilidad.
Con estos mimbres, la distancia entre la ciencia real y la imagen que de la ciencia tienen políticos, filósofos, academias y ciudadanos es cada vez mayor. Por ello no es extraño que el pensamiento científico se encuentre, a pesar de su apariencia de poder, en una de las peores crisis de su historia. Una crisis de credibilidad, de capacidad de influencia y de rigor que lo somete a la necesidad de una profunda revisión.
Hoy, todos queremos saber de ciencia, todos nos fascinamos por las noticias de ciencia del periódico, a todos nos gusta creer en la ciencia... pero vivimos día a día prescindiendo de ella: compramos pulseras mágicas holográficas, creemos a pies juntillas los mensajes pseudocientíficos del ecologismo extremo, pensamos que Stephen Hawking puede explicar a Dios... Somos capaces de jactarnos de no saber hacer una raíz cuadrada.