Le profesaba un gran cariño al archipiélago y guardaba un hermoso recuerdo de sus paisajes y sus gentes, pero yo había votado por Australia. Y además: no mires dos veces. Don’t look twice. Si un sitio te gustaba, no debías volver. La segunda vez te arruinaba la primera.
En nuestra accidentada convivencia, Jan y yo solíamos repetir aquel dicho, que nos había inspirado Don’t look now, un film de terror de los 70, con un Donald Sutherland que corría por una laberíntica e invernal Venecia en pos de una criatura vestida con una capa roja.
Acompañada por estas premoniciones, pasé de un benigno invierno austral a la humedad tropical que convenía a las palmeras abanico. No es que abundaran en Singapur, pero se habían constituido en uno de sus símbolos. Ornaban las palmeras aquellas los jardines del Raffles Hotel, que había sido pied á terre de colonos y viajeros en tiempos del Imperio Británico, y de escritores como Somerset Maugham, que de pronto tomaban un barco un Southampton y se perdían durante meses o años en el sudeste asiático y aledaños. Tanto él como aquel estilo de viajar y de vivir habían periclitado.
El nombre del Raffles evocaba ese mundo de ayer, con sus partidos de tenis y sus partidas de bridge, sus gin tonics, sus cenas de etiqueta y la lectura de números atrasados del Times. Para los que bregaban en las plantaciones con el caucho, la naturaleza salvaje, los nativos y sus propios demonios, había sido un oasis. Ahora el hotel era un islote, un resto arqueológico renovado, empequeñecido por las sombras de los rascacielos y el fragor del tráfico del pujante emporio chino que era Singapur. Desde fuera comprobamos que sí, que las palmeras seguían en pie, marcando el territorio del pasado.
Las puertas del Raffles no se abrían para viajeros de low budget como nosotros, pero tampoco las de la mayoría de los hoteles de Singapur. Terminamos alojados en el piso de una diligente señora que alquilaba habitaciones, en una torre de mediana altura. Era un piso moderno. De la vieja Singapur ya no quedaba casi nada. Un resto de barriada antigua, al estilo chino, que aún persistía en el centro, estaba, por lo visto, a punto de desaparecer. No era como Hong Kong, donde sobrevivían barrios insalubres, casas apiñadas de apariencia laberíntica, callejuelas con puestos de comida de dudosa higiene.
Todo el que llegaba a Singapur había oído que regían allí normas muy estrictas. El dictador que gobernaba aquella ciudad-estado se había tomado a pecho la erradicación de la suciedad. Al que transgrediera, se le caía el pelo. Se decía que las infracciones más penadas eran escupir en la calle, tirar un papel y, sobre todo, arrojar un chicle. No osamos poner a prueba la ley y nos limitamos a confirmar que en el centro todo estaba muy limpio. Había una zona de puestos de comida en la calle, pero tan organizada e impoluta que el viajero occidental bien podía pensar que se hallaba en Frankfurt, si no fuera porque eran chinos todos los que le rodeaban.
Había un barrio que escapaba un poco de aquellas pautas: Little India. Por allí estuvimos en supermercados abigarrados, que tanto vendían comestibles como figurillas de dioses y toda la parafernalia para el culto. En una casa de comidas muy barata nos sirvieron el plato del día en una hoja de banano. Ni tenedores ni cucharas ponían; se comía con la mano. Como el espacio era escaso, uno debía engullir lo suyo a toda prisa, para dejarle el sitio al siguiente. Los hambrientos hacían cola a la vista de los comensales, y era imposible remolonear y quedarse de sobremesa. Nadie hablaba mientras comía.
Singapur giraba en una órbita en la que no supimos entrar y, a pesar de mis reticencias, agradecí que llegara el momento de volar a Manila. Allí había mundos más accesibles. Eso sí, con Marcos o sin él, los funcionarios de inmigración seguían poniendo la misma cara de pocos amigos. Y los autobuses también eran los mismos: circulaban a veinte por hora y paraban de continuo a coger viajeros.
Sólo observé una novedad en el trayecto: el karaoke, que cinco años antes era una atracción incipiente, se había extendido, y hasta los locales de aspecto más ruinoso que flanqueaban la gran avenida que unía el aeropuerto con la ciudad anunciaban con grandes letreros que allí se podía cantar acompañando a la maquinita. No me extrañó: aquel sucedáneo artístico encajaba bien con el temperamento filipino.
La otra novedad era que teníamos anfitriones potenciales. Jim había recibido en Nueva Zelanda una carta de su madre en la que le informaba de que los Pineda se ofrecían a ayudarle en la búsqueda de una explotación agrícola y demás enredos profesionales. Pero ¿nos darían también alojamiento? De momento, tocaba ir hasta su casa y conocer a los buenos samaritanos.
Los Pineda no vivían en el centro, sino, como la mayoría de las gentes de clase media y alta, en las afueras de la ciudad. Después de subir y bajar a varios jeepneys dimos con la barriada y, preguntando aquí y allá, con la calle. Era una zona residencial, de casitas con jardín, la mayoría de una sola planta. Las calles no estaban asfaltadas. Tenía el aspecto de una antigua zona de veraneo en España, con un toque extra de caos.
El cabeza de familia era un hombre de cincuenta y tantos años, alto, fuerte, de aspecto claramente español. Su mujer tenía más sangre autóctona, que le venía de su madre, la abuela, una filipina muy delgadita de cabellos blancos que no parecía enterarse de lo que pasaba a su alrededor. Los dos hijos de la familia habían salido al padre y podían pasar por españoles. Además vivían en la casa dos chicas que hacían las tareas domésticas.
No había mucho sitio libre, pero mandaron al hijo a la leonera, pusieron a Jim en su habitación y a mí me asignaron una cama en la habitación donde dormían la abuela y la hija. Tuve la impresión de que caía en un ambiente que pertenecía a la España de mi niñez.
Aquella misma noche podría entrar en otra parcela de la vida de Manila. La hija de nuestro anfitrión salía con un chico que, por el modo en que hablaron de él, era de buena familia, y nos propusieron que fuéramos con ellos y otras parejas a cenar. Nos preparamos para lo peor. ¡Si casi no teníamos dinero! Pero había que hacer de tripas corazón y fingirse ricos, como aquellos hidalgos muertos de hambre de otrora.
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