Jake Gyllenhaal (que está a punto de estrenar también Brokeback Mountain) encarna a un joven soldado, Tony Swofford, que se está entrenando para entrar en guerra en mitad de un desierto. Según el libro autobiográfico de Swofford, vamos siguiendo la preparación de un ejército desde la perspectiva de un soldado que está allí, según confiesa, porque se equivocó a la hora de alistarse. Y, en consecuencia, todo lo que hace le parece un sinsentido: la rutina de la hidratación, la rutina de enfundarse el traje antigas, la rutina de masturbarse... Leer, sin embargo, no llega a convertise en una rutina, porque su sargento lo descubre en el retrete leyendo a Albert Camus y le tira el libro a la basura. No es casualidad que sea El extranjero. La película adopta un talante existencialista que, como casi todo en esta película, se irá viendo poco a poco defraudado. Demasiada pretenciosidad para tan poca sustancia.
La acción transcurre durante la primera guerra del Golfo, cuando Sadam Husein invadió Kuwait y una fuerza internacional liderada por EEUU consiguió liberarlo. Pero apenas hay enfrentamiento militar. La idea de partida es buena: gran parte de la guerra consiste en esperar a la guerra. Y mientras ésta llega, en someterse a un entrenamiento durísimo, en un paisaje de pesadilla, con la amenaza permanente de lo desconocido tras una duna y, lo que es peor, con los fantasmas de la imaginación filtrándose como gusanos en la mente, haciendo sospechar de mujeres, novias y amantes. En ocasiones, con razón.
Pero Jarhead no consigue llevar a la práctica lo que promete. Mendes ha querido denunciar los mecanismos de brutalidad implícitos a cualquier ejército desde una perspectiva que quiere ser irónica y sarcástica. Pero el peligro de ridiculizar a los rambos es que finalmente salga una película tan obvia, simple y previsible como la de Stallone.
El director rueda el tedio y la frustración de los soldados a costa del aburrimiento y la desesperación de los espectadores. No consigue más que enhebrar una sarta de lugares comunes en el cine típicamente socialdemócrata: el sargento instructor malhablado y vociferante, un torturador nato aunque en el fondo buen tipo; el soldado con conciencia social; el psicópata sexual que se apunta a la guerra como una forma de realización personal... y así sucesivamente, hasta el protagonista, un chico desorientado y lúcido que se encuentra en el sitio equivocado en el peor momento posible.
A medio camino entre Apocalipsis Now, El cazador (películas explícitamente citadas en el film, proyectadas a unos soldados entusiasmados ante el espectáculo de la violencia desplegada al ritmo de La cabalgata de las walkirias de Wagner) y Full Metal Jacket, pero con una estética propia de un videoclip pijo para la MTV, Mendes realiza una mezcolanza arbitraria que no termina de cuajar nunca. Cruzar a Kubrick con Britney Spears no suele dar buenos resultados. Por ejemplo, mientras va descubriendo la irracionalidad de la trampa burocrática en la que se ha metido escuchamos, en lo que Mendes debe de creer que es un arranque de originalidad, It’s a wonderful world.
Esta búsqueda de una identificación empática con el protagonista a través de topicazos musicales y visuales queda resultona en las series de televisión para adolescentes, pero revela toda su miseria cinematográfica en productos con altas aspiraciones intelectuales.
De los clásicos cinematográficos citados ha tomado la destrucción de la personalidad individual en un medio estructuralmente violento. De la cadena televisiva dedicada a la música, una banda sonora plagada de éxitos de pop facilón, con la que subrayar lo que el director piensa de la vida militar que está retratando. Pero no es un pensamiento muy profundo. De hecho, no pasa de ser el equivalente progre de la heroicidad de pacotilla de Van Damme o Steven Seagal. No hay aquí ni traza del enfrentamiento de visiones del mundo de La delgada línea roja de Malick, o la valentía viril sin bravuconadas de Spielberg en Salvar al soldado Ryan. La guerra es un asunto demasiado importante para dejárselo a los generales. O a los pacifistas.
Cuando finalmente Tony Swofford entra en batalla, el esteticismo de Mendes se aproxima al anuncio televisivo de lujo. La suntuosa fotografía de Roger Deakins pasa de las deslumbrantes dunas a la negrura de la lluvia de petróleo. La violencia sigue siendo algo lejano. Los personajes continúan relacionándose espasmódica y estereotipadamente. El horror de la guerra sigue teniendo la consistencia de una performance en el Centro de Arte Reina Sofía: los muertos están exquisitamente colocados y carbonizados para ofrecer el adecuado paisaje de desolación. El colmo de la banalidad poética aparece en forma de caballo solitario, perdido en la noche, bajo un aguacero de betún con un bellísimo fondo de llamas surgiendo de los pozos incendiados. Como si fuese un spot de Repsol.
Finalmente, Mendes consigue incluso glorificar una escena digna de Rambo y a lo Rambo: el tatuaje con un hierro candente de un soldado como premio a su conducta ejemplar (la cual, por cierto, desconocemos). En el último tramo del film hay una buena secuencia. Una vez que han regresado a EEUU, los homenajean. Viajan en un autobús recibiendo los vítores de la gente congregada. Se sube por sorpresa un excombatiente de Vietnam, evidentemente sonado, que les da las gracias por su comportamiento y les pide sentarse con ellos. Se hace un expresivo silencio dentro del autobús, que contrasta con la algarabía de la calle. Pero incluso ahora Mendes lo estropea. Y desarrolla una coda explicativa y redundante, con una innecesaria voz en off con la que el protagonista nos hace copartícipes de su cantinela sentimental.
Esta película será aplaudida desde los sectores que clasifican las películas teniendo presente exclusivamente su filiación política. Pero desde el punto de vista cinematográfico revela, una vez más, que no es suficiente tener buenos sentimientos para realizar una obra artística de valor, sino que hace falta tener coraje para enfrentarse al cliché y honestidad intelectual para desafiar los mitos establecidos por tu tribu.