Nadie, salvo los judíos. Ernst Lubitsch –en Ser o no ser– y Charles Chaplin –en El gran dictador– se permitieron caricaturizar a Hitler en dos semblazas vitriólicas. "Heil yo mismo", decía el triste Adolf de Lubitsch, mientras que el histriónico Hitler de Chaplin jugaba infantiloide con un globo terráqueo.
El hundimiento es un dietario de los últimos días del Tercer Reich –el que iba a durar mil años–, con un Hitler acorralado en su búnker de Berlín. Como en las películas de submarinos, de lo que se trata es de conseguir que el espectador sienta la claustrofobia de unos pocos metros cuadrados, que van convirtiendo poco a poco a los seres humanos en ratas desesperadas, cuando la imposibilidad de escapar hace aflorar en ellos un instinto de supervivencia... o de muerte.
En este sentido la película está lograda, y realmente se va (pre)sintiendo la cercanía del Ejército Rojo, con su misión de aplastamiento. Sobre este fondo de sobreexcitación y angustia Hitler escupe toda la fuerza devastadora del nihilismo del que era depositario, convirtiéndose en un monstruoso ángel de destrucción: toda Alemania se debía convertir en una tierra baldía. O el Reich o la muerte.
La agonía final de Hitler se nos muestra con un detallismo un tanto histriónico, a partir de una muy naturalista interpretación de Bruno Ganz estropeada, en buena parte, por la torpeza de Oliver Hirschbiegel en subrayar con primerísimos planos los gestos y tics de Hitler, que serían igualmente captados pero no resultarían tan obvios con una planificación menos estridente.
Pero la desfachatez de Hirchbiegel se muestra sobre todo en los puntos de vista sobre los que se apoya para contarnos el final del Reich. Por un lado, las memorias de la secretaria personal del Fürher, Traudl Junge, que se presenta a sí misma como una inocente alemana que no se enteraba de nada y que veía a Hitler poco menos que como el "tito" Adolf (la secuencia en la que Hitler la contrata es un prodigio de incompetencia fílmica, con las otras candidatas gritando alborozadas por no haber conseguido el puesto).
Con su testimonio, ya anciana, comienza un relato que, a partir de ese momento, se concentrará absolutamente en los doce días finales del embate ruso sobre Berlín. Para esto último, de lo que la secretaria no podía tener información, se ha recurrido al historiador-periodista Joaquim Fest, que presta su imaginación a una serie de episodios entre lo heroico y lo miserable pero donde predomina lo primero, gracias a un médico que hace gala de una dignidad a prueba de bombas y, cómo no (la maléfica, por sensiblera, influencia de Spielberg se hace notar), a un niño angelical que finalmente nos permitirá salir, real y metafóricamente, del infierno.
Con una puesta en escena televisiva, deudora de las series de "prestigio" con que se adornan las televisiones europeas estatales, El hundimiento podría pasar perfectamente como un preestreno cinematográfico antes de ser destinado a su lugar natural: la pantalla doméstica, convenientemente dividida en tres capítulos de cincuenta minutos que sumarían los excesivos y redundantes 155 del producto cinematográfico –no hay nada en el minuto 120 que no se haya mostrado ya en el 60–. El semanario liberal Die Zeit ha sido el más cáustico, al definir el film como el más acabado producto de la era del Gran Hermano: mucho que ver pero nada de contenido. Muchos fuegos de artificio pero cero en iluminación.
Hirschbiegel había investigado ya el comportamiento humano sometido a una situación claustrofóbica en El experimento, recreación de un célebre ensayo realizado por el Departamento de Psicología de Stanford en el que unos estudiantes se hicieron pasar por carceleros y otros por presos de una penitenciaría virtual. Tanto asumieron unos y otros su papel que el experimento tuvo que ser suspendido antes de tiempo, dadas las cotas de violencia que se llegaron a emplear.
Sin embargo, ahora las "ratas" son reales, y el experimento sucedió en las profundidades forradas de cemento de Berlín. Es comprensible la indignación que ha suscitado en gran parte de Alemania este intento de Hirschbiegel de pasar página, pintando un panorama de devastación en la que el mismo pueblo alemán aparece como víctima de alguien reducido a enajenado mental. Es díficil saber si la indignación es mayor ante la vista de un Albert Speer desapareciendo entre la niebla y los acordes de una musiquilla romanticona, como si fuese Humphrey Bogart en Casablanca, o el detalle tan humano, demasiado humano, de Hitler apreciando un plato de pasta antes de pegarse un tiro, suicidio que mojigatamente Hirschbiegel relega a la intimidad del dictador (la misma intimidad que niega al resto de suicidas y muertos anónimos, mostrados con todo lujo de detalles morbosos).
Todo en El hundimiento parece dirigido, en el mejor de los casos, a la catarsis colectiva de los demonios interiores del pueblo alemán. En el peor, no me extrañaría que se haya convertido en un filme de culto de la emergente extrema derecha germana.
No es que se llegue a una reivindicación implícita de su figura. Es más sutil. Lo que se plantea es la comprensión empática hacia el pobre desgraciado, enfermo y fuera de sí que muestra la película, y ya sabemos que la comprensión suele saltar, sin lógica, a la justificación, y de ésta a la glorificación. En realidad, esta versión light de los últimos días de Hitler muestra la lamentable trivialización de lo que significó el nazismo como emergencia del mal puro en el corazón del Occidente ilustrado.
Cuando Hannah Arendt cubrió el juicio a Eichmann en Israel hizo famosa su tesis sobre la banalidad del mal, que se complementa paradójicamente con las ideas de Kant acerca del mal radical. Un banal mal radical, esta aparente contradicción, es la que quizá ha querido transmitir el equipo responsable de esta película; sin embargo, su fracaso es mayúsculo.
Decíamos al principio que Hitler sigue siendo tabú, el proscrito por antonomasia. Por lo menos hasta esta película. En los últimos tiempos ya se estaban dando señales del cansancio de los alemanes de cargar con la culpa de la II Guerra Mundial y el Holocausto. El hundimiento es un torticero intento de salvoconducto hacia la tranquilidad espiritual. Y no sólo no ha ofrecido ninguna clave para entender la personalidad y la conducta de los nazis, sino que ha arrojado una paletada de sucia niebla sobre el enigma-misterio-acertijo que será difícil limpiar. Pocas veces tan pobres imágenes habrán hecho tanto daño.