Es cierto que nos encontramos ante un hito en la historia de la cirugía española (que se suma a los anteriores trasplantes de cara, uno de ellos completo, realizados en los últimos años). Pero no lo es menos que ha venido envuelto en un peligroso tufo de espectacularidad mediática. El de Sevilla no ha sido el primero ni el más avanzado de estos actos quirúrgicos. Sí el más popular.
Aunque tanto las asociaciones de defensor del paciente como los médicos implicados en la operación insisten en que en todo momento se ha respetado la voluntad y la intimidad del afectado, la verdad es que cuando éste aún estaba en quirófano ya se conocían en la prensa local algunos datos de su filiación, edad y lugar de residencia. Sea como fuere, la exposición pública del caso ha generado alguna reticencia en ciertos sectores de la comunidad médica.
España cuenta con un sistema nacional de trasplantes módelico. Nuestros hospitales reciben el mayor número de donaciones por millón de habitantes (cerca de 35), y las listas de espera están gestionadas con eficiente escrupulosidad.
Contamos también con algunos de los mejores cirujanos en la materia, que han dado muestras de su valía en hospitales como La Fe de Valencia, Vall d'Hebron (Barcelona) y el citado Virgen del Rocío sevillano. Pero ello no obsta para que, en los últimos años, pareciera que nuestros médicos se hubieran embarcado en una extraña carrera por el trasplante más espectacular. Periódicamente, los grandes espadas de la cirugía reponedora nos sorprenden con un más difícil todavía.
La repercusión de estos casos puede tener un extraordinario efecto beneficioso en el sistema. El ciudadano debe conocer que los trasplantes son posibles, incluso en casos extremos –como el total de rostro–, y que merece la pena confiar en la red nacional creada al efecto. Sólo así podremos seguir siendo el país donante por excelencia. Pero no es fácil sustraerse a la idea de que existe una insana competencia territorial. Un sistema sanitario cada vez más descentralizado es proclive a la competición atomizada de los recursos. Aunque a la red de trasplantes no le preocupe en absoluto establecer un récord, a efectos locales aparecer en los medios de comunicación como hospital pionero en determinadas prácticas puede suponer un interesante rédito de cara al futuro.
Es por eso por lo que se hace más necesario que nunca que el organismo central encargado de la difícil gestión de los órganos donados comunique con transparencia sus virtudes y se distancie de legítimos pero resbaladizos intereses de plusmarquismo. Más aún cuando el método de coordinación y gestión de los trasplantes está condenado a sufrir cambios a corto plazo.
La escasez de órganos sigue siendo un problema. En España mueren más de doscientas personas al año esperando uno. Algunos países, como Irán y Singapur, han puesto en práctica mecanismos de recompensa económica a los donantes. Es el único método que les queda para reducir sus listas de espera. Otros, como Israel, practican el llamado no give, no take, consistente en anteponer en las listas de espera a aquellas personas que se han declarado a su vez donantes.
En España (donde por ley todos somos donantes de órganos, salvo que expresemos claramente lo contrario) se plantea la posibilidad de permitir la donación anónima en vivo. Pero es difícilmente imaginable una donación de este tipo si no media una recompensa económica.
Las nuevas estrategias para mantener un número de órganos suficientes requerirán que se replanteen algunos conceptos asumidos. ¿Seguirá siendo condenable recompensar por un órgano? ¿Se mantendrá el principio de universalidad y altruismo que ha regido nuestro modélico sistema? Si se recompensa a los donantes, ¿no se está contraviniendo la norma del primum no nocere, que obliga a todo médico a no realizar prácticas perjudiciales para el paciente salvo en el caso de que esa práctica redunde en un beneficio posterior para su salud? Quien dona un órgano sufre un daño irreparable: ¿puede el dinero repararlo?
Es el momento de pensar, y, para ello, la luz de los focos de la televisión es mala consejera. La cautela nos ayudará a no caer en la tentación de lo que recientemente llamaba Alex Tabarrok –en el Wall Street Journal– el nuevo mercado de la carne.
Aunque tanto las asociaciones de defensor del paciente como los médicos implicados en la operación insisten en que en todo momento se ha respetado la voluntad y la intimidad del afectado, la verdad es que cuando éste aún estaba en quirófano ya se conocían en la prensa local algunos datos de su filiación, edad y lugar de residencia. Sea como fuere, la exposición pública del caso ha generado alguna reticencia en ciertos sectores de la comunidad médica.
España cuenta con un sistema nacional de trasplantes módelico. Nuestros hospitales reciben el mayor número de donaciones por millón de habitantes (cerca de 35), y las listas de espera están gestionadas con eficiente escrupulosidad.
Contamos también con algunos de los mejores cirujanos en la materia, que han dado muestras de su valía en hospitales como La Fe de Valencia, Vall d'Hebron (Barcelona) y el citado Virgen del Rocío sevillano. Pero ello no obsta para que, en los últimos años, pareciera que nuestros médicos se hubieran embarcado en una extraña carrera por el trasplante más espectacular. Periódicamente, los grandes espadas de la cirugía reponedora nos sorprenden con un más difícil todavía.
La repercusión de estos casos puede tener un extraordinario efecto beneficioso en el sistema. El ciudadano debe conocer que los trasplantes son posibles, incluso en casos extremos –como el total de rostro–, y que merece la pena confiar en la red nacional creada al efecto. Sólo así podremos seguir siendo el país donante por excelencia. Pero no es fácil sustraerse a la idea de que existe una insana competencia territorial. Un sistema sanitario cada vez más descentralizado es proclive a la competición atomizada de los recursos. Aunque a la red de trasplantes no le preocupe en absoluto establecer un récord, a efectos locales aparecer en los medios de comunicación como hospital pionero en determinadas prácticas puede suponer un interesante rédito de cara al futuro.
Es por eso por lo que se hace más necesario que nunca que el organismo central encargado de la difícil gestión de los órganos donados comunique con transparencia sus virtudes y se distancie de legítimos pero resbaladizos intereses de plusmarquismo. Más aún cuando el método de coordinación y gestión de los trasplantes está condenado a sufrir cambios a corto plazo.
La escasez de órganos sigue siendo un problema. En España mueren más de doscientas personas al año esperando uno. Algunos países, como Irán y Singapur, han puesto en práctica mecanismos de recompensa económica a los donantes. Es el único método que les queda para reducir sus listas de espera. Otros, como Israel, practican el llamado no give, no take, consistente en anteponer en las listas de espera a aquellas personas que se han declarado a su vez donantes.
En España (donde por ley todos somos donantes de órganos, salvo que expresemos claramente lo contrario) se plantea la posibilidad de permitir la donación anónima en vivo. Pero es difícilmente imaginable una donación de este tipo si no media una recompensa económica.
Las nuevas estrategias para mantener un número de órganos suficientes requerirán que se replanteen algunos conceptos asumidos. ¿Seguirá siendo condenable recompensar por un órgano? ¿Se mantendrá el principio de universalidad y altruismo que ha regido nuestro modélico sistema? Si se recompensa a los donantes, ¿no se está contraviniendo la norma del primum no nocere, que obliga a todo médico a no realizar prácticas perjudiciales para el paciente salvo en el caso de que esa práctica redunde en un beneficio posterior para su salud? Quien dona un órgano sufre un daño irreparable: ¿puede el dinero repararlo?
Es el momento de pensar, y, para ello, la luz de los focos de la televisión es mala consejera. La cautela nos ayudará a no caer en la tentación de lo que recientemente llamaba Alex Tabarrok –en el Wall Street Journal– el nuevo mercado de la carne.