También es un libro para aprender. Muchos de los pasajes de la historia de España que aquí se cuentan son menos conocidos de lo que deberían. La historia de España, como es sabido, ha tenido mala prensa. Hay quien dice que no hay que enseñarla. Y cuando se enseña, se hace de forma extravagante. Los profesores salvan lo que pueden, pero la historia oficial se ha convertido más que nunca en un ramillete de leyendas y prejuicios que poco o nada tienen que ver con lo que hicieron nuestros antepasados en esta tierra, que también es la nuestra. Si por la historia oficial fuera, la nación española no existiría.
La Historia tiene otro enemigo, aparte de los mitos, erróneos o interesados, inventados en los últimos tiempos. Ese enemigo anida en su interior. La Historia, que es una ciencia austera, se empeña en tratar los hechos pretéritos como tales, alejándolos de cualquier interferencia de la actualidad. Por eso el gusto por la Historia requiere una disposición particular: la generosidad –el desinterés– de aquél que se ocupa de algo de lo que ningún provecho va a sacar, excepto el placer de recorrer mentalmente un universo nuevo, por antiguo.
No es poco, se me dirá. Y efectivamente no lo es. Pero como todo en esta vida, conviene apartar las abstracciones y aclarar la dimensión concreta del asunto que estamos tratando. Y es que no estamos hablando del antiguo Egipto y sus misterios, ni de quienes levantaron los moais en la Isla de Pascua, ni de los legendarios Atlantes. Estamos hablando de una historia muy concreta, la de nuestro país. Es decir de la vida, la obra y con frecuencia los milagros de nuestros padres, nuestros abuelos, y los padres y los abuelos de éstos.
Estamos hablando de nuestra propia vida. Por muy lejanos que se nos hayan querido pintar ciertos hechos, por mucho que los hayan querido borrar de nuestra memoria, somos en buena parte criaturas de los actos de quienes nos precedieron en esta tierra, una tierra que lleva tres mil años –se dice pronto– luciendo el mismo nombre. Y lo somos sin remedio, aunque cambiemos de nacionalidad. También han pasado a participar de esa realidad los que se han incorporado hace poco a la sociedad o a la nacionalidad española. Cada uno, con independencia de su origen, aportará al caudal común lo que se proponga según su talento, su imaginación y su esfuerzo. Ahora bien, el suelo sobre el que construya y proyecte sus deseos, más aún, la realidad misma que le permite imaginarlos, nos ha sido entregada.
Por eso la afición a la Historia no es siempre, como al principio he sugerido, una afición aristocrática. Al contrario, la Historia es una afición sumamente... democrática, es decir compartida por muchas personas, por muchos lectores, por muchos espectadores de teatro, de cine y de televisión. Y es que nos ayuda a saber de qué estamos hechos, la materia del sueño del que hemos nacido. Para desgracia de unos pocos y satisfacción de los más, no salimos de la nada ni volvemos a empezar de nuevas cada día.
Tenemos por tanto un buen motivo para aficionarnos a la Historia. Saber quiénes somos. Pero para que surja la chispa que alumbre la curiosidad hace falta algo más.
Es necesario un buen narrador, talento indispensable para cualquier historiador que se precie. Se podrá ser un archivo ambulante o erudito de saber insondable. Pero si se carece de la capacidad de narrar los hechos tal como ocurrieron, si no se sabe comunicar la perspectiva dramática, de vida en trance de hacerse, que tiene siempre la Historia, no hay historiador que valga. Y si no hay historiador, tampoco habrá forma de suscitar la afición por esa parte de nuestra naturaleza, o nuestra realidad, que sólo despierta de la mano de quien tiene el don de resucitarla.
También se habrá perdido algo a lo que los autores clásicos daban gran importancia en el género histórico, cuando la Historia era un arte y lo encarnaba una de las nueve musas que Galdós, con genio castizo, esta vez del linaje de Sancho Panza, volvió a bautizar como Mari Clío. Hablo de la enseñanza moral. Si no comprendemos que la Historia la hacen las personas que toman decisiones, a veces frías y calculadas, otras temerarias e incluso delirantes, como la de los cuatro godos refugiados en las montañas del norte que decidieron no someterse a los musulmanes, tampoco hay forma de deducir una enseñanza de aquello que se nos cuenta. Es una enseñanza universal, válida en cualquier circunstancia, acerca del significado del ser humano. Y también es una enseñanza acerca de la responsabilidad que nos cabe ante lo que hemos recibido como legado.
Una de las claves del historiar está por tanto en la capacidad de contar. Otra, en la confianza en la racionalidad del lector: el buen historiador habrá de suponerle capaz de aprender en cabeza ajena. Y hay una tercera clave, tan valiosa como las anteriores, que consiste en una cierta actitud ante el hecho histórico.
Al enfrentarnos a la Historia, y como hablamos de nuestros antepasados, parece que estuviéramos contando la vida de los españoles más antiguos, más viejos. Eso nos coloca en una predisposición reverencial, algo que suele producir aburrimiento y ahuyentar al más pintado. La realidad es muy distinta, como subrayó un clásico. Nuestros antepasados eran, en tanto que españoles, más jóvenes que nosotros. Nosotros somos los españoles más veteranos. Sólo el paso del tiempo nos devolverá la juventud. A menos, claro está, que arruinemos todo el invento, como hemos estado a punto de hacer varias veces demostrando, como diría Fernando Díaz Villanueva, que la sabiduría no siempre es compañera de la edad.
Conviene por tanto enfrentarnos a la Historia, y en particular a la historia de nuestro país, con respeto, pero también con indulgencia e incluso con desenfado. Con la perspectiva que proporciona la veteranía de quien tiene mucho más años, como español, que los protagonistas de lo que se nos está contando.
Estos pasajes de la historia de España resultan un compendio ejemplar de esta forma de comprender la Historia. En sus páginas el pasado se vuelve presente. Nos ayuda por tanto a entender lo que somos. También nos ayudará a ser mejores personas y mejores españoles, porque nos enfrenta a los dilemas a los que se enfrentaron nuestros mayores en el trance de crear lo que ahora somos.
Fernando Díaz Villanueva demuestra además que es un excelente narrador, siempre entretenido, siempre atento a la anécdota significativa. Tiene el don de conducir al lector con sencillez por entre los meandros de acontecimientos y personalidades muy complejas. Jamás los traiciona, y seguiremos cada estampa, cada pasaje, hasta haber apurado la última línea: sin aliento, y con ganas de arrancar con el siguiente. Un gran ejemplo, humilde en apariencia, de lo que un historiador de verdad debe a la musa y a la ciencia de la Historia. Los historiadores salen de libros como éste.
Por si fuera poco, Fernando posee el instinto profundo de los auténticos e irremediables enamorados de la Historia. No valen fetichismo, idolatrías ni falsos respetos. Los individuos, incluso cuando aparecen más grandes que la vida misma, son lo que son: seres humanos como nosotros. Así los trata el autor, a quien le sobra frescura y no le falta insolencia, precisamente la del español veterano y joven a la vez.
De la gran empresa que es España, Fernando Díaz Villanueva habla de una forma que a veces se ha dado por finiquitada. A mi juicio, erróneamente. Los personajes que pueblan las páginas de este libro no son españoles por casualidad: están inventando qué es eso de ser español. Y los pasajes de nuestra historia que aquí se relatan van configurando ante nuestros ojos algo difícil de describir, pero que acaba perfilándose página a página: el carácter español. Este carácter no apura la variedad moral de todos los que compartimos la condición de españoles. No hay modelos ni arquetipos. Pero es obvio que existe algo que, aunque sea indefinible e impreciso, no queda más remedio que llamar de ese modo.
En los grandes tiempos de la Monarquía católica, en los siglos XVI, XVII y XVIII, se habló mucho de él. No podía ser de otra manera. Algunos de sus rasgos nos gustan, otros no. Conviene que nos reconozcamos, como españoles, en el conjunto. Fernando nos recuerda que hay algo tan importante como sentirse orgulloso de ser español. Es sentirse español con la franqueza y la holgura que proporciona la naturalidad de quien no tiene por qué estar siempre luchando contra sí mismo.
El espejo que nos tienden estos pasajes de la historia de España no es siempre halagador, pero ahí está. Asistir, como aquí asistimos, a la permanente creación y recreación de lo español nos pone en un brete. Habrá naciones que haya inventado algo que nosotros hemos despreciado. Otras habrán acumulado más riquezas. Y otras habrán sabido vender mejor sus cosas, como aconsejaba Gracián. Pero pocas se habrán esforzado tanto en ser lo que querían ser, y pocas habrán dado tanto por los demás como lo ha hecho la nación española. Improvisadores, derrochadores, tercos, autocríticos hasta la depresión... padecemos todos los defectos que se quiera. Pero a valientes, generoso y –también– sufridos nos han ganado pocos pueblos de la tierra. Por eso hemos sido tan grandes y por eso podríamos llegar a serlo otra vez, si nos lo propusiéramos. El hilo, aunque en apariencia desgastado, no está roto.
Además de una delicia, este libro es una invitación a seguir inventando lo que queremos ser, a partir de lo que somos.
NOTA: Este texto es el prólogo de JOSÉ MARÍA MARCO a NOSOTROS, LOS ESPAÑOLES, de FERNANDO DÍAZ VILLANUEVA, que acaba de publicar la editorial Áltera.