Esta saga ya mítica es también mitológica, y bebe sin reparos de cualquier fuente: el precio infinito que paga Fausto por la eterna juventud se da la mano con la ambivalencia moral del doctor Jeckyll y su hermano gemelo, Mr. Hyde, con el telón de fondo del golpe de estado de Julio César contra la república de Roma y la iconografía cinematográfica del Frankenstein de Boris Karloff. Y si los duelos a espada remiten a los enfrentamientos cara a cara del western, las batallas galácticas nos recuerdan a las de las barcos de las películas de piratas.
Desde 1977 hasta la actualidad, y después de 795 minutos de ruidosas batallas en el vacío del espacio, conflictos edípicos a la mayor gloria de Sigmund Freud, confusas tramas políticas y un culebrón melodramático, parece ser que los seguidores de la guerra más grande jamás rodada podemos descansar de la angustia que nos provocaban los cabos sueltos que las sucesivas entregas dejaban. George Lucas, el demiurgo de este universo paralelo, ha asegurado que no se rodará la trilogía correspondiente al final de la historia, aunque ha dejado la puerta abierta a una posible serie de televisión.
Y es que gran parte de los espectadores actuales han conocido los primeros capítulos a través del video y el DVD. Otros aún recordamos impresionados el momento en que, después de abrirse los cortinajes –aún no existían los multicines–, la música de John Williams nos hizo agarrarnos a los brazos del asiento, mientras una inmensa nave espacial ocupaba toda la pantalla. Era el año 1977. La maravilla que experimentamos pudo ser similar a la de los primeros espectadores todavía ingenuos de las películas de Méliès, y en cualquier caso significó el inicio de nuestro amor incondicional por la belleza de las imágenes.
Un amor que se ha mantenido a pesar de los altibajos e irregularidades que se han ido produciendo en las seis películas. Algunos personajes han despertado nuestra ira por su estupidez, como el alienígena orejón Jar Jar Binks. Otros han despertado nuestra simpatía y complicidad, como Han Solo, los dos androides R2P2 y C3PO o el abuelete verde Yoda. Pero han sido los malos quienes nos han subyugado: Lord Sidious y, sobre todo, Darth Vader, uno de los iconos inmortales que lega el cine al imaginario colectivo, junto a Charlot, Hannibal Lecter o Marilyn Monroe.
Como es habitual, unos títulos amarillos sobre un fondo de estrellas, acompañados de la fanfarria de John Williams, nos ponen en antecedentes. La República está en guerra contra los separatistas, que hacen caso omiso del Senado intergaláctico. La alianza de las máquinas (droides) y los monjes-guerreros Sith, sin embargo, parece que va a ser derrotada por la democracia, que, mientras dura la crisis, ha dado plenos poderes al canciller Palpatine, con la condición de que ceda el poder una vez terminada la guerra. Sin embargo, una especie de caballo de Troya va a poner todo ello en peligro, y el joven Anakin se va a encontrar en la contradicción entre diversas lealtades.
La venganza de los Sith no defrauda, pero tampoco apasiona. Si la primera trilogía (1977-1983) fue aventurera y dinámica, y el misterio que se escondía detrás de cada uno de los personajes era estimulante, esta segunda trilogía (1999-2005) se ocupa de revelar los entresijos del pasado. Vibrante y espectacular, el ritmo se ve sin embargo interrumpido por numerosos parlamentos, en los que los personajes tratan de explicarse sin mucho éxito. Aunque los 140 minutos pasan en un suspiro, y el último tramo es de una gran intensidad y densidad, con un paisaje volcánico que sirve de metáfora al infierno existencial en el que se debate el protagonista, en ningún momento se llega al clímax cinematográfico de El Imperio contraataca (se echa de menos la mano sabia del guionista Lawrence Kasdan) o de las otras dos grandes sagas contemporáneas: Matrix y El Señor de los Anillos.
Aunque George Lucas ha jugado en Cannes con una interpretación política de actualidad, asimilando la Guerra de las Galaxias a Vietnam, incluso a Irak, e insinuando que George Bush podría ser el equivalente del malvado Lord Sidious, lo cierto es que la ambigüedad política del film está perfectamente calculada para satisfacer a tirios y troyanos. Lo más evidente es que la democracia como sistema político tiene su mayor peligro no en una amenaza externa, sino en que mediante la conspiración y la retórica populista un líder carismático consiga alterar la separación de poderes y hacerse con todo el poder. Y, como dijo Lord Acton, si el poder corrompe, el poder absoluto corrompe absolutamente. Quizás está pensado en ello el maestro de Anakin, Obi Wan Kenobi, cuando reconoce haber fallado a su discípulo.
Finalmente, una duda me asalta. Aunque es cierto que los monjes-guerreros Sith aparecen como perversamente corrompidos, una nube de sospecha se extiende también a los hasta ahora santificados monjes-guerrero Jedi. Al fin y al cabo, y Anakin parece ser el único que se da cuenta de esto, la metodología de actuación de unos y otros se parece excesivamente: reuniones secretas y opacas en las que se decide si la República va bien o mal y, en consecuencia, si hay que intervenir en su desarrollo. Como si fuese un comité platónico de sabios, o una logia masónica, la asamblea de los guerreros Jedi se sitúa en cierto modo por encima de la República, aunque sus intenciones se nos aparecen buenas. Pero, claro, eso es lo que dicen ellos...
Grandioso espectáculo palomitero, La venganza de los Sith supone la evidencia más palpable de una nueva época cinematográfica, en la que lo digital desplaza al celuloide, lo que supondrá una dicotomía cada vez más acusada entre los grandes estudios, lanzados a una especie de carrera armamentística de efectos especiales, y una pléyade de pequeñas realizaciones, más modestas pero también más espontáneas, libres y baratas, para las que únicamente se necesitará el bien más apreciado: el talento.