Después de ver Gomorra, me lo pensaría dos veces antes de volver al Spagnolo, o al menos me compraría un chaleco antibalas (unos noventa euros en E-Bay). El estrambótico bar mitzvá de los criminales napolitanos consiste en colocar a los críos un antibalas casero y dispararles a bocajarro. Luego les dan unas palmaditas en el hombro y les felicitan: "Ya eres un hombre".
Mateo Garrone ha convertido Nápoles en un panóptico, un centro penitenciario al aire libre en el que nosotros, desasosegados vigilantes más que pasivos espectadores, observamos a los habitantes de los suburbios como reclusos en una jaula de muros invisibles, intangibles e insalvables: la corrupción, el matonismo, el machismo, el nihilismo. Siguiendo la estela de la novela-reportaje de Roberto Saviano del mismo título, Garrone ha creado una simulación cinematográfica perfecta de la realidad inmoral y antihumana de un cuerpo social devorado hasta el tuétano por una institución perversa pero perfecta: la delincuencia organizada napolitana.
Son cinco las historias que se entrecruzan de modo fragmentario: Don Ciro (Gianfelice Imparato) es un discreto pagador –se encarga de hacer llegar una pequeña paga a las familias de los presos por actividades criminales– que se ve envuelto en una guerra de clanes; Toto (Salvatore Abruzzese) es un chaval de trece años que se introduce como aprendiz en una banda criminal; Roberto (Carmine Paternoster) encuentra su primer trabajo tras licenciarse como escudero de un carismático boss (Toni Servillo, que ha ganado el Premio al Mejor Actor Europeo por su trabajo en Il Divo) cuyo negocio es la gestión de residuos tóxicos; Pasquale (Salvatore Cantalupo) es el sastre jefe de una pequeña compañía de confección de trajes de alta costura que pone su vida en peligro cuando acepta un trabajo de consultoría para la competencia china; y Marco (Marco Macor) y Ciro (Ciro Petrone) son dos jóvenes y estúpidos delincuentes que sueñan con imitar al Tony Montana interpretado por Al Pacino en El precio del poder y que al encontrar un cargamento de armas creen poder llevar a cabo lo que al final será su pesadilla.
Garrone se ha remontado a las fuentes primigenias del cine de género. Por un lado, la seminal Scarface de Howard Hawks, que trazaba con imágenes fastuosas y negras la amoralidad lujuriosa de unos tipos reducidos a su condición de bestias agarradas a una metralleta. Por otro lado, el neorrealismo de testimonio y combate de Roberto Rossellini en Roma, ciudad abierta. Ahora, en Nápoles, ciudad cerrada, los camorristas son la versión cutre y grasienta de los mafiosos hawksianos y de los nazis que asesinaban por la espalda a mujeres que no se resignaban ante la barbarie. Garrone ha tramado una sabia combinación de panorámicas y primerísimos planos, de cámara al hombro e imágenes congeladas, que a veces nos hace recordar las bellísimas impostaciones de Tarkovski, como en la visión alucinatoria de los cuerpos desnudos de Marco y Ciro disparando sus armas con los pies hundidos en un lago espectral, mientras que en otras ocasiones vira hacia los reportajes a pie de miseria del reality de Cuatro Callejeros. Siguiendo la máxima del recientemente centenario Manoel de Oliveira,
el cine es el espejo de la vida… Y al ser el espejo de la vida, es también la memoria de la vida.
Gomorra ha sido construida como un complejo juego especular entre la realidad y el cine. Reproduce con nanoperfeccionismo la textura física de la decadencia de la capital de la Italia del Sur. Incluso los olores. El Nápoles de Garrone apesta a testosterona, basura y Armani Diamonds. Si Venecia se hunde en el agua, Nápoles chapotea en residuos radiactivos, transportados en camiones conducidos por niños, enterrados en cualquier cantera y que aumentan la proporción de muertos por cáncer en un 20%. Y las pocas mujeres que desfilan por la pantalla son o putas o madres. Y en ninguno de los casos el futuro es muy alentador si no se someten a tipos con una única ceja, el cuello del grosor del muslo y que escuchan extasiados a Tiziano Ferro mientras juegan al Call of Duty en la play.
Este neorrealismo europeo, pegado al mundo de la vida, ha dado un año que será recordado por el puñado de directores que han decidido tomarse en serio tanto el cine como la realidad. Junto a Gomorra e Il Divo, que confirman que el cine italiano vuelve a tener musculatura y cintura, tenemos Hunger, de Alexander McQueen; Entre les murs, de Lauren Cantet, incluso la película sueca de vampiros Lat den rätte komma (Déjame entrar), de Tomas Alfredson. Son películas inquietantes porque plantean problemas profundos sobre la realidad europea pero no ofrecen una solución unidimensional. Es decir, renuncian al happy end.
La Camorra no le perdona a Saviano que haya puesto delante de su miseria ética y estética un espejo cinematográfico de alta definición visual y política y ha transustanciado la novela de Saviano en una sentencia de muerte contra el novelista. En Navidad se cumple el plazo para la fatwa que dictó contra él Carmine Schiavone, un capo ahora en la cárcel. Mientras se acerca la fatídica fecha, a Saviano no creo que le consuele mucho saber que la película acaba de ganar, tras cosechar el Grand Prix del Festival de Cannes, el Premio Europeo en Copenhague y que ha sido nominada a los Globo de Oro. Y es que Dios envió un ángel a Sodoma para salvar a Lot, pero a Gomorra no consta que enviase a nadie.
GOMORRA (Italia, 2008; 137 minutos). Director: Mateo Garrone. Guión: Mateo Garrone y Paolo Saviano (basado en la novela de Saviano Gomorra). Intérpretes: Gianfelice Imparato, Salvatore Abruzzese, Carmine Paternoster, Toni Servillo, Salvatore Cantalupo, Marco Macor, Ciro Petrone. Fotografía: Marco Onorato. Calificación: Desasosegante (9/10).
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