Mientras que en España ha sido una subvención estatal de quince millones de euros de la Comunidad de Madrid lo que ha permitido la recreación histórica de Garci, en Estados Unidos ha sido una cadena privada de televisión, la HBO, quien se ha ocupado de aportar los 100 millones de dólares que ha costado la miniserie de siete capítulos sobre la vida y obra de John Adams, uno de los padres constitucionales de los Estados Unidos, primer vicepresidente y segundo presidente de ese país, primer inquilino de la Casa Blanca, primer embajador norteamericano en la Corte británica. Su espíritu republicano y liberal ha marcado hasta nuestros días la ininterrumpida democracia americana:
Veo una nación lista para ocupar su puesto en el mundo, no un imperio sino una república, una república de leyes, no de hombres.
La apuesta de la HBO era al tiempo un riesgo y una oportunidad: John Adams no es, ni mucho menos, un personaje histórico de los que inscriben su nombre en el Paseo de la Fama. Emparedado entre dos figuras de leyenda, George Washington y Thomas Jefferson, tuvo que compartir debates con el celebérrimo Benjamin Franklin, aguantar las intrigas dentro de su propio partido, liderado por Alexander Hamilton, negociar con el genial Napoleón Bonaparte... Precisamente de este último quería hacer una biografía fílmica Stanley Kubrick, quien sin embargo jamás se hubiera sentido atraído por el talante moderado, concentrado, dialogante, burgués, en definitiva centrista, de su compatriota.
Sostenía en su blog Federico Jiménez Losantos que la serie padece de cierta arritmia. Sin duda no es homogénea, y cae a veces la tensión dramática; pero es que la Historia, entre las revoluciones americana y francesa, pegó uno de los acelerones de 0 a 100 más rápidos jamás registrados. Pero no hay discusión posible en que en cada uno de los siete capítulos hay al menos un par de secuencias memorables. A la memoria me viene el juicio que catapultó a Adams a la fama, aquél en que defendió a un grupo de soldados ingleses acusadoas de haber disparado contra la multitud, en un ambiente hostil, profundamente antibritánico. O todos y cada uno de los momentos de intimidad entre John y su mujer, Abigail, en los que Paul Giamatti y Laura Linney componen una de las más sutiles y transidas historias de amor, físico e intelectual, de la historia televisiva contemporánea.
El carácter de Adams está compuesto en oposición a los demás, y no porque no tuviera atributos psicológicos de sobra, sino porque se nos quiere hacer ver que un hombre político tan intenso necesariamente se tenía que realizar en complementariedad –a veces positiva, casi siempre negativa– con sus amigos y adversarios, desde su colérico primo Samuel Adams al imperturbable George Washington, pasando por el olímpico, carismático, ilustrado y luminoso Benjamin Franklin o el titánico, turbio, profundo y oscuro Thomas Jefferson. No se obvian sus facetas más desagradables, como la estricta severidad de su comportamiento paternal, al que el guión de la serie adjudica quizás un tanto precipitadamente tanto la grandeza de su hijo mayor, John Quincy Adams, que también llegaría a ser presidente de los Estados Unidos, como el alcoholismo de su hijo menor.
Con Franklin (que de ahora en adelante se nos aparecerá siempre encarnado en la figura de Tom Wilkinson) disfrutaremos de la Francia prerrevolucionaria, en compañía de duquesas libertinas y zánganos aristocráticos. La serie merecería verse sólo para no perderse a un irónico Franklin y a un patoso y estupefacto Adams repartiendo banderas norteamericanas, a cambio de la voluntad, a los asistentes a una fiesta. Por otra parte, Jefferson, al que interpreta con dureza y justa frialdad Stephen Dillane, a la vuelta de la revolución que hundió para siempre la reputación de la familia Guillotin intentará convencer a un escéptico Adams de que "el árbol de la libertad debe ser abonado de tiempo en tiempo con la sangre de los patriotas y los tiranos".
Sólo es una casualidad, pero la secuencia más estremecedora está en conexión con la llegada del primer mulato, Barack Obama, a la jefatura del Estado de los EEUU. Porque tras la elección de Adams como presidente él y su mujer, Abigail, serán los primeros inquilinos de una Casa Blanca todavía en construcción, en mitad de un barrizal fantasmagórico y con esclavos negros trabajando para terminar de edificarla y hacerla habitable. Es en esos momentos, en ese lugar que más parece una casa desolada dickensiana que el mítico y espléndido edificio que alberga, en su ala oeste, el gabinete del presidente del Estado más poderoso del mundo, cuando Abigail se vuelve a su marido y, señalando a los esclavos que se mueven como espectros asustados a su alrededor, le dice:
No puede salir nada bueno de esto.
Afortundamente, Abigail Adams se equivocaba. Aunque costaría mucha sangre, sudor y lágrimas el camino de libertad e igualdad que comenzaron ellos mismos y continuaron Lincoln, Luther King, Rosa Parks, Kennedy... Ha habido desaceleraciones, sí, pero ocasionales, y la marcha no se ha llegado a detener por completo jamás.
Volviendo a la película de Garci, podríamos plantearnos por qué una cadena como Telemadrid no ha realizado una serie que entronque con la emergencia de la calidad televisiva que está revolucionando el medio. En cuanto a la creencia de Garci sobre los héroes, podríamos matizar su reflexión con aquello que decía Bertolt Brecht: "Desdichado aquel país que necesita héroes".
John Adams está en el virtuoso término medio entre Garci y Brecht. Cuando el personaje que le da nombre se presenta como el primer embajador estadounidense ante el rey Jorge III, su antiguo monarca, contra el que batalló, escuchamos este diálogo destinado al mármol:
John Adams: "No siento apego alguno por ningún otro país que no sea el mío".Jorge III: "Un hombre honrado nunca tendría otro".
JOHN ADAMS (miniserie histórica, 501 minutos). Guión: Kik Ellis, basándose en el libro de David McCullough. Intérpretes: Paul Giamatti, Laura Linney, Tom Wilkinson, Stephen Dillane. Calificación: Pedagógica (8/10).
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