Hace un par de meses las acciones de Apple superaron por primera vez a las de Microsoft en la Bolsa de EEUU; al tiempo, las aplicaciones para plataformas como el iPad surgieron como champiñones en todo el planeta. En pleno entusiasmo, hay quien dice hasta que el iPad va a lograr salvar a la prensa de papel.
Pero, mientras tanto, en los oscuros y anónimos despachos de las facultades de tecnología, donde habitan las mentes que dedican sus desvelos a estas quisicosas de los gadgets, parece que se está organizando la primera guerrilla antisistema. Megan McArdle, periodista económica de The Atlantic y colaboradora de The Economist, escribía recientemente: "El año pasado, casi todos los informáticos de mi grupo de Princeton tenían un iPhone; este año ya hay dos que se han pasado a teléfonos Android, y yo misma me estoy planteando cambiarme cuando mi contrato telefónico se extinga, este mes". Bonita paráfrasis digital del "Dios ha muerto, Marx ha muerto y yo mismo no me encuentro muy bien últimamente" de Woody Allen.
El comentario de McArdle coincide con las opiniones de uno de los tecno-gurús más seguidos en internet, Nick Gillespie, de Reason, quien reconocía hace cuatro días sentirse "perplejo por la cantidad de amigos tecnófilos que cuentan que están definitivamente hartos de Apple". ¿La razón? La creciente tendencia de los chicos de Jobs a poner trabas técnicas y éticas a los contenidos desarrollados para sus plataformas.
Y es que la comunidad de usuarios avanzados, los llamados heavy users (entre los que no nos contamos ni usted ni yo, querido lector, que vemos en los ordenadores y los teléfonos unas herramientas de trabajo y ocio), está acostumbrada a meter mano a los aparatos que se compran. La mayoría de las plataformas informáticas son abiertas o semiabiertas, de manera que todo el mundo es libre de desarrollar aplicaciones que funcionen en ellas sin necesidad de pedir permiso al propietario. Es el caso incluso del sistema operativo de los Mac de Apple: si usted conoce los códigos y las herramientas de desarrollo (y están disponibles a todo el mundo), nadie le impedirá inventar un software (un juego, una aplicación, un programa...) que funcione en el ordenador y venderlo libremente en el mercado.
Pero con el iPad y el iPhone este mundo ha tocado a su fin. Las aplicaciones que corren en sus sistemas operativos sólo pueden distribuirse a través de la plataforma de ventas de Apple (iTunes Store), y la empresa controla el contenido de cada uno de los programas que allí se venden.
¿Controla o censura? Recientemente hemos tenido noticia de algunos casos fronterizos. Por ejemplo: los responsables de Apple se han visto obligados a dar marcha atrás en su decisión de censurar dos libros que se vendían en formato iPad: uno era una versión de La importancia de llamarse Ernesto de Wilde ilustrada con dibujos de hombres homosexuales besándose y practicando sexo; el otro, un cómic sobre el Ulises de Joyce donde aparecía una mujer semidesnuda. La reacción de la blogosfera ha permitido que la compañía de Copertino acepte de nuevo estos trabajos sin censura alguna, pero ya hay quien piensa que el control de Apple sobre los contenidos está llegando demasiado lejos.
Aunque, más que el contenido, lo que preocupa a los tecnófilos es el control sobre la herramienta. Parece razonable que la empresa ejerza algún tipo de filtrado de los desarrollos para iPad o iPhone, sobre todo si quiere garantizar la seguridad y longevidad del sistema. Pero algunas decisiones están siendo más que controvertidas. Por ejemplo: la de impedir que se puedan generar aplicaciones que funcionen en iPad y en otras plataformas. Por culpa de esta estrategia, los usuarios de la mágica tableta de Apple nos veremos privados de herramientas tan atractivas como Flash, que funciona en Mac y PC. Del mismo modo, los fabricantes de software móvil se verán obligados a elegir entre iPhone y otras plataformas a la hora de confeccionar sus productos. Si están en la primera no podrán estar en las demás, a no ser que dupliquen sus esfuerzos, sus trabajos y sus inversiones en la tarea de generar programas distintos para cada aparato.
Para colmo, las normas que Apple impone para la admisión de aplicaciones no están escritas y cambian constantemente. Parece más una estrategia de decisión caso a caso que está empezando a poner de los nervios a los desarrolladores.
La gran empresa de Jobs (a la que la revista Wired dedicó una portada sacralizante bajo el título "iGod") ha apostado por el usuario final. Y ha ganado la batalla al resto de competidores a las primeras de cambio. Sus aparatos son los más fáciles de usar, los más atractivos, los mejor diseñados, los más rápidos y seguros y los más orientados al uso real de la mayoría de los compradores. Los consumidores de tecnología queremos, en una gran mayoría, cacharros que se enciendan cuando han de encenderse, se conecten a internet con facilidad, naveguen, visualicen, ejecuten por sí mismos. Aparatos a los que no haya que actualizar con procesos técnicos complicados y que presenten un entorno de uso universal en todas sus aplicaciones. Aparatos para entrar en internet, ver fotos y vídeos, chatear, consultar el mail... a ritmo de click (o de touch). En eso, Apple es todavía imbatible.
Pero esos aparatos serán cada vez más deseados cuanto mayor sea el número de aplicaciones que alberguen y de grupos sociales que puedan beneficiarse de éstas. Y éstas las desarrollan proveedores que pueden sentirse tentados a trabajar para cualquier otra plataforma que les allane el camino. Según nos cuentan, estos proveedores están empezando a organizarse en el monte. ¿Serán capaces de pasar al ataque?
JORGE ALCALDE también tuitea: twitter.com/joralcalde
Pero, mientras tanto, en los oscuros y anónimos despachos de las facultades de tecnología, donde habitan las mentes que dedican sus desvelos a estas quisicosas de los gadgets, parece que se está organizando la primera guerrilla antisistema. Megan McArdle, periodista económica de The Atlantic y colaboradora de The Economist, escribía recientemente: "El año pasado, casi todos los informáticos de mi grupo de Princeton tenían un iPhone; este año ya hay dos que se han pasado a teléfonos Android, y yo misma me estoy planteando cambiarme cuando mi contrato telefónico se extinga, este mes". Bonita paráfrasis digital del "Dios ha muerto, Marx ha muerto y yo mismo no me encuentro muy bien últimamente" de Woody Allen.
El comentario de McArdle coincide con las opiniones de uno de los tecno-gurús más seguidos en internet, Nick Gillespie, de Reason, quien reconocía hace cuatro días sentirse "perplejo por la cantidad de amigos tecnófilos que cuentan que están definitivamente hartos de Apple". ¿La razón? La creciente tendencia de los chicos de Jobs a poner trabas técnicas y éticas a los contenidos desarrollados para sus plataformas.
Y es que la comunidad de usuarios avanzados, los llamados heavy users (entre los que no nos contamos ni usted ni yo, querido lector, que vemos en los ordenadores y los teléfonos unas herramientas de trabajo y ocio), está acostumbrada a meter mano a los aparatos que se compran. La mayoría de las plataformas informáticas son abiertas o semiabiertas, de manera que todo el mundo es libre de desarrollar aplicaciones que funcionen en ellas sin necesidad de pedir permiso al propietario. Es el caso incluso del sistema operativo de los Mac de Apple: si usted conoce los códigos y las herramientas de desarrollo (y están disponibles a todo el mundo), nadie le impedirá inventar un software (un juego, una aplicación, un programa...) que funcione en el ordenador y venderlo libremente en el mercado.
Pero con el iPad y el iPhone este mundo ha tocado a su fin. Las aplicaciones que corren en sus sistemas operativos sólo pueden distribuirse a través de la plataforma de ventas de Apple (iTunes Store), y la empresa controla el contenido de cada uno de los programas que allí se venden.
¿Controla o censura? Recientemente hemos tenido noticia de algunos casos fronterizos. Por ejemplo: los responsables de Apple se han visto obligados a dar marcha atrás en su decisión de censurar dos libros que se vendían en formato iPad: uno era una versión de La importancia de llamarse Ernesto de Wilde ilustrada con dibujos de hombres homosexuales besándose y practicando sexo; el otro, un cómic sobre el Ulises de Joyce donde aparecía una mujer semidesnuda. La reacción de la blogosfera ha permitido que la compañía de Copertino acepte de nuevo estos trabajos sin censura alguna, pero ya hay quien piensa que el control de Apple sobre los contenidos está llegando demasiado lejos.
Aunque, más que el contenido, lo que preocupa a los tecnófilos es el control sobre la herramienta. Parece razonable que la empresa ejerza algún tipo de filtrado de los desarrollos para iPad o iPhone, sobre todo si quiere garantizar la seguridad y longevidad del sistema. Pero algunas decisiones están siendo más que controvertidas. Por ejemplo: la de impedir que se puedan generar aplicaciones que funcionen en iPad y en otras plataformas. Por culpa de esta estrategia, los usuarios de la mágica tableta de Apple nos veremos privados de herramientas tan atractivas como Flash, que funciona en Mac y PC. Del mismo modo, los fabricantes de software móvil se verán obligados a elegir entre iPhone y otras plataformas a la hora de confeccionar sus productos. Si están en la primera no podrán estar en las demás, a no ser que dupliquen sus esfuerzos, sus trabajos y sus inversiones en la tarea de generar programas distintos para cada aparato.
Para colmo, las normas que Apple impone para la admisión de aplicaciones no están escritas y cambian constantemente. Parece más una estrategia de decisión caso a caso que está empezando a poner de los nervios a los desarrolladores.
La gran empresa de Jobs (a la que la revista Wired dedicó una portada sacralizante bajo el título "iGod") ha apostado por el usuario final. Y ha ganado la batalla al resto de competidores a las primeras de cambio. Sus aparatos son los más fáciles de usar, los más atractivos, los mejor diseñados, los más rápidos y seguros y los más orientados al uso real de la mayoría de los compradores. Los consumidores de tecnología queremos, en una gran mayoría, cacharros que se enciendan cuando han de encenderse, se conecten a internet con facilidad, naveguen, visualicen, ejecuten por sí mismos. Aparatos a los que no haya que actualizar con procesos técnicos complicados y que presenten un entorno de uso universal en todas sus aplicaciones. Aparatos para entrar en internet, ver fotos y vídeos, chatear, consultar el mail... a ritmo de click (o de touch). En eso, Apple es todavía imbatible.
Pero esos aparatos serán cada vez más deseados cuanto mayor sea el número de aplicaciones que alberguen y de grupos sociales que puedan beneficiarse de éstas. Y éstas las desarrollan proveedores que pueden sentirse tentados a trabajar para cualquier otra plataforma que les allane el camino. Según nos cuentan, estos proveedores están empezando a organizarse en el monte. ¿Serán capaces de pasar al ataque?
JORGE ALCALDE también tuitea: twitter.com/joralcalde