En cambio, cuando manda la derecha es mucho más fácil participar en algaradas callejeras de todo tipo sin que te llamen extremista, porque en esos casos no se trata de poner en cuestión el orden establecido, sino del natural ejercicio de un derecho democrático bajo el imperio (con perdón) de un sentimiento de indignación ampliamente compartido.
La distinción entre una protesta de extrema derecha y otra de pulquérrimo pedigrí democrático quizás no haya que buscarla en las características acústicas de los silbidos ni en el grosor de los insultos coreados, sino en la condición progresista o reaccionaria de quienes la protagonizan. De hecho, la izquierda es muy dada a aderezar sus actos populares de censura con ciertos despliegues físicos –una ración de pescozones a miembros del PP, por ejemplo–, pero sus revueltas siguen considerándose a todos los efectos unos acontecimientos exquisitamente democráticos protagonizados por "el pueblo". Es más, en el acto de exaltación sindical celebrado en Madrid poco antes de la huelga general (sic), los liberados pedían la dimisión de Zapatero con mayor vehemencia que las familias de los contribuyentes que se atrevieron a hacer lo propio en el pasado desfile de la Fiesta Nacional. Sin embargo, los primeros siguen siendo abanderados del progreso social, mientras los segundos son considerados unos mercenarios del fascio irrecuperables para la democracia.
Por resumir la situación, podemos enunciar el problema objeto de nuestra reflexión con esta sentencia, a modo de ley de hierro del abucheo institucional:
Toda reprobación a los gobernantes será censurada por su carácter fascista; excepto cuando esté la derecha en el poder, en cuyo caso los insultos, las agresiones, las pedradas y el vaciado de camiones de estiércol serán expresiones pacíficas de talante y tolerancia democráticos.
Lo ocurrido en la Fiesta Nacional se enmarca en esta dialéctica contestataria típica de las sociedades vendidas al progresismo. Los políticos de izquierdas presentes en el acto no comprenden que sus ideas provoquen una repugnancia espontánea en la gente de bien, y como no están acostumbrados a que les describan gráficamente y en voz alta, porque eso es patrimonio del rojerío, piensan sinceramente que los niños, los jóvenes, los matrimonios y los ancianos –por cierto, todos muy limpios y bien vestidos a diferencia de la imagen habitual de la izquierda cuando se echa a la calle– que les abroncaron pertenecen todos a grupúsculos extremistas que buscan acabar con la constitución.
Tiene gracia que sospechen de los demás, cuando son ellos los que se han cargado el orden constitucional votando en el parlamento estatutos escandalosos con la mejor de sus sonrisas; pero como la legalidad democrática y el estado de derecho son cuestiones relativas sin sustancia real, queda suficiente campo libre para que los progres decidan en qué lugar exacto está la línea que separa el fascismo irredento del exquisito talante democrático.
La elección del día de la Fiesta Nacional para vilipendiar al gobierno no pudo ser más adecuada, porque los asistentes, a diferencia de Zapatero, no consideran la nación un concepto discutido y discutible, sino que se muestran orgullosos de su pasado y dispuestos a luchar por su futuro. Frente a los ciudadanos que sí creen en la nación española estaban sus enemigos declarados, rodeados de colaboradores entusiastas, algunos con traje de gala, con lo que la ocasión resultaba perfecta para hacerles saber lo que se piensa de ellos.
Carmen Chacón, defensora de que la nación catalana disponga de un estado y en sus ratos libres ministra de Defensa, dice que va a tomar medidas para que los abucheos no vuelvan a repetirse. Seguramente, acabará suspendiendo los desfiles con motivo del Día de la Hispanidad. Total, es una fiesta tan discutida y discutible...