Los mapas de los cinco continentes aparecían allí, y en ellos, en miniatura, sus habitantes, sus monumentos, sus industrias, sus materias primas, sus viviendas y sus animales. De aquellas ilustraciones saqué una querencia por dos tipos de casas: las que se alzaban sobre pilotes en el mar y las que se alojaban en los árboles. Hubiera querido vivir en ambas, pero a la vista de la cutre estampa de los palafitos zamboangueses dejé para otra ocasión el experimento. El azar quiso que al cabo de unos días me encontrara habitando una casa en un árbol.
Era la Tree House del Pasonanca Park, que resultaba ser, y nosotros sin saberlo, turistas chapuceros que éramos, toda una institución. No sé quién nos dio la pista, pero allí fuimos tras enterarnos de que la ciudad de Zamboanga regalaba a los turistas un par de noches gratis en una cabaña sita entre las ramas de una gran acacia. A caballo regalado…pero además la cosa tenía buena pinta.
El parque estaba en las afueras, y más que parque era bosque. Allí, preguntando, encontramos al matrimonio, ya mayor, que ejercía de guardián y cuidador de la casita. Vinieron a decirnos que en puridad debíamos haber solicitado la cabaña en las oficinas municipales, pero que teniendo en cuenta que no esperaban huéspedes para los próximos días, y que veníamos de tan lejos y tal, nos dejarían usarla.
Nos llevaron al árbol en cuestión, contándonos que la Tree House había salido de la imaginación del legendario alcalde Climaco, que era famosa en toda Filipinas y que estaba muy solicitada por parejas de luna de miel. Pero tuvimos la impresión de que no andaba sobrada de visitas en aquellos días.
Los guardianes, contentos de tener inquilinos, de que la casa se usara, deseaban que entendiéramos la excepcionalidad de la experiencia a la que nos íbamos a someter. Nos preguntaron si habíamos estado alguna vez en una casa en un árbol. Había que decir que no, que nunca, que esa era la primera vez y que estábamos emocionados por la perspectiva. Ellos asentían sonrientes. Bien sabían que unos europeos, unos occidentales, no tenían costumbre de vivir en medio de la naturaleza salvaje, y mucho menos en los árboles.
Nos advirtieron que quizás tuviéramos miedo, allá arriba, de noche, por los ruidos de algún animal, cosa comprensible en las gentes de ciudad. Fuera como fuese, no debíamos preocuparnos, que aquel era un lugar seguro y allí estaban ellos.
Subimos a la choza por una escalera de sólido aspecto, dejando abajo a los guardianes y a un grupo de curiosos, que esperaban con más expectación que nosotros nuestra reacción. La casita era su pequeño tesoro, y los forasteros debían de entrar en ella un poco asustados y salir muy maravillados. Guardaban como oro en paño un libro de visitas en el que los huéspedes iban escribiendo las impresiones y hasta los versos que inspiraba la coqueta Tree House.
No era aquella una simple construcción de tablas y bambú, como la que tenía Tony en su granja de Mindoro para divertimento de sus nietos. Había sido diseñada para que pareciera una pequeña casa y no una choza. Se había procurado equiparla con las comodidades modernas. Tenía electricidad, y disponía de una pequeña nevera y una minúscula cocina. La municipalidad velaba, además, por que hubiera allí algunos comestibles. No parecía una casa de muñecas, sino un camarote subido a una acacia.
El camarote estaba en un barco tan firme y anclado que uno se olvidaba enseguida de que se encontraba entre el ramaje de un árbol. No le ocurría a aquella acacia lo que al olmo donde un miembro de El club de los negocios raros había construido una casa; en el cuento de Chesterton, la copa del árbol se agitaba y la vivienda, situada en las alturas, se movía con ella. Más realistas, los diseñadores de Climaco habían plantado la estructura sobre unas gruesas ramas, a media altura.
Hicimos de tarzanes sin otro inconveniente que lo reducido del espacio, y creo que con el entusiasmo que pedía el público. El guardián vio en nosotros la oportunidad para hacer un poco de vida social. Nos llevó de paseo por los alrededores, mostrándonos árboles y plantas y proyectos forestales de Climaco que ahora languidecían.
Era una pena que sólo se permitiera una estancia tan corta en la cabaña; no daba tiempo a aclimatarse y disfrutar del enclave. Pero así eran las normas, y esa de las dos noches no era imaginable transgredirla. Tras dejar nuestra huella en el libro de visitas, regresamos a la ciudad y a la pensión, donde habíamos dejado parte de nuestras cosas.
Poco más se nos ocurría hacer en Zamboanga, sobre todo cuando no andábamos sobrados de dinero. Visitamos el mercado de artesanía de la ciudad, donde se vendían telas de batik que parecían traídas de la vecina Indonesia, pero nos aseguraron que eran de allí. No vimos por allí a mucho extranjero.
Zamboanga decaía, nuestro viaje decaía y decaía nuestro ánimo. No había nada más que hacer, a Jim no le salía ninguna posibilidad de trabajo y el dinero se agotaba. Se imponía, al menos, la vuelta a Manila. La cuestión era cómo. ¿Por carretera otra vez, como en aquel viaje relámpago en el Luz-Vi-Minda? Ni hablar: ese tipo de machadas son para hacerlas una vez y punto. Además, había barcos.
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