Fernando Savater diferencia entre malos, malditos y adversarios. Los malos buscan el mal a conciencia. Se nos hacen odiosos. Los malditos querrían el bien, pero la fuerza de las circunstancias les conduce al desastre y a ser perseguidos (Tim Burton es quien mejor los retrata). Por último, los adversarios, un peligro que nos amenaza pero sin maldad: simplemente, nos cruzamos con ellos en un camino muy estrecho, por el que sólo puede pasar uno. Por ejemplo, el tiburón de Spielberg, el Alien de Scott o ahora el King Kong de Peter Jackson.
El gran mono que inventaron en 1933 Schoedsack, Cooper y Wallace fue un triunfo de los efectos especiales gracias al gran trabajo de animación de los modelos en miniatura del gorila y a un hábil empleo de la técnica stop-motion (rodar cuadro a cuadro). Pero sobre todo significó una revelación simbólica del oscuro mundo del inconsciente. En el apogeo del psicoanálisis de Freud, que tanto influyó en el mundo del arte, los surrealistas saludaron la película como un poema lírico, un canto al amor fou y a la fuerza de lo irracional.
El rey Kong era la encarnación del método paranoico-crítico con el que Dalí y compañía pretendían hacer saltar por los aires la moral convencional burguesa. El simio encaramado al símbolo sexual y tecnológico que constituía el Empire State Building, con los aviones acosándolo y la rubia Fay Wray como trofeo erótico, tenía una fuerza visual que no ha perdido un ápice de su atracción.
Como demostró el fiasco de la versión que produjo Dino di Laurentiis en 1976, con Jessica Lange excitando al gorila, no era fácil ni reproducir el éxito tecnológico ni remedar la profunda carga simbólica del film original. Afortunadamente, Peter Jackson, que se atrevió a rodar el a priori inadaptable El Señor de los Anillos, es un cinéfilo para el que re-crear King Kong constituía un desafío del tamaño del monstruo.
Como en el caso de la novela de Tolkien, lo ha hecho con una gran inteligencia. A partir de su poderoso sentido para el espectáculo, ha cambiado el enfoque original añadiendo nuevas dimensiones a la historia de la bestia atraída por la mujer, en la que finalmente la belleza mata a la monstruosidad.
Han sido tres las principales aportaciones de Jackson. En primer lugar, los secundarios humanos tienen una mayor consistencia. Ann Darrow (Naomi Watts) no es simplemente un objeto de deseo, sino un ser doliente dominado por la idea del destino y la no consumación de la felicidad. Lo que hará de ella una compañera ideal para el solitario gorila. También cobra consistencia dramática el director de la película, Carl Denham (Jack Black), que conduce a su equipo de filmación a los rompientes y las nieblas de la isla de la Calavera. El siempre eficiente Black compone un simpático bribón, un realizador dominado por una pasión total por su trabajo, a la que sacrificará todo y a todos, sin ningún escrúpulo. La suya, como la de Kong, también es una pasión desaforada y destructiva, pero sin nobleza.
En segundo lugar, Jackson ha querido dar pistas explícitas sobre el cambio de orientación simbólica del film. Uno de los marineros de la expedición lee El corazón de las tinieblas. Y es que, como en la novela de Conrad, se trata de una ida hacia la esencia del Mal. El enfrentamiento de los hombres con la Naturaleza, vista desde un punto de vista hiperrealista (lejos de la simplificación buenista del ecologismo al uso), saca lo peor que hay en ellos.
La Naturaleza es cruel, y Jackson se deleita mostrándola en toda su crudeza, como en el abismo de los insectos carnívoros. Pero son los hombres los que, lejos de la civilización, causan la locura homicida más extrema. El verdadero mal lo llevan los humanos con ellos: la ambición, el egoísmo, la falta de respeto.
Por último, claro, King Kong. Si los dinosaurios, y éste es el único punto débil, no están todo lo bien conseguidos que cabría esperar, es impactante cómo han reproducido al gorila de ocho metros. Ayudándose de un pormenorizado estudio de la conducta de gorilas en estado salvaje, Andy Serkis, el actor que había interpretado a Gollum en El Señor de los Anillos, ha prestado su gestualidad a King Kong, que, a diferencia del gorila primigenio, no está humanizado en sus expresiones. Es cuadrúpedo y vociferante, muy macho en su manera de romperse el pecho a puñetazos. Un mal bicho de ocho metros que mata a los tiranosaurios descoyuntándoles la mandíbula (seamos justos con los gorilas reales y aclaremos que son unos animales nada agresivos). Le fascina la rubia porque es simpática, juega con él y comparten estupendos crepúsculos.
Jackson se recrea en el mono enamorado del sol, con unas melancólicas secuencias en las que el último de su especie se muestra conmovedoramente ensimismado. Las imágenes muestran lo que quiere decir el primatólogo Sabater Pi al afirmar de los gorilas: "Antes que estar en los zoológicos, es mejor incluso que desaparezcan".
El sol va a ser la clave simbólica de esta nueva entrega. Si en la isla de la Calavera King Kong se extasiaba ante un crepúsculo, en la isla de Manhattan se subirá al Empire State Building coincidiendo con un amanecer, ante el que de nuevo alzará su triste y cada vez más consciente mirada. Apolo, el dios solar de los griegos, hería desde lejos con su arco, a diferencia de su opuesto, Dionisos, el dios de la ebriedad y el salvajismo, que prefería la noche. King Kong, la encarnación de la potencia animal de Dionisos, terminará enfrentándose a una escuadrilla de aviones de guerra, que lo asaetearán en la distancia.
Pero dejémonos de interpretaciones filosóficas. King Kong es, antes de nada, una vibrante película de aventuras. Jackson ni siquiera ha intentado reproducir la pureza prístina del original. Sabía que era imposible. Tampoco ha jugado la carta del erotismo, ya que resultaría demasiado obvio y previsible. Por el contrario, ha intentado hacer una película más madura y compleja. Tres horas de impacto visual, de emociones a flor de piel. Sobre todo por la presencia de un monstruo que se extasía ante la contemplación de la belleza. Finalmente, el adversario se ha convertido en nuestro héroe.