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YO ESCOGÍ LA LIBERTAD

Fugitivo de la injusticia

Los periódicos informaron de mi ruptura con el régimen soviético diciendo que, una vez probada la democracia americana, me desilusioné con el comunismo de Stalin. Fue mi experiencia directa de la libertad americana, dijeron o dieron a entender, la que me llevó a abandonar la Comisión Soviética de Compras.

Los periódicos informaron de mi ruptura con el régimen soviético diciendo que, una vez probada la democracia americana, me desilusioné con el comunismo de Stalin. Fue mi experiencia directa de la libertad americana, dijeron o dieron a entender, la que me llevó a abandonar la Comisión Soviética de Compras.
Aquello hizo más dramática la historia y, como suponía, fue un bonito cumplido a la URSS. Pero no era verdad. Lo cierto es que hacía mucho tiempo que tenía la idea de desprenderme de la camisa de fuerza a la primera oportunidad, donde y cuando se presentase. Aunque me hubieran destinado a China o a la Patagonia, en lugar de a América, hubiera hecho la misma tentativa para lograr mi libertad y cumplir la misión que me había impuesto.
 
Fue una tarea que emprendí conscientemente, aunque desconozco el momento exacto de mi vida interior en que lo decidí. Fue el resultado de sentimientos que maduraron conmigo, lenta pero inevitablemente. Me hallaba bajo la violenta influencia de todo lo que sufrí y pasé. Estaba impulsado por una niñez saturada por el robusto idealismo de mi padre y la profunda fe religiosa de mi madre. La bondad, el amor por la humanidad de ambos eran distintos en apariencia, pero, en cierto modo, idénticos en sustancia. Y esa sustancia, sin duda, también anidaba en mí.
 
También estaba impelido por el espíritu de una nación que produjo rebeldes en sus edades más oscuras, bajo los gobiernos más despóticos y más crueles. Lo único que sé es esto: si hubiera creído posible luchar por la libertad dentro de la Unión Soviética, me hubiera quedado allí... Si hubiera habido una verdadera esperanza de cambiar a mejor –por la introducción de libertades democráticas, políticas y económicas, por el abandono del programa de la Internacional Comunista por los jefes de régimen–, me hubiera quedado allí. Desgraciadamente, el régimen, cada año que pasaba, lejos de moverse hacia los ideales humanos proclamados por la revolución, se alejaba de los mismos.
 
(...)
 
En América yo era un extraño, sin ningún amigo no soviético, sin medios de supervivencia económica. Si hubiera poseído tantos amigos ocultos como tiene la dictadura soviética, mis problemas se habrían resuelto bastante fácilmente... Luego pensé que mi carrera de ingeniero y mi experiencia profesional me permitirían resolver mi vida. Pero en el momento de cortar con la comisión me hallaría sin dinero, sin amigos y desvalido contra la terrible máquina de la calumnia y la venganza siempre a disposición de mis ofendidos carceleros. Siete meses eran, en realidad, un periodo muy breve para aclimatarse a América, para adquirir un pequeño vocabulario y unos pocos contactos humanos.
 
Con unos meses de antelación, por lo menos, supe que daría el paso irrevocable a últimos de marzo de 1944. Pasé más de un mes viajando: dos viajes a Lancaster (Pensilvania) y uno a Chicago. Mi principal preocupación era salvaguardar a mis amigos, tanto en la Comisión como en Rusia. Ni con palabras ni con expresiones traicioné ninguno de mis planes, aunque hubiera querido contarlos y tener así, naturalmente, el alivio de confiar en alguien. Sabía demasiado íntimamente lo que significaría para cualquier ciudadano soviético tener siquiera una sombra de culpabilidad en sus hojas de servicio, una vez que la NKVD se dedicara a mi caso.
 
(...)
 
Mis perspectivas eran negras e inquietantes. Deliberadamente, con completo conocimiento de las espantosas consecuencias del acto, escogí una libertad precaria contra una confortable esclavitud. Solamente el súbdito del moderno Estado policía puede comprender perfectamente el miedo que su poder, ubicuidad y amoralidad pueden inspirar en el corazón de un hombre.
 
Cuando salí de Washington conocía la existencia de una decisión oficial de la comisión, ratificada por Moscú, que me asignaba un cargo permanente en su plantilla. Aquello suponía para mí un ascenso sustancial.
 
Debía entrar en este nuevo trabajo unos pocos días después, el 3 de abril, con las bendiciones de Moscú. Más adelante hubiera podido regresar a casa con experiencia comercial extranjera, como un fiel hijo de Stalin que había arrostrado las tormentas de la tentación burguesa. Entonces no habría ningún límite en las alturas que pudiera escalar en la burocracia. Pero en aquellas cumbres hubiera continuado siendo un esclavo del poder soviético, incapacitado para servir a mi pueblo, y en alianza con sus opresores. Necesitaba libertad para la lucha contra el despotismo, y para alcanzar esa libertad tuve que aceptar una multitud de molestias, riesgos económicos y peligros físicos. Desde entonces, Víctor Kravchenko ya no existió. Su identidad quedó borrada. Luego fue italiano, yugoslavo, portugués; todo menos ruso. ¡Qué de nombres tuve!
 
En un oscuro y depresivo hotel en Manhattan preparé el relato, parte del cual apareció en el Times neoyorquino y otros periódicos el 4 de abril de 1944. Al leerlo ahora, cuando la guerra ha concluido victoriosamente, veo que no hay nada en la declaración que deba corregir. Por el contrario, el tiempo ha confirmado mis temores y advertencias.
 
Acusé entonces al Kremlin, cuando supuestamente estaba aliado con Gran Bretaña y América, de que "perseguía miras incompatibles con dicha colaboración". Escribí que, habiendo disuelto ostensiblemente la Internacional Comunista, Moscú continuaba dirigiendo los movimientos comunistas de todos los países. Tratando de la política de Stalin con respecto a Polonia, los Balcanes, Checoslovaquia, Hungría, Austria y otros países, traté de demostrar que sus objetivos eran puramente soviéticos y antidemocráticos. Después, añadía:
Mientras que dice buscar el establecimiento de la democracia en países liberados del fascismo, el Gobierno soviético en Rusia ha fracasado en dar el menor paso serio hacia el establecimiento de las libertades elementales del pueblo ruso.
 
El pueblo ruso está sujeto, como antes, a indecibles opresiones y crueldades, mientras que la NKVD, actuando por medio de sus miles de espías, continúa ejerciendo su dominio desenfrenado sobre los pueblos de Rusia. En los territorios limpios de invasores alemanes, el Gobierno soviético está restableciendo su régimen político de violencia, mientras que las prisiones y los campos de concentración continúan funcionando como antes.
 
Las esperanzas de reformas políticas y sociales acariciadas por el pueblo ruso al principio de la guerra han resultado ser ilusiones vanas.
 
Y mantengo que, más que cualquier otro pueblo, el ruso requiere que se le concedan los elementales derechos políticos: libertad genuina de prensa, libertad de deseo y libertad de miedo. Lo que el pueblo ruso ha obtenido de su Gobierno ha sido solamente palabrería acerca de estas libertades. Durante años ha vivido en un deseo y temor constantes. El pueblo ruso ha aprendido tanto con sus sacrificios inconmensurables, que ha salvado al país, así como al propio régimen existente, y por su medio han sido asestados golpes tan decisivos al fascismo, que han determinado el curso de la guerra.
Nada ha sucedido, desde que escribí estas palabras, que altere el cuadro. La dictadura estalinista continúa cruelmente activa y centralizada, y sus métodos de terror, sin suavizar. No puedo esperar que el ciudadano medio de una nación democrática comprenda el verdadero carácter de una tiranía dictatorial. Quienes han redactado el sumario de los criminales de guerra nazis estuvieron próximos a esta comprensión cuando describieron el régimen. Al leer aquel documento no pude menos que exclamar: "¡He aquí un sumario adecuado para el régimen soviético! Sólo necesitamos cambiar unos pocos nombres, sustituir nazi por soviético, y tendremos un cuadro de la institución del Kremlin".
 
(...)
 
Sin embargo, algunas de las mismas personas que condenaron a los conspiradores hitlerianos no quieren condenar a los conspiradores soviéticos contra las libertades del pueblo ruso. La tarea de levantar la conciencia del mundo contra los horrores rusos todavía está por cumplirse.
 
***
 
Los presagios con los que comencé mi nueva vida se justificaron rápidamente por los hechos.
 
Cuando apareció en la prensa la noticia de mi acción, la Comisión Soviética de Compras pretendió, al principio, que no me conocía. Evidentemente, esperaba instrucciones de Moscú. Después reconoció mi existencia y procedió a la publicación de las inevitables declaraciones que ensuciaban mi persona.
 
Su denuncia más significativa, y la que no pude prever, fue que yo era todavía capitán del Ejército Rojo. De este modo buscó convertir mi huida política en una deserción militar, estableciendo una base legal para solicitar mi extradición y colocarme ante el pelotón de fusilamiento de Stalin. En realidad, mi breve carrera militar concluyó en un hospital hacía más de dos años. Desde entonces fui un funcionario civil. Antes de que el comisariado de Comercio Exterior pudiera enviarme, o me hubiera enviado al extranjero, me libraron formal y totalmente de toda obligación militar.
 
La prensa comunista y cripto-comunista se lanzó vigorosamente a la batalla. El ataque del Daily-Worker de 5 de abril, firmado por un tal Starobin, empezaba así: "El caso de un despreciable desertor: Hitler trae aquí sus últimas reservas". Estaba redactado en el estilo típico de la vituperación del Partido. Pero leyendo por encima había una nota que los no iniciados no podían descubrir, y que resonaba fuertemente en mis oídos adiestrados.
 
Era la nota de una amenaza directa. El camarada Starobin daba cuenta de "una desagradable traición de alguien que se llamaba a sí mismo funcionario de una comisión soviética comercial. Tales traidores, desde Trotski a ese Kravchenko –decía– engañan a la gente durante algún tiempo. Pero –y entonces venían las advertencias– la mano vigilante y vengadora de la humanidad, que mira hacia adelante, da con ellos y entonces los borra".
 
Al leer aquellas palabras, recordé que, en el caso de Trotski, la mano vengadora asía un piolet, con el cual lo asesinó en la ciudad de México. Después de unos cuantos párrafos más de injurias, el camarada Starobin volvía a la misma canción. Después, refiriéndose al hecho de que yo había invocado la protección de la opinión pública americana, concluía como sigue:
Nuestro país no es una tierra de nadie para enemigos de nuestros aliados y de nuestro propio esfuerzo de guerra... Sería un mal día aquel en el que Estados Unidos se convirtiera en un invernadero para lagartos de este género, en un asilo de tipos que no son lo bastante hombres para decir directamente al pueblo de la Unión Soviética lo que lloran en el Times neoyorquino.
De esta forma, el Daily Worker dio a entender a los más estúpidos de sus lectores que todo aquel que es "lo bastante hombre" ¡puede hablar directamente al pueblo de la Unión Soviética! ¡Esto después de conceder que yo había "vivido de prestado" porque la policía no conocía mis opiniones! Yo sería "borrado", no por los agentes secretos de la patria espiritual del camarada Starobin, desde luego, sino por la "humanidad que miraba hacia delante".
 
No me costó trabajo descifrar el mensaje. A menos que me hundiera en el silencio, la "mano vigilante y vengativa" haría su noble tarea; sólo así no habría muerte por medio de hachas. Otros podrían desdeñar aquellas amenazas como simple retórica; afortunadamente, yo sabía demasiado sobre los métodos y los agentes del régimen que había denunciado.
 
(...)
 
Ahora el libro ha quedado concluido. He referido mi historia. Los asesinos que dicen servir a la "humanidad que mira hacia delante" quizá puedan "borrarme" con el tiempo. Mi vida "prestada" puede terminarse, pero no podrán borrar este relato, dedicado al pueblo ruso, que tanto tiempo lleva sufriendo y del cual he salido. Me atrevo a esperar que algún día pueda gozar de una libertad verdadera y de una verdadera democracia económica.
 
El próximo paso hacia la seguridad mundial está, no en una organización universal –aunque esto deba suceder–, sino en la liberación de las masas rusas. Si, por algún milagro, Rusia fuera democratizada de repente, se vería cómo la mayor parte de la tensión que ahora amenaza la paz del mundo se relajaría automáticamente y que la genuina cooperación mundial sería posible. Podrán decirme que la liberación de Rusia de su yugo totalitario es un asunto que concierne solamente a los rusos. Los que piensan así están completamente equivocados. En muchos aspectos, la seguridad de toda la civilización y la probabilidad de una paz duradera dependen de esa liberación.
 
No soy lo bastante confiado para esperar el milagro de nuestra generación. Pero sí sé con certeza que la comprensión de la realidad rusa por parte del mundo democrático es la condición previa para la liberación de mi país desde su interior. El peso de una oposición mundial, el levantamiento de su apoyo espiritual, que ahora sirve para fortalecer el despotismo del Kremlin, acelerarían y ayudarían a las aspiraciones rusas de libertad.
 
Este libro, que es la biografía de un ruso típico, cuyo sentido de la libertad no fue destruido, es mi llamada a la conciencia democrática de América y del mundo.
 
 
NOTA: Este texto está tomado del capítulo 28 de la biografía de VÍKTOR KRAVCHENKO: YO ESCOGÍ LA LIBERTAD, que acaba de publicar la editorial Ciudadela.
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