Lo de sus padres, Pedro II y María de Montpellier, clamaba, si no al cielo, sí al menos a Roma, que había permitido que se casasen cuando era de todos sabido que el Rey miró a la Reina de reojo el día de la boda y procuró no volver a acercarse más. Tanto fue así que hubo que engañarle para que engendrase un heredero. De noche, unos clérigos conchabados con la Reina la colaron disfrazada en los aposentos de su esposo, que, al confundirla con una de sus muchas amantes, remató la faena y le hizo un hijo. Y ahí se acabó, porque el aragonés y la occitana no volvieron a dirigirse la palabra.
Murieron casi a la vez, en el mismo año, 1213, pero bien lejos el uno de la otra. Él, en el sitio de Muret; ella, en Roma, adonde había acudido para que Inocencio III impidiese el divorcio. Y es que Pedro tenía planes de casarse con María de Monferrat, es decir, con la otra.
Con cinco años, Jaime estaba algo peor que solo. A consecuencia de la derrota de su padre en Muret, quedó a merced de Simón de Monfort, un espadón gabacho que retuvo al niño hasta que el Papa le suplicó que lo devolviese: que era el delfín de Aragón, que los españoles tenían muy malas pulgas y que eso no le traería más que problemas. Monfort, en un arranque de sensatez, lo devolvió, y ese mismo año, en Lérida, fue jurado heredero de la Corona más conflictiva y revoltosa de la España de entonces, que no era precisamente un oasis de paz y armonía.
Jaime, que había sorteado sin saberlo tantos obstáculos en su niñez, maduró a golpe de humillaciones. Los nobles de Cataluña y Aragón le hicieron saber desde muy pequeño que allí, en ese rincón de la Península, mandaban ellos; él era un simple convidado de piedra. Y si la aristocracia no le respetaba, el pueblo aún menos. Además, siempre estaba sin dinero. Como el reino era un desastre, nadie pagaba impuestos, y claro, el Rey vivía a salto de mata. Tan delicada era su situación, y tanto se le llegaron a subir a las barbas, que los nobles aragoneses llegaron a encerrarle en el torreón zaragozano de la Zuda. Para que le sirviese de escarmiento.
Su suerte, sin embargo, cambió de golpe. Lo hizo según se olvidó de recobrar las plazas perdidas por su padre en el Mediodía francés y se acordó de que España estaba todavía llena de musulmanes esperando que algún rey con valor rematase la faena de echarlos.
La inspiración le vino, más o menos, hacia 1227, año en que puso fin a las banderías nobiliarias. Meses después, en las Cortes de Barcelona, anunció la primera de sus grandes campañas. Iba dirigida contra los moros de Mallorca, que además de infieles estaban hechos unos piratas de tomo y lomo. Ciento cincuenta y cinco barcos, puestos de gratis por los comerciantes de Barcelona, Tarragona y Tortosa, abandonaron Salou y Cambrils el 5 de septiembre de 1229, con 1.500 caballeros y 15.000 soldados a bordo. Diez días después, el ejército de Abú Yahya, el rey moro de Mallorca, caía derrotado en Portopi. La morisma escaldada se atrincheró en Palma, que entonces no se llamaba así sino Madina Mayurqa, de donde fueron desalojados en el mes de diciembre; con tanto aparato y tanta matanza que se desató una epidemia de peste entre los soldados catalanes que habían tomado la ciudad.
Al igual que haría Fernando III de Castilla en Andalucía, Jaime vació Mallorca de moros. No trató de convertir a ninguno. La elección era sencilla: o se iban, o les pasaban a cuchillo. Algunos eligieron resistir, y lo hicieron heroicamente en la sierra de la Tramontana durante un par de años, a lo Curro Jiménez.
En 1230 quedó establecido el Reino de Mallorca, el primero insular de la España medieval. Al año siguiente fue anexionada Menorca, por el Tratado de Capdepera. Los moros menorquines fueron más razonables que sus vecinos, pero no les sirvió de nada: años después fueron desterrados sin miramientos. A Ibiza y Formentera les tocó el turno tres años más tarde. Para las Pitiusas el ejército de Jaime ya no daba más de sí, y su conquista fue subcontratada a Guillem de Montgrí, arzobispo de Tarragona e implacable conquistador. La cruz y la espada, ya se sabe.
La fulgurante victoria en Mallorca encumbró al monarca, a quien ya nunca más se atrevieron a tomar por el pito del sereno. Con todo, la toma de las islas había satisfecho sólo a una parte del reino; al principado de Cataluña, que se desparramó sobre ellas con miles de colonos, que se establecieron con presteza en la fértil plana mallorquina. La otra parte, la interior, Aragón, no estaba tan contenta. Todo lo contrario. Los aragoneses se la tenían guardada a un rey que, pudiendo conquistar Valencia, que estaba a tiro de piedra, se había metido en una incierta aventura marítima. Por eso, lo primero que le demandaron a su vuelta de Mallorca fue que, consumada la machada, pusiera rumbo a Valencia, y rapidito.
Los aragoneses habían hecho algún avance por el interior y casi ninguno por la costa. No faltaban ganas, sino organización y dinero, es decir, exactamente lo que no tenían las gentes de Teruel y Albarracín, las más interesadas en la conquista, montañeses recios, hombres libres curados al aire de la sierra. El plan de Jaime era tomar primero Burriana, en la costa, a medio camino entre Amposta y Valencia, y aislar los enclaves musulmanes que quedasen al norte. La maniobra funcionó, y en 1233 se rindieron la propia Burriana y Peñíscola, que era una plaza fuerte de mucha entidad.
Parecía que la fortuna acompañaba a Jaime en toda campaña que iniciase. Envalentonado por esta idea, reunió a las Cortes de Aragón en Monzón y cursó una petición al papa Gregorio IX para que declarase "cruzada" la conquista de Valencia. Los aragoneses estaban encantados, pero no tanto como para entusiasmarse, y el Papa se retrasó tanto en la gracia que Jaime se vio obligado a emprender la guerra por su cuenta. En 1237 tomó el Puig de Santa Maria, y desde allí, un año más tarde, cargó contra Valencia, la legendaria ciudad en la que siglos antes se había acantonado el Cid.
Aunque escaso de tropas y dineros, Jaime se tomó lo de Valencia como una cuestión personal. El rey moro de la ciudad del Turia, Zayán ben Mardanis, ofreció un trato muy conveniente: varios castillos y una generosa renta en forma de paria anual como la que pagaba el emir de Sevilla. Jaime, a pesar de que sus propios generales le conminaron a estudiar la oferta –"En tiempos de vuestro padre o abuelo, en vista de un pacto tan ventajoso, ellos hubieran aceptado"–, decidió no ser ni su padre ni su abuelo, y más cuando los castellanos acababan de reconquistar Córdoba para la Cristiandad. Y no olvidemos que la propaganda, hace 800 años, tenía el mismo efecto que ahora.
En abril se puso sitio a Valencia, y conforme fue avanzando el verano, espoleados por la bula de Cruzada que había extendido el Papa, llegaron soldados de Aragón y Cataluña, de Navarra, de Occitania y hasta de Alemania y Hungría. De esta última quizá al reclamo de Violante, reina de Aragón y húngara de nacimiento.
Zayán resistió hasta septiembre. El 9 de octubre de 1238 Jaime I, que ya podía presumir de conquistador, entraba en la ciudad, concluyendo así una década de conquista sin precedentes. Valencia sería su broche dorado: al año siguiente la convertiría en reino, para disgusto de los nobles aragoneses.
Ya sólo quedaba un estirón, y la reconquista se acabaría para aragoneses y catalanes, que habían empezado su cruzada particular siglos atrás, en lo más profundo del Pirineo, saltando de risco en risco, escondiéndose en los bosques, soportando las razzias y saqueos periódicos del califa. Todo eso ya había terminado, y para siempre. En 1244 Jaime I y Alfonso de Castilla firmaron el Tratado de Almizra, por el que quedaban fijadas casi definitivamente las fronteras entre Castilla y Aragón. El Levante era, por fin, cristiano.
En apenas quince años Jaime de Aragón había conseguido duplicar en tamaño y triplicar en población la herencia recibida de su padre. Dictó una obra, el Llibre dels fets, para que su gesta no fuese nunca olvidada, y se dedicó a administrar sus bien ganados reinos y a soñar una cruzada a Tierra Santa... que terminó llevando a cabo, ya anciano, pero que fracasó a pocas millas de la costa por un temporal. No se arredró e insistió ante el Concilio de Lyon, que le tomó por loco.
La Europa cristiana, a esas alturas, ya no estaba para cruzadas ni excesivos sacrificios en una tierra que sería muy santa pero donde no había recibido más que palos. Jaime, que por algo era aragonés, sin inmutarse se dio la vuelta y dijo a los que le acompañaban: "Barones, ya podemos marcharnos, pues hoy, al menos, hemos dejado en buen lugar el honor de toda España".
Imitando una vez más a Fernando de Castilla, que dio su último suspiro en Sevilla, la más preciada de sus conquistas, Jaime de Aragón murió en Valencia, de puro viejo, dejando un lío mayúsculo a sus sucesores. Consideró que los reinos eran suyos y que, por lo tanto, podía partirlos a su antojo. Dejó a su hijo Pedro los dominios peninsulares: Aragón, Cataluña y Valencia; a su hijo Jaime le legó uno de los reinos más extraños de la historia, compuesto por las Baleares, de un lado, y el Rosellón y la Cerdaña, del otro, a cientos de kilómetros de distancia y con el mar de por medio. El resto quedó sumido en una guerra civil que enfrentó a Pedro con Fernán Sánchez, un bastardo que se había buscado amigos en Francia para llevarse, de matute, la corona del padre. La cosa terminó de un modo tan trágico como español, con un hermano ahogando al otro en el río Cinca, que entonces no tenía regadíos y llevaba mucha agua.
Partida o entera, la Corona de Aragón no volvió a ser la misma. En el lapso de una generación, se lanzó al mar en una carrera por la hegemonía. Durante los siglos siguientes, el Mediterráneo fue tan aragonés que, como diría Roger de Llúria: "No hi haurà peix que s'atreveixi a treure la cua si no porta lligada la senyera amb les quatre barres del nostre senyor rei d'Aragó".
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