En tiempos heroicos vivió, en Calidón, un príncipe llamado Meleagro, que tuvo papel destacado en la lucha contra un monstruoso jabalí enviado a su tierra como castigo por algún dios vengativo. Meleagro sobrevivió a la cacería, pero murió poco después, y sus hermanas le lloraron desconsoladamente.
Tanto, que Artemisa, apiadada –o harta, vaya uno a saber– de su llanto, las convirtió en aves de plumaje gris oscuro. Ni siquiera entonces dejaron de plañir las hermanas de Meleagro, y sus lágrimas originaron manchas blancas entre su plumaje de luto. Esas aves son las que hoy conocemos como pintadas o gallinas de Guinea, antes ornato de parques y jardines y hoy magníficos huéspedes de mesas festivas.
Más o menos por entonces, Jasón reclutó a un grupo de héroes, los luego llamados "argonautas", para ir, a bordo del Argos, hasta los confines del Ponto Euxino, a la Cólquida (al sur del Cáucaso), a buscar el vellocino de oro. Tras múltiples peripecias, Jasón regresó a Grecia con el pellejo ovino y con Medea, de la que pronto se desentendió porque le salió bastante bruja, literalmente hablando.
Jasón se llevó otra cosa de la Cólquida: un ave de gran belleza, a la que dio un nombre derivado del río Phasis, en cuyas riberas la encontró. Era el faisán, de origen asiático. Cuentan que un rey de Lidia preguntó a un filósofo si había visto algo más hermoso que su salón del trono, y el sabio contestó: "He visto los faisanes en el bosque..." Los faisanes fueron también adorno de jardines, pero pronto acabaron en la mesa.
Allá a mediados del siglo II a. C. uno de los cónsules de Roma, llamado Cayo Fannio, dictó una ley antisuntuaria –hoy hablaríamos de medidas contra la inflación– por la que se prohibía sacrificar gallinas para comerlas. Las gallinas, originarias de la India, habían llegado a Europa un par de siglos antes. Fueron también, al principio, aves ornamentales y –los machos– de pelea. Pero los romanos no tardaron mucho en cocinarlas.
La Lex Fannia protegió a las gallinas... pero olvidó a los gallos. Y los romanos, que sabían muy bien qué clase de transformaciones sufrían los eunucos, decidieron castrar a los pollos y cebarlos, a ver qué pasaba. Y pasó, sencillamente, que "inventaron" el capón, que nunca fue ave decorativa, sino muy comestible.
Fue en el siglo XVI cuando un grupo de españoles al mando de Hernán Cortés desembarcó en las costas de México y progresó hasta Tenochtitlán, capital del imperio azteca que regía Moctezuma. Por el camino se encontraron con un ave a la que llamaron "gallo de papada" y que, si no era tan hermosa como el pavón o pavo real del Viejo Mundo, sí estaba mucho más rica.
No tardaron los pavos americanos en hacer el viaje hacia el Este. En Europa recibieron nombres curiosos: "turkey", sin tener nada que ver con los turcos, en Inglaterra; además de "jesuitas", en Francia se les llamó "gallos de Indias" o "coqs d'Inde", de donde el actual "dinde" para la pava y "dindon" para el pavo...
Capones, pavos, pintadas, faisanes... Gallináceas de origen, ya ven, bastante exótico, que se han ido adueñando de las mesas de Navidad en Europa, desplazando al más nórdico ganso. Ya se sabe que "ave que vuela, a la cazuela", aunque a los capones no se les conozcan demasiadas facultades aviatorias y el vuelo del pavo se parezca más al saltito de Orville Wright en Kitty Hawk que a la incursión selenita de Neil Armstrong.
Aves que, junto con unas cuantas más, pero menos navideñas, como la gama de patos, las perdices, codornices, torcaces, becadas y demás piezas cinegéticas de pluma, hacen que uno discrepe de la expresión de su paisano que, preguntado por su ave favorita y dándole a elegir entre pollo, pichón o perdiz, contestó: "Se o porco voara... " No vuela, no; y hay aves, como las precitadas, exquisitas.
Tanto, que Artemisa, apiadada –o harta, vaya uno a saber– de su llanto, las convirtió en aves de plumaje gris oscuro. Ni siquiera entonces dejaron de plañir las hermanas de Meleagro, y sus lágrimas originaron manchas blancas entre su plumaje de luto. Esas aves son las que hoy conocemos como pintadas o gallinas de Guinea, antes ornato de parques y jardines y hoy magníficos huéspedes de mesas festivas.
Más o menos por entonces, Jasón reclutó a un grupo de héroes, los luego llamados "argonautas", para ir, a bordo del Argos, hasta los confines del Ponto Euxino, a la Cólquida (al sur del Cáucaso), a buscar el vellocino de oro. Tras múltiples peripecias, Jasón regresó a Grecia con el pellejo ovino y con Medea, de la que pronto se desentendió porque le salió bastante bruja, literalmente hablando.
Jasón se llevó otra cosa de la Cólquida: un ave de gran belleza, a la que dio un nombre derivado del río Phasis, en cuyas riberas la encontró. Era el faisán, de origen asiático. Cuentan que un rey de Lidia preguntó a un filósofo si había visto algo más hermoso que su salón del trono, y el sabio contestó: "He visto los faisanes en el bosque..." Los faisanes fueron también adorno de jardines, pero pronto acabaron en la mesa.
Allá a mediados del siglo II a. C. uno de los cónsules de Roma, llamado Cayo Fannio, dictó una ley antisuntuaria –hoy hablaríamos de medidas contra la inflación– por la que se prohibía sacrificar gallinas para comerlas. Las gallinas, originarias de la India, habían llegado a Europa un par de siglos antes. Fueron también, al principio, aves ornamentales y –los machos– de pelea. Pero los romanos no tardaron mucho en cocinarlas.
La Lex Fannia protegió a las gallinas... pero olvidó a los gallos. Y los romanos, que sabían muy bien qué clase de transformaciones sufrían los eunucos, decidieron castrar a los pollos y cebarlos, a ver qué pasaba. Y pasó, sencillamente, que "inventaron" el capón, que nunca fue ave decorativa, sino muy comestible.
Fue en el siglo XVI cuando un grupo de españoles al mando de Hernán Cortés desembarcó en las costas de México y progresó hasta Tenochtitlán, capital del imperio azteca que regía Moctezuma. Por el camino se encontraron con un ave a la que llamaron "gallo de papada" y que, si no era tan hermosa como el pavón o pavo real del Viejo Mundo, sí estaba mucho más rica.
No tardaron los pavos americanos en hacer el viaje hacia el Este. En Europa recibieron nombres curiosos: "turkey", sin tener nada que ver con los turcos, en Inglaterra; además de "jesuitas", en Francia se les llamó "gallos de Indias" o "coqs d'Inde", de donde el actual "dinde" para la pava y "dindon" para el pavo...
Capones, pavos, pintadas, faisanes... Gallináceas de origen, ya ven, bastante exótico, que se han ido adueñando de las mesas de Navidad en Europa, desplazando al más nórdico ganso. Ya se sabe que "ave que vuela, a la cazuela", aunque a los capones no se les conozcan demasiadas facultades aviatorias y el vuelo del pavo se parezca más al saltito de Orville Wright en Kitty Hawk que a la incursión selenita de Neil Armstrong.
Aves que, junto con unas cuantas más, pero menos navideñas, como la gama de patos, las perdices, codornices, torcaces, becadas y demás piezas cinegéticas de pluma, hacen que uno discrepe de la expresión de su paisano que, preguntado por su ave favorita y dándole a elegir entre pollo, pichón o perdiz, contestó: "Se o porco voara... " No vuela, no; y hay aves, como las precitadas, exquisitas.
Claro que nadie nos impide tomar como aperitivo un buen jamón ibérico, antes de enfrentarnos al ave asada que culmina el festín. Y, ya puestos en tiempos mitológicos, no olvidaremos, para acompañar a ese ave, otro de los grandes regalos de los dioses, al menos de los llamados Osiris, Dionisos o Baco: el vino. Tal cual o pasado por las manos del nunca bien ponderado Dom Perignon, que regar con un gran champaña, o un gran cava, un asado avícola no es ninguna tontería.
© EFE